Tenía un sartén destinado a freír huevos, en exclusiva. Mis hijas lo bautizaron sarcásticamente como "el sartén de oro", por el celo con el que lo trataba. Poco a poco el utensilio fue deteriorándose, y pasó a un honroso retiro. Compré otro "sartén de oro": porque uno de los derechos irrenunciables que tiene un hombre es el desayuno del domingo, compuesto por un par de huevos fritos como Dios manda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario