miércoles, 29 de mayo de 2019

El raspadero

El raspadero era italiano. Se paraba estratégicamente frente a la puerta del parque, todos los días, desde las primeras horas de la tarde hasta eso de las seis, seis y media si eran los días largos. Su negocio funcionaba por tracción de sangre: era una especie de gabinete con ruedas, de color rojo, en donde los objetos más resaltantes eran el aparato que convertía el traslúcido bloque de hielo en un fino granizado, mediante la acción de una manivela operada diestramente por el italiano, y la pareja de frascos llenos de jarabe: dos enormes cilindros con una llavecita hacia el fondo, mediante la cual se bañaba el hielo raspado que sobresalía como una media esfera por encima del vasito cónico, de papel parafinado. Él ofrecía dos variedades: colita y naranja. Alguna vez le pedí, medio en broma medio en serio, que me sirviera un raspado sin hielo, es decir, que me vendiera un vasito de puro melado; me dijo, muy circunspecto, que eso no podía ser, y que podía enfermarme si tomaba ese líquido puro, así era su concentración. No tengo idea sobre sus desplazamientos; no sé de dónde venía, ni a dónde se dirigía una vez concluida su jornada laboral. No recuerdo haberlo visto deambular por la calle empujando su armatoste. Lo que sí recuerdo es que me conocía, pues una vez, llegando al parque con mi madre, la saludó, e hizo un comentario sobre lo grande que estaba yo. Tal vez éramos sus clientes desde alguna época remota, sobre la cual no conservo memoria. Un medio costaba el raspado, y un medio y una locha si, además, uno reclamaba el “topping” (no se le decía así, en esa época, valga la aclaratoria) de leche condensada, que servía sobre la cúpula de hielo coloreado de rojo granate o naranja por medio de un dispensador cilíndrico, con una tapita cónica, que también usaban los perrocalenteros para servir las salsas. Quisiera recordar su nombre; debe haber sido Giuseppe, Filippo, Antonio, Gaetano, o algo por el estilo. Pero no lo sé. Lo único que recuerdo es esto que relato, y el sabor particular de esos raspados. Esa amalgama de hielo, jarabe y leche condensada; ese empalagamiento que debe acompañar toda infancia genuinamente feliz.

sábado, 25 de mayo de 2019

Bateador designado

Toda mi infancia y adolescencia transcurrieron en la zona de Sabana Grande. Nací en Bello Monte, y viví allí mi primera década. A comienzos de los 70 nos mudamos al edificio Bolivia, situado en la Avenida Libertador, entre la avenida Los Jabillos y la calle Negrín. Andaba yo por los once años, y comenzaba a ejercer cierta independencia que se manifestaba casi exclusivamente por medio de salidas a la calle, por los alrededores. Uno de los lugares predilectos quedada cruzando la anchísima (por la trinchera, que se atravesaba mediante una pasarela que estaba prácticamente frente al edificio) avenida Libertador: se trataba del Centro Comercial con el mismo nombre de la vía a la cual se asomaba, y cuya construcción estaba todavía en curso, creo recordar que en los detalles finales. Lo cierto es que sus estacionamientos todavía no inaugurados constituyeron un improvisado campo de juegos que nos permitió practicar varios deportes, siendo el predilecto siempre el de los bates, guantes y pelotas duras que comprábamos en la cercana Sabenca y forrábamos cuidadosamente con teipe negro, para tratar (infructuosamente) de proteger su superficie exterior, de cuero blanco cosido con hilo grueso, rojo. Las famosas “Spalding”, que de marca pasó a adjetivo para referirse a ellas. El beisbol era el juego que congregaba a la fauna preadolescente que hacía vida por los alrededores de la Libertador. Chamos de La Florida, La Campiña, de la misma Avenida, de la calle Las Flores que corre paralela a la antigua calle La Línea, de la Solano una cuadra más abajo, se asomaban a los vastos espacios -que luego se destinarían al estacionamiento de los vehículos visitantes del Centro Comercial- para organizar partidas de beisbol que duraban todo el día. De todos los muchachos que compartieron esos momentos con nosotros recuerdo particularmente a uno, cuyo nombre creo no haber sabido nunca. Por lo menos, de su boca no salió. No gozaba del don del habla. Algún acontecimiento en su temprana infancia lo había marcado de por vida. Nada se sabía con precisión, solo rumores que daban cuenta de una infortunada caída a los pocos meses de nacido,y que le procuró una lesión permanente en las vértebras del cuello. No sé si los rumores eran fundados, pero lo cierto es que el muchacho jamás pudo andar con la cabeza erguida. Le colgaba hacia un lado, como si no tuviese huesos que la sostuvieran. Como dije antes, no podía hablar. Lo más que hacía era emitir ciertos griticos cuando estaba emocionado, o excitado. Andaba siempre acompañado por otros dos muchachos, creo que eran sus primos. Luego supe que vivía en el Gran Colombia, casi al lado del edificio en donde quedaba nuestro apartamento. Nunca traté con él, la verdad sea dicha. No sabía cómo relacionarme, y me daba algo entre el temor y la pena. Me limitaba a ocupar los mismos espacios que ocupaba él, a mirar los mismos paisajes, a escuchar las mismas conversaciones de los mayores, y sus cuentos exagerados. Y pude atestiguar su momento de gloria. Un día lo invitaron a jugar pelota con nosotros. Parecía algo descabellado: era imposible que pudiera hacerlo. Pero el ingenio infantil elucubró la manera. Él sería una especie de bateador designado, solo que no batearía, sino que lanzaría la pelota con la mano, y correría hacia la primera base. Llegó el momento: se colocó sobre el home, tomó la pelota con su mano derecha, echó el brazo hacia atrás y luego, describiendo un arco casi perfecto, arrojó la bola sobre las cabezas de los infielders, y corrió como una exhalación hacia la esquina derecha del imaginario diamante. Unos pocos segundos duró su carrera, pero en mi recuerdo pasan como en cámara lenta: su cabeza bamboleando lado a lado, su flaco y desgarbado cuerpo ganándole la partida a la bola que regresaba el right fielder hacia la primera base, su pie izquierdo aterrizando safe sobre lo que fuera que hubiésemos puesto como sucedáneo de la almohadilla. Y, luego, la sonrisa de satisfacción que se dibujó en su cara, que pendía como siempre sobre uno de sus hombros.

