sábado, 23 de mayo de 2020

Bitácora del insilio. Día 72

¿Será que 20 años de incertidumbre, declive constante de la calidad de vida, paros voluntarios e involuntarios, apagones masivos, nos prepararon para esta contingencia? A más de dos meses desde que se informara el primer caso positivo de covid-19, pareciera que la colectividad supo amoldarse a la situación. Por lo menos eso es lo que percibo en mi entorno inmediato. No he visto escenas conflictivas en los contados sitios que frecuento (a saber, el automercado, la farmacia, la bodeguita –antes licorería- de Joao). En esos lugares la gente hace su colita respectiva, sin quejas, sin apretujamientos, tanto para entrar al local como para pagar al finalizar la compra. Claro, una cosa es la que puedo registrar en mi urbanización de clase media, colindante con un barrio poco conflictivo como lo es Altos de Lebrún, y otra la que sucede en zonas más candentes, en donde las protestas son cotidianas, así como la represión policial buscando acallarlas.

Pero la realidad es la realidad: miro con terror el marcador de gasolina del carro, cuya aguja se va alejando lenta pero inexorablemente del punto medio, y ya comienza a rozar el temido cuarto de tanque. ¿Cómo iremos a hacer cuando se acaben esos 10 litros de gasolina que acaso nos quedan? Llegará el momento en el que ya no se podrá usar el carro, pues al llegar al nivel de reserva habrá que tomar la decisión de utilizarlo solo para casos de emergencia. Entonces la calidad de vida descenderá un escalón más, obligando a hacer las diligencias a pie. Nada del otro mundo, por favor, pero si se pudiese evitar sería mejor. También otras preocupaciones, algunas más mundanas que otras, boicotean el sueño. El internet, la electricidad. El agua, sobre todas las cosas. No hay mente positiva que aguante un escenario así: incomunicados, a oscuras, secos. Hasta ahora no han fallado los tres a la vez, pero quien sabe hasta cuándo nos dure la “suerte” (patético designar como un escenario afortunado el disfrute de servicios que deberían darse por descontado). Mientras tanto, los barcos iraníes que vienen a solucionarle el problema de la gasolina momentáneamente al régimen parece que llegaron, o están por hacerlo. Algo que debiera ser vergonzoso para un país petrolero se nos vende como una jornada épica en la que se derrotó al imperio (apoyándose en otro imperio, el islámico, pero eso no está escrito en su guion).  Dudo que esa gasolina alivie las penurias de la colectividad. Esa gasolina será, en una enorme proporción, para el aparato policial, para los jerarcas, para los militares. Para alimentar las SUV blindadas de los bolichicos que todavía viven aquí. Pero para Pedro el taxista, Juan el busetero, Alcides el médico, no creo que alcance. Es que hay prioridades, saben.  


jueves, 14 de mayo de 2020

Cangrejo de Alaska




Víspera de la boda de mi hermana, por lo que puedo fijar con precisión la fecha: 27 de marzo, 1981. Un viernes, dado que la ceremonia ocurrió un sábado. Por alguna razón imprecisa, mi padre y yo pasamos ese viernes en el apartamento de Macuto, ese pequeño espacio uno –un cuarto un baño un balcón- cuyos escasos 50 m2 constituían el parnaso para mi papá, el auténtico reposo del guerrero. Desde que lo había comprado, en 1979, fue raro el fin de semana que no fuera visitado por mis padres, por lo general llevados por mí, que aprovechaba de rebote la independencia de disponer del apartamento de Caracas por entero durante dos días.

Teníamos un ritual, en esas bajadas semanales: antes de llegar al apartamento, hacíamos una parada en el restaurant Los Roques, que quedaba en la avenida Costanera, al lado del Hotel Macuto. Lugar de buen comer y beber, en sus mejores tiempos; de decoración vagamente marinera, en donde destacaba la madera y los detalles alusivos a lo marítimo. Su carta era abigarrada, pantagruélica, y representaba fielmente la bonanza por la que transitaba el país durante esos años, pues ofrecía mucha variedad de productos importados. Entre ellos, unas grandes tenazas de cangrejo provenientes de Alaska, el plato más costoso del menú. Y lo que pedía mi padre siempre, casi sin excepción. Yo, en cambio, solía despacharme una canoa de mariscos, ese plato que servían en dos mitades de piña, una rellena de frutos del mar y la otra de un arroz “salvaje”. Mi madre, que completaba el trío, pedía algo sencillo: un pescado, tal vez poché, acompañado de papas al vapor o, si se sentía aventurera, tostones con salsa de ajo.

Ese 30 de marzo de 1981 las cosas fueron distintas. No éramos tres comensales. Y no pedí la canoa. Mi padre me preguntó por qué no pedía su plato predilecto. Yo tenía una razón secreta: me parecía carísimo. 80 Bs, el doble de lo que costaba mi comida de elección. Por supuesto que no se lo dije, pero él lo adivinó. Y, sin esperar mi respuesta, ordenó por mí. Por primera vez tuve delante de mí esas enormes tenazas, envueltas en su caparazón que había sido fracturada para poder extraer con comodidad la carne sin perder la parte pintoresca del asunto. A distancia de casi cuatro décadas, no puedo decir sin pecar de fantasioso qué tal estuvo esa degustación. Supongo que divina. Lo que sí puedo asegurar es que esa noche fue sumamente nostálgica para mi padre, pues sabía que a partir del día siguiente ya no estaría su hija en casa. Y tal vez quiso sellar un pacto de camaradería conmigo, algo que había postergado durante tanto tiempo. Ese cangrejo fue una especie de ritual de iniciación, un gesto atávico que sella un pacto frente a un sacrificio animal. No conversamos mucho esa noche; no fue muy diferente a las demás. Pero algo había cambiado. Ambos lo supimos.


domingo, 3 de mayo de 2020

Bitácora del insilio. Día 52


Esta tarde paseaba a la perra, alrededor de las 5, y escuché un sonido parecido a un tableteo, lejano; amoritguado, pudiera decirse. En un primer momento no lo supe identificar; llegando a la esquina, vi que en una casa había una alfombra de esas grandes, estilo persa, colgada de una cuerda, en el jardín. Entonces supuse que el sonido era producido por alguien que le sacudía el polvo a la alfombra, con un palo. No volví a pensar en el asunto hasta que, un poco más tarde, ya estando en la casa, el sonido volvió a producirse y, al mismo tiempo, en twitter informaban sobre la balacera que se estaba produciendo en el barrio José Félix Ribas, de Petare. En línea recta, pueden haber un par de kilómetros desde mi casa hasta ese lugar. A la hora que escribo esto, 8:38 pm, todavía suenan ráfagas dispersas. Hay fotos de balas perdidas llegando a lugares tan distantes como Lomas del Ávila. Y uno se pregunta para qué tenemos una fuerza militar, que para lo que sirve es si acaso controlar las manifestaciones opositoras, o lucrarse con el tráfico de gasolina. Este es un país sin ley, sin autoridad para las cosas importantes, como proteger en momentos así a la población. Es indignante.