viernes, 28 de febrero de 2020

Lo único seguro es la muerte


A pesar de que mi fuerte siempre fue el ramo de seguros, durante mi vida profesional tuve la oportunidad de desarrollar aplicaciones para las actividades más dispares: disqueras, casas de bolsa,  importadoras de licores, fabricantes de agregados livianos para la construcción, camas de bronceado, y muchas otras. Pero lo más inusual y tétrico que me tocó estuvo relacionado con el ramo funerario. Más concretamente, la venta de servicios fúnebres por adelantado: pague ahora y muérase después, digamos. Era una empresa de seguros de la corporación de Funerarias Vallés, evidentemente especializada en el ramo funerario.
Para acentuar el aspecto tenebroso del asunto, la compañía tenía sus oficinas en la misma quinta en la que se efectuaban los velatorios.  Eso significó que las reuniones de trabajo se efectuaran pared de por medio con  los velorios, con la inevitable contaminación auditiva y olfativa que se puede esperar en esos ambientes.  Como era natural, nuestros interlocutores estaban acostumbrados a ello, por lo que no daban muestras de incomodidad alguna cuando alguno de los deudos del difunto se desahogaban en llanto y lamentaciones. Pero para mí, por lo menos, era bastante penoso, también por el hecho de que en ese mismo lugar habíamos velado a mi padre algunos años atrás, y era inevitable revivir esos momentos de dolor. Como corresponde en esta profesión, nos tuvimos que empapar de todos los detalles del negocio, así que por un tiempo nos familiarizamos con términos como servicios funerarios, ataúdes, cementerios, y todo lo que gira alrededor de esa actividad tan inevitable como lucrativa para quien la presta.
Un día nos ofrecieron un recorrido por las instalaciones, cosa a la que accedimos muy a nuestro pesar. Era un día de poca actividad: apenas una de las capillas velatorias estaba ocupada, con muy pocos deudos congregados, tal vez por la hora, las siete de la mañana. Nuestro guía nos fue llevando por todas las áreas de la funeraria: las capillas, las salas de descanso y el depósito de urnas. El lugar estaba sumido en una semipenumbra, por lo que nos tomó un tiempo acostumbrarnos a la oscuridad. Allí nos mostró todos los modelos de ataúdes disponibles: desde los más económicos, de latón dorado, hasta unos que derrochaban lujo, de maderas preciosas con incrustaciones de metales nobles. Al fondo del depósito había una puerta, cerrada. Le preguntamos al hombre sobre ella, y nos dijo que era la entrada al cuarto en donde arreglaban a los muertos. Nos preguntó si queríamos entrar, pero nuestra curiosidad no dio para tanto, y más bien hicimos el ademán de devolvernos. Pero en ese momento se abrió la puerta, y un vaho indescriptible nos arropó. Una mezcla de perfumes, alcanfor y cloroformo que no lograba enmascarar por completo el olor a descomposición.  Por la puerta salió caminando con despreocupación un hombre vestido con un mono verde, parecido al de los enfermeros de hospital. Llevaba en la mano un sándwich a medio comer. Tras saludarnos, se dirigió hacia una de las esquinas del depósito, y abrió la puerta de una neverita, que alumbró momentáneamente el lugar gracias a su luz interior. Extrajo de ella un pote de jugo, y se regresó a su cuartico, a terminar su desayuno y, tal vez, su labor pendiente.

