sábado, 17 de agosto de 2013

Rating, de Alberto Barrera T.



Rating, o la televisión por dentro contada por alguien que la conoce de cerca. Leí la novela porque estaba en la casa: fue materia de estudio en una materia de comunicación social que estudia mi hija menor. Tal vez no la hubiera comprado por decisión propia, pues la televisión dejó hace mucho tiempo de estar entre mis intereses, y más esa televisión de novelas recicladas hasta la náusea. Sin embargo me gustó, principalmente porque conecté de inmediato con el personaje del escritor cincuentón. Al estar en la misma franja de edad establecí empatía con él, con sus achaques imprecisos, su temor a la vejez, su sentimiento de estar llegando al límite de su capacidad creativa. Y por haber experimentado la muerte de mi madre de manera parecida a la que él relata: los días de clínica, el esperar por el único desenlace posible, el tratar de insuflar esperanzas sabiendo que se estaba mintiendo adrede.

Es un libro que se lee fácil, pero no quiero decir con eso que sea simple. Ahonda en las personalidades de los tres personajes principales, y nos sumerge en sus motivaciones disímiles. Y, aunque antes dije que la televisión no está dentro de mis afectos, es innegable que está grabada a fuego en mi memoria, ya que, como  la mayoría de mis coetáneos, me crié enfrente de la caja boba, y tengo mi buena cuota de horas de telenovela, desde Lucecita hasta Por estas calles, que fue cuando decidí que ya era suficiente. Por eso cedí al chantaje, al morbo de ver como es el monstruo por dentro, cosa que Barrera maneja con mucha solvencia. La estructura de la novela, con dos narradores que se alternan y en algún momento llegan a confundirse, está bien llevada y mantiene la atención.

Y una cosa anecdótica: no sé si el episodio sobre la orgía en la que caen presos Izquierdo y Beatriz ocurrió en realidad, pero se me pareció demasiado a algo que pasó en las residencias en donde viví desde 1987 hasta 2007, en la California Norte: en el penthouse de la torre A hubo un escándalo parecido, con policía, patrullas y mucho cotilleo durante bastante tiempo. Quiero creer - el morbo vaya adelante- que el episodio que narra Barrera está inspirado en ese hecho.

Si tuviera que criticarle algo, sería la poca profundidad que le dio a los personajes que participan en el reality que sirve de base a la novela. Creo que los lectores quedan insatisfechos por la poca trascendencia que tienen en la trama, es como si fueran un relleno. Tal vez fue adrede, pero me hubiera gustado que ahondara un poco más en ellos.

miércoles, 14 de agosto de 2013

Un robo más en Caracas



Hoy me robaron el anillo de matrimonio. Si hubo algún objeto cercano a mí fue precisamente ese aro: durante 26 años, casi sin interrupción, estuvo ocupando la falange del dedo anular de mi mano derecha, en donde me lo colocó Mary el día en el cual nos casamos. El dedo presenta una marca, un adelgazamiento en esa zona. Un surco. Ese surco me recuerda que el símbolo de una de las mejores cosas que me ha pasado en la vida está ahora en poder de un malandro cualquiera, pero por poco tiempo. Quizá ya se deshizo de él. Será fundido, seguramente, y transformado en alguna otra cosa que nada tendrá que ver con su significado anterior.

Con todo y lo que representa el anillo, creo que en el momento lo que más me dolió fue la impotencia. La escena, típica: una cola interminable, los carros pegados parachoque contra parachoque, y un pequeño corredor por donde se mueven los motorizados. Estoy escuchando cualquier cosa en la radio, tal vez el final de "Los pasos perdidos". No ese programa ya terminó; ahora estoy oyendo a Vladimir Villegas haciendo la cuña del Lee Hamilton, y pienso que hace añales no piso ese restaurant mientras espero que el vehículo de adelante se decida a rodar otro poquito. De pronto siento que alguien golpea el vidrio de la puerta del copiloto. Volteo mi cara para ver que sucede, y el parrillero de una moto me hace una señal indicando que quiere mi anillo. En un primer momento no entiendo, y los gestos del hampón se hacen más insistentes, y señalan hacia su cintura. Me cae la locha, pero me resisto, durante una fracción de segundo; entonces el individuo, molesto, busca algo en un bolsito que carga el conductor de la moto guindado de su espalda. Decido entonces que mi vida vale más que la apuesta sobre si anda en realidad armado (aunque creo que la hubiera ganado) y con resignación me saco el anillo, abro el vidrio y se lo entrego. Le endilgo un mudo "el coño de tu madre", a manera de despedida. Me mira con indiferencia y la moto arranca a la velocidad que le permite el tráfico. Y yo me quedo como un insigne pendejo, sintiendo la ausencia de mi anillo, sintiéndome un poco estúpido, sin poder hacer absolutamente nada para proteger mi propiedad.

Hace poco, menos de un mes, a mi esposa le pasó lo mismo: ella sí vio el arma, a ella el ladrón la amenazó con "volarle el coco". Pude tomar la determinación de quitarme el anillo en ese momento y guardarlo en una gaveta. Pero decidí no hacerlo: hubiese sido como robármelo yo mismo, privándome de la sensación que me brindaba por puro miedo al robo, por la maldita precaución que nos impone esta ciudad inhóspita y a la que nos estamos acostumbrando demasiado. Decidí probar mi suerte, y perdí. Tan sencillo como eso. Ahora me consuelo pensando que al fin y al cabo era tan sólo un pedazo de metal. Un muy querido pedazo de metal.

domingo, 4 de agosto de 2013

El sartén de oro

Tenía un sartén destinado a freír huevos, en exclusiva. Mis hijas lo bautizaron sarcásticamente como "el sartén de oro", por el celo con el que lo trataba. Poco a poco el utensilio fue deteriorándose, y pasó a un honroso retiro. Compré otro "sartén de oro": porque uno de los derechos irrenunciables que tiene un hombre es el desayuno del domingo, compuesto por un par de huevos fritos como Dios manda.