lunes, 12 de diciembre de 2016

Cuentos de guerra

Las penurias que se pasan en la vida a veces nos hacen pensar que la situación por la que se está atravesando es lo peor que nos puede ocurrir. Pero siempre hay chance de empeorar. Y poniendo en perspectiva las cosas, podemos darnos cuenta de que la historia de la humanidad está llena de avatares terribles, y cíclicos.

Esto viene a cuento porque hace poco hice un comentario sobre las condiciones de vida de mi mamá en la segunda guerra mundial, y cómo sus padres se la ingeniaban para hacerles más llevaderas las existencias a sus tres hijos, sobre todo en la época decembrina. Y escribir eso me trajo a la memoria un relato que solía contar mi madre. Ella, junto con sus dos hermanos, fueron llevados a un sitio lejano de la ciudad, en las montañas vecinas. Eso porque Verona, la ciudad de donde provenían era, por su ubicación estratégica en la geografía italiana, el lugar por donde pasaban las vías férreas que comunicaban el norte con el sur, y fue un blanco predilecto para los bombardeos. Contaba mi madre que veía a sus progenitores muy de vez en cuando, pues ellos no podían abandonar la ciudad ya que debían trabajar a pesar de la guerra. Desde el sitio en donde estaban tenían visual hacia Verona. Y fueron testigos de un espectáculo a la vez fascinante y terrible: para bombardear durante la noche, iluminaban la ciudad con unos enormes globos aerostáticos que actuaban como espejos que reflejaban de la luz producida por potentes reflectores apuntados hacia ellos. Era una visión casi metafísica, y dentro de su horror, hermosa. Podían ver claramente la ciudad, y también los cientos de bombarderos que dejaban caer su carga mortífera sobre zonas de algún interés estratégico, pero por supuesto sin que faltaran los daños colaterales. Como es natural, la pregunta que nunca se hicieron en voz alta, por no hacer falta, era: ¿Estarán todavía vivos mis padres? ¿Se habrán salvado otra vez del bombardeo?

Este es uno de los cuentos que echaba mi madre. Tal vez el más vistoso, pero no el más duro. Quién sabe cuántos se habrá reservado, ya sea por pudor o por no querer remecer aún más el pasado.

domingo, 27 de noviembre de 2016

La calle de Armando

Uno nunca termina de conocer a una ciudad, ni siquiera aquella que ha habitado durante toda su vida. Y si es una urbe que se desparramó de manera avasallante sobre todo lo que hace unos 60 años era su periferia, las "parroquias foráneas" de la geografía política de la primera mitad del siglo pasado, pues mucho más.

Ayer nos tocó conocer un trozo de Caracas que, a pesar de estar enclavado en todo el corazón de la zona donde viví durante mi juventud, nunca había tenido ni la necesidad ni la curiosidad de visitar. Poco importa cuál es el lugar exacto, puede ser cualquiera. Bástese decir que se trata de una zona vastamente urbanizada, que de ser residencial trocó a un uso mixto, donde lo comercial tiene preponderancia. Las antiguas casas unifamiliares mutaron a hoteles de alta rotatividad, algunas, mientras que otras desaparecieron para hacerle lugar a grandes edificios de apartamentos vendidos como propiedades horizontales.
Nuestro destino estaba tras una caseta de vigilancia, que no produjo freno alguno. Bastó un medio saludo con la mano hacia el vigilante, para que éste levantara la barrera. Una estrecha calle serpenteaba frente a nosotros. El paisaje, de netamente urbano, trocó a una especie de ruralismo. Pequeñas casitas se apiñan a lo largo de la vía, alternadas con algunos galpones. Hay de todo: fachadas primorosas, bien cuidadas, con matas que  crecen de manera ordenada, y construcciones que no saben del cariño y ostentan matorrales al descuido. El parque automotor también es variopinto: carros recientes contrastan con anticuallas de los años 70. Un poderoso Javelin, muy bien mantenido, es la pieza mecánica más resaltante. Tal vez el clima lluvioso de la tarde contribuyó a acentuar el aspecto bucólico del lugar, pero tuve la impresión de haber recalado en algún pueblito de la carretera trasandina.
La estrecha calle no lleva a ningún lugar. Acaba en una especie de redoma, remate de calle ciega que permite a los vehículos dar vuelta para regresar por donde vinieron. Antes de llegar a ese destino, empero, al lado de una zona libre de casas, se erige un toldo como los de las casas de fiesta. Debajo del toldo la decoración emula un bar, donde predomina el color negro. Una cartelera informa la oferta espirituosa que se puede consumir en el improvisado botiquín. Destacan nombres de coctéles exóticos. El lugar está desierto, tal vez por la hora. Todo hace presumir que su función es nocturna.
No pudimos materializar nuestras intenciones, que nos llevaron a conocer ese lugar pintoresco de la ciudad. La lluvia que se desató pertinaz y la imposibilidad de conseguir un lugar cercano para estacionar nos hicieron desistir. Nos despidió la efigie de Reverón, vaciada en bronce, especie de guardián de esa callecita que lleva su nombre.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Digan lo que digan, la luna tiene siempre el mismo tamaño