viernes, 14 de febrero de 2020

Personajes, personalidades

A lo largo de más de treinta años de vida laboral, es inevitable haber tratado con una gran cantidad de personas. Uno puede armar una nutrida galería virtual con la gente que conoció a través del trabajo. Gente de todo tipo, de todos los estratos sociales, de las profesiones más disparatadas. Desde dueños de modestas empresas hasta ministros. Y, eventualmente, también personajes interesantes. 
Uno de ellos fue el inefable M.J. Cartea. La primera vez que lo vi fue cuando entró a las oficinas que compartíamos con una empresa de refrigeración, en la Torre Cemica, el edificio de Chacao tristemente célebre por el incendio de los años 80. Era de tarde avanzada, casi lindando con la noche, cuando escuchamos el timbre. Al abrir, precedido por la persona que nos lo iba a presentar, vimos pasar a un hombre cuyos atributos más resaltantes eran su gran tamaño y el pelo engominado, peinado hacia atrás. Traía en la mano el libro “Técnica del golpe de estado”, de Curzio Malaparte. Me llamó la atención ese hecho, pues precisamente estábamos todavía bajo los efectos de los golpes del 92, y había rumores frecuentes de nuevos levantamientos. De Cartea no sabía mucho en ese momento, salvo haber leído la pinta “Cartea fascista” en algunas paredes de La Florida. El propósito de su visita fue proponernos que lo acompañáramos en un proyecto para la modernización de los hospitales públicos. Quería que nosotros fuéramos su apoyo tecnológico en lo concerniente a la automatización de las actividades administrativas de los centros de salud, que estaban sumidas en un caos. A partir de ese momento tuvimos algunas reuniones de trabajo, e hicimos visitas al Hospital Clínico Universitario y al JM De Los Ríos. Pero ese proyecto, como muchos otros que tuvimos en la mira, no pasó de la etapa embrionaria, y creo que no llegamos siquiera a la formulación de la oferta. Sin embargo, conservamos el contacto con él, y logramos cristalizar un trabajo para uno de los ministros sin cartera de Ramón J. Velásquez; creo que fue Ramón Espinoza, encargado de la Secretaría de la Presidencia. Se trató de un software para el control de las actas de reuniones, si mal no recuerdo. En todo caso, tuvimos la oportunidad de conocer en persona al ministro, y conversar brevemente con él. Como breve fue su permanencia en el cargo, por otra parte: a los pocos meses culminaría el período presidencial de Ramón J., opacado por la desafortunada firma del indulto aquel. Pero, en el plano personal, la actividad que más me gustó, entre las que nos involucró Cartea, fue la de visitar la sede de la Editorial Monteavila, para revisar una de las computadoras. Allí me presentó a Rafael Arraiz Lucca, presidente de la institución para la época, cosa que para mí, un lector ávido de la prensa cultural, y coleccionista de los volúmenes de Eldorado, fue un gran privilegio. Mientras yo revisaba el equipo, Arráiz y Cartea conversaron largamente; si algo tenía Cartea era labia, y capacidad para pronunciar frases brillantes y descollantes. Esa fue también la última interacción que tuvimos con MJ; con el cambio de gobierno, decidió aceptar la oferta de irse a Valencia para asesorar al recién electo alcalde, y más nunca lo vi. 
Más o menos en la misma época, paralelamente con las actividades que comenté en el párrafo anterior, comenzó nuestra colaboración con una de las empresas pioneras en el campo de la computación especializada para el ramo de la construcción: CSP, acrónimo de Computación y Servicios Profesionales. Todo ingeniero que haya trabajado en Venezuela durante los años 90, haciendo presupuestos para la construcción, debe haber consultado las guías de precios que con cadencia periódica publicaba esa empresa. Se trataba de unos gordos volúmenes que contenían los precios actualizados de todos los implementos, materia