jueves, 27 de junio de 2013

Tu recuerdo

Tu recuerdo aflora sin invitación previa
lo evoca cualquier nadería
se instala un rato a molestarme
y cuando me ve derrotado, se aleja.

lunes, 24 de junio de 2013

El valor de unos segundos



¿Qué son unos segundos más o unos segundos menos? Generalmente nada, una nimiedad. No dan para llegar tarde a una cita, ni para desesperar en una espera. Pero hay ocasiones en que pueden significar la diferencia entre la vida y la muerte. Unos segundos por exceso o por defecto nos pueden poner en situaciones de peligro, en el clásico "lugar y momento equivocados".

Esta mañana de lunes feriado  mi esposa y yo fuimos al Parque Del Este - así le digo desde que tengo uso de razón, y no le voy a cambiar el nombre cada vez que al político de turno se le ocurra rebautizarlo - a dar un par de vueltas y de paso tomar algunas fotos, que es uno de nuestros hobbies. Habíamos planeado ir temprano, para evitar las aglomeraciones y el calor, pero al final nos dio pereza madrugar y salimos más tarde, como a las 7:32. Llegamos al parque a las 7:42 con 23 segundos. Hicimos nuestras vueltas de rutina, 2, a la velocidad acostumbrada, y después paseamos tranquilamente por el parque, haciendo tiempo para ir al automercado, y aprovechando para buscar tomas inéditas para nuestro ya abultado álbum de fotografías del parque. Cuando terminamos, a eso de las 8:51 con 37 segundos, nos fuimos a la taquilla a pagar el estacionamiento; teníamos tres personas delante, así que a las 8: 53 con 12 segundos cancelamos el pírrico importe, un Bolívar Fuerte. A las 8:55 con 7 segundos abordamos el carro. A las 8:57 exactas estábamos saliendo del estacionamiento. Tomamos por La Casona con la intención de seguir hacia San Luis, para las compras que teníamos pendientes. A las 9:02 con 12 segundos estábamos transitando por la avenida que lleva a la transversal de Los Ruices que empalma con la Avenida Principal de esa urbanización, y en ese momento nos pasó una camioneta blanca, enorme, a una velocidad vertiginosa que no disminuyó al llegar a la esquina; no sabemos como no se volteó al cruzar; el conductor no frenó en ningún momento, no se detuvo a ver si venía algún vehículo. Por suerte no fue así, y no hubo ningún accidente, gracias a que no había casi carros circulando por ser día festivo. En algunos instantes supimos la causa de la prisa del imprudente chofer de la camioneta: lo venía persiguiendo un tropel de policías motorizados. Quien sabe cual delito había cometido: ¿un robo, un secuestro tal vez? Nunca lo supimos, pues estacionamos nuestro carro para darle paso a la nube de motos que tomaban parte en la persecución del fugitivo. Tampoco supimos si lo agarrarían, o si por el contrario lograría escapar. Esos hechos dejaron de ser noticiosos, y no aparecen en las   transmisiones radiales o las publicaciones de prensa.

No es mi intención ser dramático, sino realizar una simple reflexión.Tal vez lo que diga suene exagerado, pero no deja de ser cierto: no pude dejar de pensar en lo que hubiera podido suceder si en cambio de tres personas esperando en la taquilla del estacionamiento hubiera habido dos, o si en la cola para salir del parque nos hubiéramos tardado menos tiempo; si algún evento casual, en fin,  nos hubiera hecho salir unos cuantos segundos antes, provocando que nosotros ya hubiésemos estado en la transversal cuando el individuo de la camioneta en fuga la entrompó sin ningún cuidado. Tal vez a esta hora no lo estuviéramos contando. Tal vez nuestro vehículo hubiera resultado el obstáculo entre el hampón y su libertad, a costa nuestra. Unos segundos. Una tontería.

sábado, 22 de junio de 2013

Zíngara



Un librero amigo, Jesús Santana, conociendo mi afición por el rock clásico, me recomendó el libro "Zíngara: buscando a Jim Morrison", primera novela del escritor y guionista español Salva Rubio. No me dio mayores pistas sobre su contenido, pero supuse  por lo que sugería el título que podía ser de mi interés, y me lo llevé a casa. Lo terminé de leer en unas cuantas sesiones, espaciadas a lo largo de la semana. Aquí les dejo mis apreciaciones, tratando de no caer en ningún "spoiler" importante.