domingo, 12 de mayo de 2019

La vida, la muerte y el tiempo




Hace poco, una mañana desperté pensando en la muerte, y tuve una especie de micro ataque de pánico. Fue una sensación casi física, una especie de estremecimiento que recorrió todo mi cuerpo, al asimilar la idea que un día cualquiera yo desapareceré para siempre, y no habrá más nada, para mí.

No estamos preparados para la muerte. Por lo menos, en la civilización occidental. A pesar de que es la única certeza que tenemos, a pesar de que las principales religiones prometen vida más allá de la vida, o reencarnaciones, lo cierto es que nadie quiere morirse. A menos de que tenga una enfermedad terminal, o problemas tan graves que la única manera de salir de ellos sea la muerte. Y entonces quienes reaccionan mal ante esa decisión son los deudos que pueda tener la persona.

Dentro de treinta años, la mayoría de mis coetáneos estará muerta. Dentro de cincuenta años, los que hoy andan por los cuarenta muy posiblemente ya habrán fallecido. Dentro de cien años, todas las personas que habitan hoy el planeta habrán desaparecido, salvo uno que otro caso de extrema longevidad. Nuestro paso por el mundo, comparado con la edad del planeta, ocupa un tiempo insignificante. En el mejor de los casos, un siglo, que es apenas un pestañeo para la historia de la humanidad.

Le damos demasiada importancia, demasiado peso, a la muerte. Creo que es por la incertidumbre. Después de todo, la vida es tangible, es lo único que tenemos. ¿Qué sucede al morir? Nadie que esté vivo lo sabe, y posiblemente nadie que haya muerto tampoco, porque tal vez no haya más nada. E intuyo que, en el fondo, casi todo el mundo lo sospecha, pues, de otro modo, encararía la muerte no como una ocasión luctuosa, sino como un viaje a otro plano, en donde se reiniciaría la vida desde cero. No es el caso para la mayoría de las personas: por lo general los velorios son tristes, solemnes, fúnebres. Hay varias razones para la tristeza, y una de ellas es saber que en algún momento seremos nosotros quienes estaremos dentro del ataúd. 

Sé que es un tópico, y que es fácil decirlo, pero no deja de ser cierto: no deberíamos preocuparnos tanto por la muerte, sino procurar sacarle el mayor provecho a la existencia. La única manera de extender la vida más allá de la muerte, por lo menos en este plano, es dejando alguna obra, o alguna huella en alguien. Empezando por los hijos propios, por supuesto, quienes los tenemos, pero no limitándonos a ellos. No nos hagamos demasiadas ilusiones, no obstante: dentro de doscientos años, y creo que me fui muy lejos, nadie nos recordará. Y, después de todo, eso no tiene ninguna importancia. De todas maneras habremos hecho nuestro aporte imperceptible, minúsculo, pero necesario, a eso que llamamos civilización.
  