prima, repuestos y demás periquitos usados en la actividad. Era la Biblia a la que estaban suscritas todas las empresas del ramo, hasta bien entrado el siglo XXI. Nuestra asociación comenzó de manera fortuita: ellos habían publicado un aviso en prensa buscando desarrolladores en Clipper para un proyecto, y nosotros mandamos nuestras credenciales. Al parecer quedaron satisfechos con lo que leyeron, pues nos convocaron a una reunión, y quedamos contratados para codificar un sistema concebido para la empresa EDELCA. Nuestro contacto directo, y la persona designada para dirigir el proyecto, se llamaba Calixto Meza. He conocido pocas personas tan folckóricas como él. Era un tipo de aspecto aindiado, con bigotes chorreados, que conducía un Camaro todo desperolado y tenía los cuentos más estrafalarios que pueda recordar. En un principio las cosas anduvieron por un camino áspero, para decir la verdad. Nuestras metodologías de trabajo eran muy distintas, y tuvimos que amoldarnos a las de la casa que nos estaba contratando, lo que ameritó una curva de aprendizaje que atentó contra el avance del proyecto y, por ende, nuestro flujo de caja, pues nos pagaban por entrega efectiva. Sin embargo, con ellos apareció otra oportunidad de negocios, que contribuiría a equilibrar nuestras inestables finanzas. A CSP la contrataron como ente contralor en un proyecto para la automatización del SARPI, el servicio autónomo para el registro de la propiedad industrial. El presidente de CSP en persona iba a ser el líder de esa actividad, y me llamó un día para ofrecerme ser su apoyo técnico en tal labor. En el plano profesional no constituyó un gran logro, pues al final terminé siendo una especie de secretario de actas, redactor de las agendas y los alcances de cada una de las reuniones que sosteníamos religiosamente todas las semanas en las oficinas del SARPI, que quedaban en la Torre Norte del CSB. Pero sí fue rentable en el aspecto gastronómico: una vez por mes, aproximadamente, la empresa contratada para el desarrollo del software nos invitaba a almorzar en alguno de los restaurantes más conocidos de la ciudad. En uno de ellos, el Lar del Jabugo, propiedad de Ángel Lozano, nos tocó una situación bastante penosa. Habíamos ordenado un arroz negro, que compartiríamos los cinco o seis comensales que ocupábamos la mesa. Dispusieron la gran paellera en el centro, nos sirvieron un plato generoso a cada uno, y comenzamos a comer. De pronto, uno de los invitados dijo “¡Peligroso!” y nos mostró el objeto que había mordido en su último bocado: un trozo de vidrio. Lo indignante fue la reacción del personal del local: se limitaron a retirar la paellera, con la simple excusa de que “son cosas que pasan”. Ni un méndigo trago de la casa nos ofrecieron como para suavizar el “impasse”. Este trabajo significó para mí transcurrir muchas horas junto con el presidente de CSP, para trazar estrategias, revisar las agendas y las actas de reunión, y pensaba que había llegado a conocerlo medianamente bien. Sabía que había estudiado en Londres, en donde se casó, y luego regresó a Caracas para montar su empresa, que en un principio operó en el edificio de la Electricidad de Caracas, pues era cuñado de uno de los Machado, y eso le abrió las puertas. A pesar de que por sus conversaciones daba a entender que conocía a muchos dirigentes políticos, sobre todo de izquierda, nunca emitió en mi presencia opinión alguna que dejase traslucir su posición ideológica. Por eso fue toda una sorpresa para mí saber, muchos años después de que terminara nuestro trabajo en conjunto, que Juan Carlos Parisca, tío de María Corina Machado, había sido el guerrillero conocido con el alias de Comandante Pedro Manuel, que participó en la Brigada 31 bajo las órdenes de Argimiro Gabaldón. Como memoria de esa época dejó escrito un libro, llamado precisamente “La brigada 31”.