Mi primera impresión, debo confesarlo, fue de desconcierto. No se parecía en nada a lo que pensaba iba a ser el argumento del libro. Me esperaba una atmósfera imbuida en el espíritu hippie de la época, con viajes astrales provocados por sustancias prohibidas y apariciones de espíritus emisores de sabiduría. En cambio, me tropecé con un jovencito sabihondo - en mi cabeza lo asocié enseguida con Sheldon Cooper, y esa fue la imagen que me acompañó durante la lectura - torpe por su condición de salud, que tras su petulancia esconde  a una persona frágil en la esfera de los sentimientos pero poseedor de una fuerza insospechada. Y nos lleva en un "road trip" con sabores y olores hispanos, salpicado de anécdotas y peripecias muy divertidas, a lo largo de la geografía española. Nos topamos con unos cuantos personajes bien definidos, y unas situaciones bastante haladas de los pelos pero creíbles, al fin y al cabo. El ambiente de principios de los setenta está bien logrado, sobre todo tomando en cuenta que el escritor nació bastante tiempo después del espacio temporal en el que se desarrolla la trama. Se reconoce el trabajo de investigación realizado.

Algo que se le agradece a Salva Rubio es la selección musical que acompaña a la novela. Es un libro con "sound track", bastante bien escogido. Cada capítulo hace referencia a una frase de alguna canción de Los Doors, bastante relacionada con lo que sucede en él.

La prosa de Rubio es bastante fluida y amena, y su estilo narrativo -en primera persona y en presente durante casi todo el libro salvo en el prólogo y en el epílogo - da una agradable sensación de "tiempo real" que permite establecer  una gran empatía con el personaje principal, el cual al principio cae un poco pesado por su aires de geniecito adolescente, pero después se va volviendo más frágil y terreno, y uno llega a encariñarse con él. Más o menos lo mismo que nos sucede con Sheldon, al fin y al cabo.

En resumen, si bien no puede tildarse de obra maestra, Zíngara es una novela inteligente, bien lograda y que logra entretener, que es lo que uno como lector busca, al final del día.


miércoles, 12 de junio de 2013

El viejo y el ron (o el mojito y Ernesto)






Mojito cubano.

Ingredientes y utensilios necesarios:

1 ramita con hojas de Hierbabuena (5 a 7 hojas)

1 copita de jugo de limón

Azúcar blanca al gusto 

Hielo picado

1/2 taza de Ron blanco

1/2 taza de agua carbonatada (soda o agua mineral con gas)

Mortero, Cuchara, mezclador y 1 vaso alto. 


“Ernest Miller Hemingway (Oak Park, Illinois, 21 de julio de 1899 – Ketchum, Idaho, 2 de julio de 1961) fue un escritor y periodista estadounidense, y uno de los principales novelistas y cuentistas del siglo XX. Ganó el Premio Pulitzer en 1953 por El viejo y el mar y al año siguiente el Premio Nobel de Literatura por su obra completa.” (Tomado de Wikipedia).


Preparación:


Triturar en un mortero las hojas de hierbabuena, el azúcar y el jugo de limón, hasta sacar todos los jugos y mezclarlos bien. 


El primer contacto deja una marca indeleble, que va a privar sobre todas las percepciones posteriores. Y si pasa en la infancia, la impresión es tal vez más profunda. Por lo menos eso suele sucederme: ciertos objetos, personajes, lugares, se me quedaron registrados en la memoria de determinada manera y a partir de ese momento pasaron a ser así para mí, aunque la realidad sea otra. Por ejemplo, Hemingway. Lo asocio siempre con la primera imagen que le vi: un señor barbudo, canoso, de mirada amable y escrutadora. Es el hombre mayor de la foto que acompañaba el primer artículo que leí sobre él, cuando tenía unos 10 u 11 años. Del artículo no recuerdo mucho; sin embargo la imagen fue tan poderosa que se me instaló en el cerebro de manera permanente.