lunes, 6 de mayo de 2019

Parque Central


Hoy nos tocó hacer una diligencia en la oficina del SAIME que está en la Torre Oeste de Parque Central. Tenía mucho tiempo sin ir allá; en realidad, no recuerdo cuál fue la última vez que estuve en ese complejo residencial, antes de hoy. Hay un muy conveniente estacionamiento en la Avenida Lecuna, justo al frente del Edificio El Tejar y a pocos metros de la torre, así que paramos el carro allí. La primera sorpresa fue el trato extremadamente amable de la persona que nos recibió, y nos permitió estacionar en un área reservada, sin pedir nada a cambio. Así que dejamos el carro sin mucho pesar, sin temores de un posible percance, y nos dirigimos a las oficinas. Nuestro trámite exige dejar pasaporte y cédula en manos de los funcionarios y regresar a la hora, lo que nos permitió hacer algo de turismo por los alrededores. La primera impresión que brinda la Torre Oeste es de abandono. Toda la actividad que se desarrolla allí ocurre en penumbra, lo que le da al sitio un aire lóbrego, casi de set de película distópica. Por supuesto las escaleras mecánicas no funcionan, y la mayoría de los locales están vacíos. Apenas vi abiertas unas oficinas del Ministerio Público, de defensoría del ciudadano, creo haber leído, y las del SAIME. En los balcones internos, unas grandes pancartas les desean a los usuarios feliz año 2015. Unas carteleras pegadas de las paredes informan sobre los trámites que se realizan allí, con una ortografía que dista mucho de ser prolija. Pero eso lo vimos luego, pues al momento de dejar la documentación en manos del personal, y advertidos que teníamos una hora de espera por delante, fuimos por un café para matar el tiempo. Recorrimos el largo pasillo comercial que atraviesa los edificios, que mantiene el mismo estilo descrito antes. La oscuridad es la norma. La iluminación provenía de los locales comerciales abiertos a esa hora, que no eran muchos: apenas los expendios de comida, el Farmatodo y un sitio de impresiones. Escogimos un local que nos pareció higiénico, y pedimos dos cafés que estaban bastante aceptables. Había mucha actividad en la zona, básicamente de personas haciendo colas: en la agencia del Banco de Venezuela, en el local de Farmapatria, y una, a cielo abierto -en un área interior del complejo que tiene unos muritos muy convenientes para sentarse a esperar- que era para “arreglar lo del carnet”, según le escuchamos decir a una señora. Mientras esperábamos en nuestros asientos de piedra, aproveché para apreciar el paisaje, de altísimos edificios de una arquitectura audaz, pero que acusan el deterioro causado por el tiempo y la falta de mantenimiento. Sin embargo, hubo algo rescatable: observé mucha vegetación en los balcones de los apartamentos. Casi una fe de vida. Quien se ocupa de cuidar matas siempre me ha parecido una persona consciente, con sensibilidad, y vi mucho de eso esta mañana, mientras esperábamos que los funcionarios terminaran de procesar nuestro trámite.

sábado, 4 de mayo de 2019

Pedro el afortunado



Salvo por la celebrada "El festín de Babette", el cine de Dinamarca es un perfecto desconocido, para mí. Anoche pude apreciar otra película danesa, llamada “Pedro el afortunado”. Es una de las ofertas más recientes de Netflix, cuyo catálogo sorprende con la incorporación de películas de todas partes del mundo.  Lykke-Per, como se titula en su idioma original, no es una película para todos; es más, sospecho que a la mayoría le parecerá lenta y aburrida. Su duración también atenta contra la simpatía que pueda general en la audiencia general, pues roza las tres horas. Sin embargo, yo la disfruté. Está basada en una novela de un autor danés, que fue premio Nóbel en 1917, Henrik Pontoppidan (del cual no conocía nada previamente, aclaro), y tal vez su enfoque literario me llevó a sentir empatía con la historia. Historia que, más que con la trama y los diálogos, se cuenta a través de los detalles visuales que va soltando el director. El manejo de la luz me pareció excepcional, así como la correcta adecuación histórica de ambientes y vestimenta de los personajes.

Este film tiene diversas lecturas: presenta el conocido dilema de la rivalidad irresuelta padre-hijo, la huída del hogar y el posterior arrepentimiento; también tiene una fuerte impronta religiosa, y contrasta la rigidez y morigeración de la familia cristiana del protagonista con la opulencia y alegría de la comunidad judía en la que hace vida su interés amoroso (como dije antes, los detalles revelan con mucha eficacia dicha contraposición). Y, por último, es un testimonio de cómo las ideas de progreso deben combatir contra los obstáculos de la tradición y la costumbre.

Comentario aparte merece la escenografía, tanto de interiores como de exteriores. La longitud de la película se debe, en parte, a la contemplación de los paisajes daneses, que el director prodiga con tal vez generosa frecuencia. Pero intuyo que es un recurso para justificar el temperamento de los personajes que deambulan por la historia de Pedro, el afortunado.