viernes, 7 de febrero de 2020

Mosca con el queso

El episodio más pintoresco de mi vida laboral ocurrió alrededor de 1993. Estaban frescas las heridas de las dos intentonas golpistas del año anterior, pero había algo nuevo en el acontecer político: la descentralización. Contra todo pronóstico, la asonada de noviembre no impidió la realización de las primeras elecciones regionales que se dieron en Venezuela, y los nuevos mandatarios estadales y municipales fueron electos por el pueblo. Esto significó una apertura inédita, y también un nicho de negocios interesante, pues las autoridades recién electas venían con espíritu de renovación. Gracias a ese afán innovador, fuimos contactados por una persona, que había trabajado con la esposa de uno de mis socios, pero que se había regresado a su terruño de San José de Guaribe para colaborar con el alcalde recién electo. Nos había buscado porque sabía de nuestra línea de negocios, y el nuevo burgomaestre estaba interesado en automatizar algunas funciones administrativas en la alcaldía. En esa época no le decíamos no a ninguna oportunidad de negocios, por remota que fuera, así que un día cualquiera de la semana, a las 6:30, mi socio y yo estábamos enfilando rumbo a oriente en mi Malibú 84, cuya máquina recién había sido rectificada. Ese viaje también me serviría para “sacarle el rodaje” al motor, y para evaluar qué tan bien había salido el trabajo. 
No recuerdo por cual motivo decidimos tomar la vía que atraviesa el parque Guatopo, para conectar con la carretera de Los Llanos. El caso es que nos fuimos por allí, cosa que no tardamos mucho en lamentar. La vía, a pesar de transitar por un paisaje hermoso, de densa y variada vegetación en la cual destacaban los líquenes y los helechos, además de las enormes uñas de danta y otras plantas de grandes hojas, estaba en unas condiciones pésimas. Eran más los tramos de tierra que los asfaltados, y entre la maleza que invadía el camino y los huecos que lo perforaban, avanzábamos a paso desesperantemente lento. Tras un par de horas dejamos atrás esa maltratada trocha, y pudimos elevar un poco la velocidad en las largas rectas de la carretera que nos iba a llevar hasta nuestro destino. Creo que hicimos tal vez una parada para cargar gasolina y tomar café, pero a toda prisa, pues el reloj avanzaba implacable hacia las 10, hora en la que habíamos pautado nuestro encuentro con quien nos había contactado. 
Por fin llegamos al pueblo. Era parecido a todas las poblaciones de la zona: largas calles polvorientas, flanqueadas por casas de un piso, despintadas, y una que otra construcción un poco más elevada, que llamaban edificio. Poca gente transitando las calles, la mayoría a pie o en bicicleta. A esa hora ya el sol pegaba fuerte, así que los habitantes parecían resguardarse en el poco fresco que pudieran hallar bajo techo. Ni mi socio ni yo teníamos idea sobre la ubicación de la casa de nuestro contacto; solamente teníamos anotada la dirección en un papel. Así que tuvimos que recurrir a los locales para que nos hicieran la caridad de orientarnos. Por suerte, en ese pueblo todos se conocían, así que bastó con preguntarle a una persona para que nos indicara el camino al lugar que estábamos buscando. 
Valga acotar que yo no había visto jamás a la persona que buscábamos, pues el contacto había sido a través del socio que me acompañaba. Así que no me causó ninguna impresión ver a un hombre sentado en el porche de la casa, en shorts, franelilla y cholas petroleras, sentado detrás de un cuñete de pintura y enfrascado en una actividad que no me era familiar. Pero quien sí se alarmó fue mi socio, quien al verlo le dijo, tras saludarlo: “¿Qué estás haciendo?¿No tenemos una reunión con el alcalde dentro de un ratico?” a lo que el tipo respondió, con una calma inconmovible: “Gua, estoy haciendo queso, ¿no ves? No hay prisa, total el alcalde no llega sino a mediodía”. 
Después de esa recepción, no nos quedó más remedio que amoldarnos a la particular concepción del tiempo de ese remoto lugar, y buscamos refugio bajo unos árboles, mientras esperábamos a que el hombre culminara su labor, se vistiera y nos acompañara a la alcaldía, que quedaba, como de costumbre, al lado de la Plaza Bolívar y frente a la iglesia. 
El interior de la alcaldía no era ni mejor ni peor de lo que me esperaba. Tenía la misma estética de todas las dependencias gubernamentales que había conocido en mi vida: paredes desconchadas, escritorios pesados, metálicos, grises, algunas sillas desperdigadas, varias máquinas de escribir y, como casi único ornato, las fotografías del presidente de la República, el gobernador del Estado y el flamante alcalde del pueblo, en orden de jerarquía y tamaño, colgadas de uno de los muros del local en el que aguardábamos a ser recibidos. 
Nuestro contacto no había exagerado con respecto a la hora de llegada del funcionario: eran las doce pasadas cuando el hombre llegó, con gran escándalo, saludando a todos los empleados por su nombre. Se detuvo un momento a conversar con nosotros, luego de que nos presentaran; le preguntó a nuestro acompañante sobre sus actividades, y él le refirió con bastante orgullo que esa mañana había fabricado ocho kilos de queso, a lo que el alcalde manifestó su complacencia; después, nos comentó someramente los planes que tenía para la alcaldía, y se dirigió a su despacho. Nuestro acompañante se le pegó detrás, entró con él, y tras unos minutos salió, para decirnos: “Cuánto lo siento, vale. Perdieron el viaje; hoy el hombre está muy ocupado, pero la semana que viene segurito los atiende”. Supongo que nuestra cara de decepción y enojo fue bastante evidente, pues se nos ofreció como guía turístico; nos llevó a almorzar, y luego a conocer una quesera. Del almuerzo no guardo memoria; de la quesera sí, y no es muy agradable: nunca había visto tal cantidad de moscas juntas, sobrevolando las grandes piletas en donde se procesaba la leche con el cuajo para producir el queso típico de esa región. No nos fuimos con las manos vacías: nos regalaron algunos envases con muestras de sus productos.
A las tres de la tarde, aproximadamente, emprendimos el regreso a Caracas, tras uno de los días más improductivos de nuestra empresa. Huelga decir que más nunca pusimos pie en San José de Guaribe, a pesar de la insistencia posterior de nuestro conocido. Si así había sido el recibimiento, no pensábamos averiguar cómo sería la negociación. Al perro lo capan una sola vez, diría un llanero.