Un día, cuando estaba pequeño, mi padre llegó a casa con una novedad, que venía dentro de una caja. Al desambalarla, vi con asombro que su contenido constaba de dos pelotas. Pero no eran pelotas para jugar: Una de ellas, la mayor, tenía un soporte semicircular que permitía darle vueltas, y era de todos los colores, aunque predominaba el azul. Y tenía muchísimas letras estampadas sobre ella. Yo no sabía leer todavía, y me explicaron que eso no era un juguete, sino un globo terráqueo. Allí estaban todos los países del mundo, me dijeron. "¿También Venezuela?" "¡Claro!" "¿I Italia?" "También". No seguí preguntando, porque allí se acababan mis nociones de geografía planetaria.
La otra pelota era bastante más pequeña, y gris. También tenía nombres sobre ella, pero no tenía un soporte como su hermana mayor, sino que venía sobre una pieza de plástico que simulaba rocas. "Esa es La Luna", me dijeron. Al principio la miraba con veneración, como lo hacía con el globo terráqueo. Pero poco a poco fui agarrándole confianza, y cuando nadie me veía la tomaba en mis manos, y pasaba largos ratos examinándola, recorriendo con las manos sus protuberancias y depresiones.
Cuando aprendí a leer, supe que tenía lugares llamados "mar de la serenidad", "Mar de la tranqulidad", "Océano proceloso", lo que me llamaba mucho la atención porque por otra parte sabía que en la Luna agua no había, pero no indagué más. Poco a poco mi familiaridad con aquel objeto se convirtió en abusiva, y ya lo usaba como pelota de fútbol. La pobre fue descascarándose y deformándose, hasta que un día no dio más y se abrió por la mitad. El bajante de la basura fue testigo de su baja deshonrosa de los activos de mi hogar, baja obligada por su degradación de objeto para el estudio a implemento deportivo. Así que la Luna, digan lo que digan, para mí tiene siempre el mismo tamaño: una pelota de unos 20 cm. de diámetro.

viernes, 18 de noviembre de 2016

La religiosidad perdida

En la actualidad, mi postura hacia el tema religioso es un agnosticismo cada día más fundamentado. Tal vez, más que agnóstico, sea escéptico. Tanto he visto, leído y escuchado, que he perdido la fe.

Pero no siempre fue así. De pequeño, a pesar de que mi hogar no fuera muy dado a la religiosidad, le tomé gusto a la ceremonia de la misa, y me la pasaba ojeando el misal con el que mi hermana se había catequizado. Era bastante antiguo, de portada nacarada,  y era de la época cuando la misa todavía se efectuaba en latín. Recuerdo las ilustraciones: en ellas un cura, de espaldas a los feligreses, celebraba la ceremonia, y a pie de página aparecían unos latinazos de los cuales trataba de entender el significado. Todo me parecía entre místico y misterioso, y podía pasar horas estudiándolo. Eso fue, conjeturando, cuando tenía alrededor de seis o siete años, ya que sabía leer con cierta capacidad de entendimiento.

Un poco más tarde ocurrieron dos hechos, más o menos en paralelo, que cimentaron más mi incipiente acercamiento a lo religioso: mi propio proceso de catequesis, y la afiliación a una revista parroquial italiana, llamada "El mensajero de San Antonio". Dicha afiliación fue cortesía de la conserje del edificio en donde vivía, una señora bastante mayor y, creo, beata; sin mayores obligaciones ni distracciones, dado que no estaba casada ni tenía hijos, volcaba toda su necesidad de familia hacia los inquilinos, y nosotros,por ser italianos y de la misma región que la conserje, teníamos rango de consentidos. La revista tenía cadencia mensual, y yo aguardaba con ansias su llegada, de manos del cartero. Según recuerdo, era bastante variada, y abarcaba, además del inevitable artículo piadoso que era el centro de cada número, en el cual se documentaba algún episodio de la vida de uno de los miembros del vasto santoral, temas de cultura general, deportivos, geográficos. Tenía su sección de humor y una de cartas al director, en la cual se ventilaban asuntos de la más variada índole. Yo mismo me inauguré en el género epistolar enviándole una misiva que contenía la siguiente pregunta: "¿Cuál es el origen de mi nombre?". Un par de meses después tuve la satisfacción de ver por primera vez mi nombre en un medio impreso.