Un viejo: así es en mi percepción. Sin embargo, no llegó a cumplir los 62 años, una edad que dista mucho de la ancianidad. Se puede decir que murió prematuramente, incluso para los estándares de la época. Pero a despecho de su duración, la cantidad de experiencias que acumuló a lo largo de su vida fue tal que hubiera podido servir para llenar 80 o 90 años: desde conductor de ambulancias en la Primera Guerra Mundial, pasando por su estadía en Francia donde formó parte de la infame generación perdida, corresponsal en la guerra civil española, cazador en África, autonombrado capitán de tropas en la Segunda Guerra Mundial, pescador en Cuba. Estuvo al borde de la muerte en por lo menos par de  oportunidades. Amante de los deportes extremos, boxeador aficionado, jugador compulsivo. Y bebedor. Gran bebedor. Protagonista de borracheras memorables, en donde se perdieron amistades y otras se volvieron mucho más sólidas. Cabe preguntarse si fue tan buen escritor gracias  a la bebida o a pesar de ella.


Luego, se pone la mezcla en un vaso alto, se añade el ron y se remueve muy bien todo, agregando al final los cubos de hielo, preferiblemente en estilo frappé (picado). 


Hemingway echó raíces en Cuba durante los últimos quince años de su vida. Tal vez quiso vivir de cerca la gesta que los barbudos de Sierra Maestra libraban contra Batista, aunque hay voces maliciosas que insinúan que su única motivación era pescar agujas en el Mar Caribe, con la comodidad que le brindaba el trópico. Lo cierto es que se encontraba a gusto en la isla, y asimiló sin problema alguno sus costumbres y sabores. Entre ellos, el ron. Dada su inveterada afición a todo lo que tuviera que ver con las bebidas alcohólicas, era inevitable que se volviera asiduo al destilado de la caña, producto que alcanzó en Cuba su máxima calidad. ¿Y cuál mejor manera de tomarlo que en esa combinación refrescante de azúcar, limón, menta y soda? Quiero creer que lo de Ernest y el mojito fue amor a primera vista. Y de por vida. Acodado en la barra de la Bodeguita del Medio, solo o acompañado, a media luz, escribiendo el borrador de El viejo y el mar, el vaso nunca lleno, el vaso nunca vacío. La hojita de menta masticada al descuido, el calor del ron recorriendo su interior, la chispa de la genialidad en cada línea que ensucia de tinta el papel rayado. Ya va, ya va. Ernest escribía en los locales públicos cuando vivía en París y era pobre, tan pobre como para no poder pagar un apartamento con calefacción, y en invierno para no congelarse iba a bares en donde lo dejaban estar si pedía una copa eventual y se instalaba a escribir en una mesita del fondo, en donde no molestara mucho. Ya para cuando vivía en Cuba era bastante rico, tanto como para tener una mansión con piscina, y había adquirido el hábito de escribir en las mañanas, en una máquina Remington, tal vez empantuflado, seguro en pijamas. E iba a la Bodeguita tan solo para impregnarse del color local necesario para su relato, o más seguramente para ligar con alguna mulata risueña y licenciosa, cuando su esposa no estaba cerca. Porque para él nunca fue problema conseguir compañía femenina: tenía ángel y cuentos de sobra para ello.


Por último, se agrega el agua mineral con gas o agua carbonatada.


Hemingway fue más personaje que escritor. O mejor dicho, permítanme  refrasear: Hemingway fue el mejor personaje de Hemingway. Cada novela suya tiene algún rasgo autobiográfico, así sea de soslayo. Tal vez vivió su vida como se la imaginó para sus obras. Trató de habitar siempre en parajes exóticos, ajenos a su natal Illinois; se involucró en situaciones riesgosas durante toda su existencia; trató de absorber para sí toda la riqueza de los hechos que presenció o protagonizó a lo largo de su vida. Y cuando determinó que ya había experimentado todo lo que podía, o necesitaba, se descargó un tiro en la cabeza. Así de sencillo. A lo mejor hubiera preferido que ese proyectil proviniera del arma de algún enemigo de la causa que estuviera defendiendo en ese momento, pero estaba ya demasiado cansado como para embarcarse en otra aventura. Así que se fue a Ohio, aceitó su fiel escopeta con la cual abatiera a centenares de piezas de cacería, le introdujo una bala, y combatió la última batalla de su guerra particular: aquella contra una vida ordinaria y aburrida.

martes, 11 de junio de 2013

Humedad

La mancha de humedad del techo
amanece cada día más grande
comienza a permear
y gotea sobre mi cama

gotas espesas, del mismo color de la sangre
que brotó copiosa de tu cuerpo
(que yace con la yugular cercenada)
en el piso de arriba.

sábado, 8 de junio de 2013

Una mano a las palmas del Jardín Botánico



Generalmente la monotonía del lunes a viernes es reemplazada por la monotonía del fin de semana: nos quedamos anclados a los mismos asuntos triviales, el juego de fútbol en la televisión, el paseo por algún centro comercial, la película que hemos visto en 20 ocasiones. A veces vale la pena experimentar cosas diferentes, actividades que uno jamás pensaría que iría a hacer porque se alejan demasiado de la propia zona de confort. Es cuestión de arriesgarse a ver qué tal. Este sábado nos tocó una experiencia de ese estilo: atendimos la convocatoria hecha por Cristina Vaamonde, de Una montaña de gente, para hacerle un cariño al Jardín Botánico. La tarea estaba dirigida a sanear el palmeto del jardín, que se encontraba invadido de malezas y parásitos. Nos congregamos cerca de las 8:30 de la mañana en la entrada del lugar, y allí conocimos a nuestros compañeros de labor. Éramos alrededor de una docena de personas de todas las edades; es inevitable mencionar a la señora Rosalía, quien desde sus bien llevados 80 años de edad fue de las más entusiastas colaboradoras en la actividad.

Nos dirigió la biólogo Yaroslavi Espinoza, quien dio una breve explicación sobre la actividad que llevaríamos a cabo y también nos advirtió los potenciales peligros que entrañaba: caracoles africanos, alacranes y culebras incluidos. Eso no amilanó a nadie, y nos dirgimos en cambote al área a intervenir. De manera espontánea la gente se organizó, armada con guantes, tijeras de podar e incluso machetes, y en un par de horas el sitio quedó impecable.

El Jardín Botánico es un hervidero de actividades, los sábados. En los amplios espacios gramados se reúne gente a realizar actividades de todo tipo, meditación, yoga, tai-chi. Resultaba simpático estar podando matas mientras ellos asumían las diferentes posiciones de sus respectivas disciplinas.

Fue una actividad gratificante, de bajo impacto físico - cosa que se agradece, dada las precarias condiciones  de un servidor - y favorecida por un clima benévolo, que de cuando en cuando nos rociaba con una lluviecita insustancial. Y de paso fue una labor educativa, pues Yaroslavi nos daba pildoritas de botánica prácticas y amenas.

Cerramos la jornada haciéndole mantenimiento a un vivero de palmas que clama por su recuperación, y quedamos pendientes por otras jornadas similares. Realmente la pasamos de lo mejor, como lo atestiguan las fotos a continuación, tomadas por Marianella Ferrer.












viernes, 7 de junio de 2013

Viernes




Suena la musiquita triunfal del celular anunciando que son las 4:40 am y ya es hora de levantarse. Como de costumbre, le doy la primera ojeada a las notificaciones de las redes sociales y los correos electrónicos, pero repentinamente el celular se cuelga, y no quiere arrancar, dejándome incomunicado.El maldito bicho no responde ni siquiera al manido truco de sacarle la batería. Lo dejo así, pues no hay tiempo. Me pre-alisto para la primera etapa del día, transporte de una de las herederas al metro, y mientras tomo el primer café del día se va la luz (por suerte hubo tiempo de que se colara). Paciencia, tocará hacer las cosas a oscuras. Regreso a casa y sigue la oscuridad. Procedo al alistamiento completo para ir al trabajo.Baño precario, agua fría. No me afeito, no vaya a cortarme.  Desayuno frío, por razones obvias. Ya en el carro, escucho las noticias que me lee la engolada y cavernosa voz de César Miguel: la inflación del mes de mayo fue de 6.1, la de alimentos del 10%, la anualizada roza el 30%. Y son apenas las 6:29 de la mañana.