Con respecto a mi catequesis, recuerdo dos ansiedades: la referente a la confesión, a pesar de que a esas edades no tuviera alguna cuota de pecados dignos de ese nombre, y el aspecto técnico de la materialización de la comunión, simbolizado en la ingestión de la ostia: ¿se podía partir, o era pecado?¿había que dejarla disolver sobre la lengua antes de deglutirla? Por supuesto, recuerdo las clases de religión previas al acto, y mi dedicación meticulosa al estudio del evangelio. En ese momento no cuestionaba nada, y todo lo que se me decía pasaba sin filtros a ocupar alguna parte de mi cerebro, desde donde controlaba y censuraba todos mis pensamientos y actos, no fueran a ser impuros. Creo que mi iniciación en el mundo religioso  fue el primer gran evento del que tengo memoria, desde los prolegómenos que incluyeron la elaboración de mi primer (y único, hasta los momentos) traje hecho a la medida por un sastre, hasta su cierre con una recepción en las entonces nuevas y elegantes instalaciones de La Casa De Italia. Curiosamente, de lo que no guardo grandes recuerdos es de la misa en sí.

En los meses siguientes a ese acto mi vida sufrió algunos cambios, el mayor de los cuales fue la mudanza hacia un apartamento mucho más grande, en el cual tendría mi cuarto propio (donde, todo hay que decirlo, cometería posteriormente uno que otro pecadillo venial, dentro del departamento de la carne). Fue un período agridulce, de aprendizaje sobre cómo enfrentar el desapego, la experiencia de hacer nuevas amistades, y la familiarización con las nuevas calles que formarían parte de mi vida cotidiana a partir de ese momento. Y también significó mi primer desencanto con la Iglesia. A partir de mi primera comunión, trataba de respetar el precepto de santificar las fiestas, e iba a misa regularmente. Uno de los padres que la oficiaba, en la iglesia a la que acudía. era un español alto y corpulento, cuyo ceceo era característico e inconfundible. Por su colosal aspecto ejerció una fuerte influencia sobre mí, y lo tenía por persona recta e incorruptible. Pues bien, un día estaba yo en el abasto, de espaldas a la puerta, tal vez tomando una chicha A-1 que acababa de sacar de la nevera, cuando escuché un castizo, que no casto, "¡Coño!", en una voz que no me era desconocida. Me volteé para constatar que quien había proferido esa gruesa expresión era el cura que tanto respetaba.

martes, 27 de septiembre de 2016

La señora Ana

La cola del pollo, en el mercadito del sábado en La Urbina, a pesar de no ser tan larga avanza con lentitud, y para pasar el tiempo me distraigo observando la destreza de los "acomodadores", que en un santiamén convierten un ave entera en dos muslos y dos pechugas completamente deshuesadas y transformadas en milanesas. 

Dentro de la precariedad que presupone trabajar a la intemperie, en plena calle, son bastante organizados y limpios. Los restos que quedan del destace de los pollos los van echando en una cesta que tienen al lado, y cada tanto hacen un alto para lavarse las manos con el agua almacenada en un gran tobo. 

Mientras tanto la señora Ana, ama y dueña del puesto, se multiplica: cobra, se faja a picar, saca más mercancía del interior del camión cava, sin descansar un minuto. Es una maquinita de trabajar, y sabe ejercer el mando con suavidad y firmeza a la vez. Sus empleados bromean con ella, pero con respeto.

Echo una ojeada alrededor, y me llama la atención una pareja conformada por una señora de cierta edad y un niño, presumiblemente su nieto, de unos 6 o 7 años. Ambos muy flacos, vestidos con ropa que demuestra su antigüedad pero, eso sí, pulcrísima y bien planchada.Su precariedad es evidente, aunque de cierto modo digna. Están en actitud expectante, pero paciente. En un momento determinado, la señora Ana los ve, y acto seguido se dirige a la cesta donde los "acomodadores" van dejando las vísceras, pescuezos, carapachos y alas que van sobrando de los pollos, y llena dos bolsitas con esos despojos para entregárselas a la señora y al muchacho, quienes las reciben sonrientes y después de un "gracias" casi dibujado en la cara, se van alejando.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

La geografía de mi infancia






La geografía de mi infancia, si la veo en Google Earth, tiene forma triangular. Un triángulo rectángulo, para ser más exactos. Sus vértices están circunscritos dentro de la urbanización Bello Monte, la original, la que está del Guaire hacia arriba. Tuvo una ilustre vecina, la quinta Bel-Mount, casa de la hacienda que fundara el señor Alderson, en la primera mitad del siglo XIX y que nombró en honor a su hija Isabelle, Belle en la intimidad. Su cateto mayor, su lado norte, colinda con la Avenida Casanova, entre la calle Baldó y el comienzo de la Avenida Humboldt. Ahí está el ángulo agudo que le da inicio a la hipotenusa, que muere en la conjunción con el cateto menor, el cual transcurre por el segmento de la calle Baldó antes citada hasta su intersección con la Casanova. Humboldt sabemos quien es; Casanova, aparentemente, fue uno de los últimos dueños o administradores de la hacienda Bello Monte. Baldó, es tarea pendiente.

Hoy me dio por recordar ese pedazo de tierra en donde di mis primeros pasos independientes, sin la compañía antes omnipresente de alguno de mis padres; allí quedaba el edificio Humboldt, en la calle del mismo nombre; mi sitio de residencia (piso 5, apto 18) desde los 2 hasta los 11 años. Al bajar a la calle, me recibía un piso ajedrezado de mosaicos blancos y negros, en realidad unas baldosas bicolores con múltiples cuadros en su superficie, que al patinar sobre ellos, con ruedas metálicas, producían un sonido característico y un temblequeo que siempre asocié a la navidad. El edificio tenía un área comercial, compuesta por tres negocios: una quincalla que expendía todas aquellas chucherías que hacían feliz a cualquier niño, y que rotaba su mercancía de acuerdo a la época del año; una tienda de reparación de electrodomésticos cuyo dueño italiano, de tanto en tanto, interrumpía su labor para entrometerse en algún juego de fútbol que estuviéramos realizando los niños del edificio, desarrollando fintas y gambetas que dejaban en alto su gentilicio (o por lo menos eso nos parecía); y un local de bastante bajo perfil, regentado por un chino, del cuál solo sé que tenía una buena relación con mi padre, y comercializaba ciertas novedades relacionadas con la electrónica incipiente de aquellos años, y lo audiovisual, materializado en películas super 8 (no sé las demás, pero las que llegaron a mi casa eran estrictamente familiares: una de Dillinger, una de vaqueros y una de Simbad el marino. Si vendía mercancía erótica no lo supe ni me hubiera interesado mucho en ese momento, aunque quién sabe).

En mis paseos en solitario, si tomaba hacia mi izquierda, me topaba en primer lugar con una quinta en donde vivía un amigo de quien recuerdo solamente el apodo, Franqui. Esa casa fungía también de sede para el negocio de su familia, que se denominaba "Exhibidores González Ruiz" (el negocio, no la familia). De ella recuerdo una abigarrada muestra de maniquíes, estantes, ganchos de ropa, en fin, artículos para el equipamiento de tiendas. Franqui era hijo único y, creo recordar, de salud frágil, y  tal vez gracias a ambas condiciones tenía la colección de juguetes más grande y novedosa que hubiese visto en mi vida. El objeto que más envidiaba era una pista para carros Matchbox, eléctrica, que transportaba a los carros mediante unos resortes insertados en una ranura. A los carros se le colocaban unos pines que permitían a dichos resortes moverlos. Pero no era lo único, ni mucho menos. Cualquier juguete de moda, o incluso algunos que ni siquiera aparecían en el segmento publicitario de los domingos que antecedía a las comiquitas matutinas, estaban en su clóset, muchas veces arrumando polvo. Además de ser poseedor de esos juguetes, era la única persona de mi edad con televisor en su cuarto que conociera en mi entonces corta vida. Franqui casi no salía de su casa, por lo general recibía nuestras visitas. Un día se mudó, y antes de irse le obsequió a cada uno de sus amigos un objeto. A mí me tocó un álbum filatélico lleno de estampillas de todos los países, que más tarde perdiera en un torpe intercambio, pero esa es otra historia. Más nunca supe de mi amigo.

Luego de esa casa estaba la vivienda de mi amiga Yubiri - una niña catira de cabello largo, algo mayor que yo - que tenía sobre su techo una enorme antena de radioaficionado, pero eso solamente lo supongo pues nunca me invitaron a pasar para constatar la presencia de un equipo de radio. Más adelante un local comercial que albergó distintos negocios, uno de los más célebres de los cuales fue un restaurant étnico de algún país de la Europa Oriental, húngaro o tal vez checo, que gozó de cierta popularidad y llegó a ser reseñado en las crónicas gastronómicas de los periódicos. Lo último que supe fue su reemplazo por un electroauto. El recorrido por la calle Humboldt moría con el último edificio, que se denomina El Taladro, y fue sede de la Clínica Bello Monte, lugar donde nací. En su retiro, convenientemente bordeado por un murito, jugábamos interminables partidas de futbolito, beisbol o peleas de boxeo. 

Al bordear el Taladro, también de forma triangular y cuyo vértice, ángulo agudo, apunta hacia el este, ya se estaba en la avenida Casanova, y en este paseo mental puedo enumerar los negocios más atractivos de esa zona (que ya era comercial), para mí: una tienda de mascotas que aturdía por el canto de las centenares de aves encerradas en jaulas, que estaban del lado de afuera del negocio (creo que ocupaba un espacio en la planta baja del edificio mencionado), y un distribuidor autorizado de bicicletas Benotto, que exhibía modelos pintados en rojos y azules brillantes que fueron mi oscuro objeto del deseo, nunca cumplido para la decepción puntual en cada uno de mis cumpleaños. También había un colegio, creo que se llamaba Bello Monte para variar, un abasto-frutería, al cual me mandaban de vez en cuando a realizar alguna compra menuda, y en la esquina,un restaurant que en algún momento se llamó Onassis y en otro, algo con la palabra "tropical" en su denominación comercial. Siempre me llamó la atención, pero nunca lo visité, así que desconozco cuál era su apariencia y su oferta gastronómica.

Bordeando el restaurant para regresar al punto de partida, me topaba con la calle Baldó, en la cual conseguía algunos talleres mecánicos y a continuación la última vivienda de la calle, una quinta bastante sombría con el extraño nombre (para el común de la zona) de "Arizona", que despertaba nuestras fantasías por considerar que pudiera ser una casa embrujada, pues nunca veíamos a nadie entrar o salir de ella. Al cruzar la esquina de la Baldó con la Humboldt, hacia la izquierda, se hallaba tal vez un par de casitas pequeñas, que eventualmente mutarían a peluquerías primero y luego a talleres mecánicos, y aproximadamente a mitad de la calle mi punto de partida, el edificio que fue bautizado en honor al ilustre visitante alemán que se hospedara algunos días en la hacienda que le dio nombre a la urbanización, Belle's mount.

Ya casi nunca paso por ese lugar; nada, salvo la nostalgia, me ata a él. El edificio sigue en pie, pero con el deterioro normal que produce el paso del tiempo y tal vez el escaso mantenimiento. La calle Húmboldt dejó de ser residencial, y es una retahíla de talleres mecánicos. La hermosa quinta Bel-mount fue demolida en los 80s. Ya poco queda de estos recuerdos. 

lunes, 1 de agosto de 2016

Una mañana en el museo




San Bernardino alberga, que yo sepa, dos museos. Uno de ellos es bastante conocido, tiene su asiento en la Quinta Anauco, y está dedicado al arte colonial. El otro es mucho más reciente y está en las entrañas de la urbanización, un par de cuadras más arriba del vetusto Centro Médico de Caracas; su vocación es lo afroamericano.

Visitar el Museo de Arte Afroamericano fue una tarea pendiente desde que supimos de su existencia, postergada por esos tropiezos que llamamos "el día a día". No fue sino este domingo que acaba de pasar cuando, atendiendo una invitación que nos realizara el artífice del museo - el acucioso investigador y coleccionista Nelson Sánchez - para que asistiéramos a una presentación de la banda de electrojoropo "El llanero eléctrico", tuvimos la ocasión de conocerlo.

Como dije, queda en San Bernardino, ese laberinto de calles en las que suelo perderme cada vez que voy para allá. Y esta vez no fue la excepción, a pesar de haber consultado gmaps para dar con el lugar. El flechado me jugó en contra, y tuve que dar una pequeña circunvalación alrededor del Centro Médico para llegar a la Avenida Occidental, en donde se erigen las instalaciones del museo. Ocupa en realidad dos edificaciones: una hermosa quinta que supongo data de finales de los 40, que entre otras cosas alberga una pequeña tienda de recuerdos relacionados con el motivo del museo, y en el piso superior unas agradables e iluminadas salas de exposición, y una construcción moderna que se comunica con la anterior mediante un pasillo, en donde los visitantes se encuentran con otra gran sala y una terraza que mira sobre San Bernardino, y en el piso inferior un auditorio, que fue el lugar que nos permitió disfrutar de la presentación musical a la que fuimos invitados.

Al llegar al museo nos recibió el mismo Nelson, quien nos obsequió una taza de café y un poco más tarde, cuando se nos unieron algunas otras personas, nos ofreció el lujo de una visita guiada por él mismo, que tuvo el aliciente adicional de permitirnos observar una exhibición de objetos relacionados con símbolos de poder, en pleno proceso de montaje, que se está realizando con la colaboración de la escuela de arte de la UCV. Una gran cantidad de tronos, cetros, armas, ropas, instrumentos musicales, máscaras y joyas, que eran utilizados por los jerarcas de las comunidades tanto africanas como de otras latitudes, están armoniosamente expuestos en los generosos espacios del museo. Pregunté, asombrado, sobre el origen de tantos objetos, suponiendo un préstamo de otras instituciones similares desperdigadas por el mundo, pero Nelson me sacó del error apuntando risueño un dedo hacia sí mismo. Objetos  de las culturas aborígenes del mundo, con especial énfasis en las africanas, coleccionados durante más de 40 años, están allí para el disfrute visual de los visitantes. La cercanía con esas piezas, algunas de gran antigüedad, produce una sensación cercana a la reverencia, y - por lo menos en mi caso - permite darse cuenta de lo poco que se conoce de esas culturas, de su sistema sociopolítico, de sus costumbres, de sus expresiones artísticas, más allá del África caricaturesca que nos vendieron Holliwood y la televisión.





Luego del grato recorrido por las instalaciones del museo, nos regresamos a la tienda a esperar que nos convocaran al auditorio. Pasadas las 11:30 no dirigimos a él, y luego de escoger asientos aguardamos con paciencia el inicio del espectáculo. Hubo un pequeño inconveniente que retrasó su comienzo, pero Nelson, como el buen anfitrión que es, nos obsequió unas copitas de cocuy para engañar la espera. Por fin, ya sobre las 12, entraron los músicos que acompañan en la batería y el bajo eléctrico a Germain Coronado, el Llanero Eléctrico.Acto seguido, como si de un acto de Stand Up Comedy se tratase, ingresó Germain, soltando chanza tras chanza. La razón de su mote la conocimos de inmediato, y no es precisamente el instrumento enchufado con el que se acompaña Germain, un hermoso cuatro eléctrico. Es por su desenvolvimento en escena, que a ratos nos recordó a John Frusciante por sus saltos enérgicos y su manera de rasgar las cuerdas. El show del Llanero Eléctrico está lleno de humor, de guiños constantes a sus raíces en un entrevero trancado con las bandas seminales de la movida del rock desde los 60 hasta nuestros días, y a la reflexión sobre el período particularmente complicado que estamos atravesando. Tuvo su momento sentimental al hacerle un homenaje a los exiliados que se van casi por desesperación, en concreto a su hermano, y no pudo reprimir una furtiva lágrima que se secó inmediatamente para luego, tras un guamazo de cocuy, retomar la actitud festiva y bochinchera. Fue un concierto muy divertido: pasó por los Beatles (con una Eleonor Rigby trastocada en vendedora de empanadas en el terminal de buses, que sueña con ser pintora), Red Hot Chily Peppers, Radio Head (Creep se convirtió en un guayabo producido por los amores contrariados de un veguero y una chica de Cafetal), hasta llegar a una versión genial de Black Dog de Zeppelin en donde dio rienda suelta a su capacidad de improvisación. El encore fue un joropo que entusiasmó a más de uno a echar un pie allí mismo, al ladito de Germain. Unas palabras de elogio para los músicos que acompañaron al llanero; de mucha solvencia, brindaron un gran sonido que muchas veces, en espectáculos más producidos, no se alcanza.


Al terminar el show conversamos un rato con los organizadores, los músicos, y con uno de los promotores de la movida del joropo contemporáneo, Ernesto Soltero, quien a través del colectivo Rey Zamuro (colectivoreyzamuro.blogspot.com) informa periódicamente sobre las novedades que se producen alrededor del movimiento. Sin ninguna reserva invito a los lectores a visitar el Museo de Arte Afroamericano y a asistir a algún concierto de Germain Coronado. Van a disfrutar ambas experiencias, se los garantizo.

sábado, 16 de julio de 2016

Mi padre, el alquimista


Cuando uno es pequeño, tiende a construirse una realidad cónsona a su capacidad de raciocinio mediante la generalización, a partir de las interacciones que sostiene con los aspectos cotidianos de la vida. Por ejemplo, cree que todas las casas son iguales a la suya, así como las escuelas, los parques, y en general todo lo que conforma su pequeño mundo. Por ese motivo, durante gran parte de mi infancia asocié lo que hacía mi padre con el concepto de trabajo, y supuse que trabajar era "eso"; por consiguiente, esperaba con ansias el día en el cual yo comenzaría a trabajar. Claro que la actividad de mi padre no era cualquier cosa: tenía más que ver con la magia y la alquimia. Es que, verán, él era orfebre. De los orfebres de verdad, de esos que tomaban un lingote de oro y lo transformaban en joyas mediante variados procedimientos que involucraban hornos, sustancias químicas, crisoles, moldes y herramientas de precisión.

Ir al trabajo de mi padre era algo fascinante. Todavía tengo en la memoria el mapa del lugar, que llevaba el ostentoso nombre de "Fábrica de joyas Las Delicias". Y, aunque el apelativo pudiera sonar  grandilocuente - dadas las dimensiones del local -  no era desacertado. Era todo un complejo industrial en pequeño, y en él se transformaba cierta materia prima en productos terminados. En exquisitos productos, debo decir, porque esos italianos tenían buen gusto para producir las joyas que engalanaron a la clase media y media-alta de la Caracas de los 60 y 70. Pulseras, anillos, collares, zarcillos, gargantillas, pisacorbatas, eran los artículos que se producían en la fábrica. Prenda que llevara el sello de Las Delicias tenía garantizada su calidad.

Pero estaba hablando del local: para entrar a él era necesario pasar por una reja doble. Durante unos instantes, quien quisiera visitarlo se encontraba en una especie de jaula, en la cual no se abría la segunda reja si la primera no estaba cerrada. Era una medida de seguridad básica, dada la naturaleza de la mercancía que se transaba allí.  Al franquearla, el visitante tenía a mano derecha un amplio mostrador de madera oscura y vidrio, en donde estaban exhibidas algunas de las prendas que se vendían al detal (pocas, en realidad, ya que ellos destinaban el grueso de su producción para la venta a joyerías). Y al frente lo que en mi concepción infantil consistía "el trabajo": una puerta basculante a media altura permitía el acceso a un área con seis puestos, tres a cada lado, compuestos por una superficie de madera recubierta por una lámina de metal, una gran gaveta debajo de ella, un taco de madera de forma trapezoidal - que permitía el limado de las joyas - fijado a la superficie de trabajo, y sobre ella una constelación de herramientas tales como pinzas, limas, ganchos y punzones.Además, cada puesto de trabajo disponía de un soplete. Mi padre ocupaba el lugar más lejano a la puerta, a mano izquierda. Se sentaba, al igual que el resto de sus compañeros, en un banquito de madera que no ha debido ser muy cómodo. A sus espaldas había otros dos o tres puestos similares, pero esos no recuerdo haberlos visto nunca ocupados. Tal vez en alguna época hubo quien los utilizara, estando yo más pequeño, pero no tengo registros en la memoria sobre ello. Aunque la describo en primer lugar, en realidad esa área era la última en el ciclo productivo, pues en ella se realizaba el acabado de las piezas, y se acometían pequeñas reparaciones y adaptaciones de las prendas.

Al fondo de dicha área de trabajo estaba lo que llamaban pomposamente "la oficina": una habitación en donde lo más importante era la presencia de dos enormes cajas fuertes, que le daba un aire de solemnidad al sitio. Además de dichas cajas fuertes, había otros objetos que llamaban mi atención, tales como unas calculadoras mecánicas (que nunca supe como utilizar), una balanza de precisión y  un juego de frasquitos de vidrio que contenían el líquido que permitía verificar la pureza del oro, junto a una piedra en donde se frotaba la pieza a probar, además de uno que otro escritorio bastante destartalado, y unas sillas de oficina que no hacían juego con nada.

A mano izquierda del área de trabajo había dos ambientes muy particulares: en uno de ellos, una amplia habitación rectangular, se encontraba una gran máquina que permitía transformar los tacos de oro en láminas finas, o incluso en alambres. El encargado de esa máquina era mi padrino Franco; nunca vi a más nadie manipularla. Aplicando presión y calor se lograba la transformación, dada la ductilidad del material precioso que se empleaba. Era muy divertido ver como la máquina escupía una lengua interminable y amarilla, que cada vez se hacía más fina y flexible. Pero tal vez la zona que más disfrutaba, y me parecía fascinante, era el área en donde se hallaba la fundición. Se trataba de un horno que alcanzaba la temperatura suficiente para fundir el metal áureo. Ver el oro en estado líquido dentro del crisol era algo que me sorprendía siempre, sin importar cuántas veces lo hubiese visto antes.

Y, pasando la fundición, estaba una angosta y oscura escalera que llevaba al piso de arriba, en donde se hallaba el laboratorio de mi padre, en una gran terraza. Hace algunos párrafos mencioné la alquimia, y no fue una palabra al voleo. Mi padre era una especie de químico empírico, y conocía toda clase de ácidos y bases que le permitían intervenir el oro para eliminar cualquier impureza y lograr la calidad que diferenciaba a los productos de Las Delicias. No sé cómo alcanzó esos conocimientos, ya que no tuvo educación formal salvo la elemental, hasta el quinto grado de primaria. Pero sí trabajó en una de las grandes fábricas que existió en su ciudad natal, Verona, y tal vez allí aprendió de algún compañero más veterano. No lo sé a ciencia cierta. Esa terraza era su lugar creativo, y podía pasar horas y horas allí, diseñando moldes, haciendo combinaciones extrañas con los químicos que tenía a la mano, e ideando prendas.

Algo muy particular ocurría en la fábrica: la basura que se producía con la actividad diaria no se desechaba, sino que se guardaba en unos recipientes cilíndricos. El motivo era bastante lógico: mezclada con los desperdicios existía cierta cantidad residual de oro, que se recuperaba al incinerar esa basura en unos hornos que se hallaban por los lados de Guarenas, según recuerdo. Una vez al año, aprovechando el asueto navideño, mandaban los pipotes con la basura a ese lugar y lograban recuperar una cantidad nada despreciable de oro.

Esa fábrica estuvo en funcionamiento desde comienzos de los 60 - tal vez 62 o 63 - hasta finalizando la época de los 80. La muerte de mi padre ocurrió antes del cierre definitivo de la empresa. De los cuatro socios originales quedaban sólo dos - uno de ellos, Pino, el único no veronés sino romano,  vendió su parte de la sociedad al resto de los socios y regresó a Italia a principios de los 70 -  y decidieron cerrarla ya que en los últimos años fueron víctimas de varios robos. Ya la criminalidad comenzaba a golpear duro a la ciudadanía, y pensaron que lo mejor era liquidar el negocio y jubilarse. Creo que después del fallecimiento de mi padre no volví a pisar la fábrica.

Sin embargo tuve la oportunidad de volver a entrar a la quinta Josefina, donde tuvo su sede el trabajo de mi papá, unos 10 años después. Casualmente un cliente que me contactó para un desarrollo de software tenía una oficina allí.  Fue un retorno bastante agridulce: ya no quedaba traza de la actividad anterior. Habían convertido el espacio en un área de oficinas. Anodinas oficinas que para nada reflejaban el esplendor de la noble actividad que alguna vez se realizó en ese lugar. Recorrer los espacios transmutados, y tratar de adivinar en donde estaba cada cosa anteriormente, fue un ejercicio a mitad de camino entre la tristeza y la nostalgia. Más nunca volví a ese sitio. De vez en cuando paso cerca, pero me eximo de recorrer la calle que lleva a la quinta Josefina. Con lo que guardo en la memoria me es suficiente.

lunes, 4 de julio de 2016

¿Cuánto cuesta comer un día en Venezuela? Actualizado al 4 de julio de 2016


En julio de 2014 hice un ejercicio para calcular cuánto costaba un día de alimentación -alimentación sumamente básica, por cierto - en Venezuela. ¿El resultado? En ese momento, 364 BsF para una familia de cuatro personas. Seis meses después repetí el experimento, y ya esos mismos alimentos experimentaron un salto a 716 Bs. Lo volví a hacer en julio de 2015, y ya el costo iba por 1.342. En enero de este año el ejercicio dio como resultado 2.946 Bs. Vamos a actualizar los precios, para entender de cuanto ha sido la inflación con cuentas de bodeguero, en los últimos 6 meses.


Tomemos un menú bastante austero, como lo son los tiempos que corremos:

----Desayuno----
Sandwiches de jamón y queso
jugos para lonchera
galletas para la merienda a media mañana

----Almuerzo----
Hamburguesas
frutas

----Cena----
Cereal

Recuerden, todos los cálculos se presumen para una familia de 4 personas.
Para el desayuno:
Suponiendo que a cada sandwich le colocamos 25 gramos de jamón y 25 de queso, a un costo promedio de 5.000 Bs/Kg, son 1.000 Bs, más 2 canillas a 250 Bs c/u, 1.500 Bs. A 375 Bs cada sándwich, hecho en casa. Los juguitos y las galletas son para las muchachas, así que serían 2 jugos x 200 Bs  más 2 galletas por 300 Bs. En total nuestro humilde desayuno nos habrá costado 2.500 Bs.

Vamos con el almuerzo. La carne molida, a precio de hoy, está a 4.500 Bs. Si hacemos nuestras hamburguesas de 150 gramos, necesitamos 2.700 Bs. La bolsa de pan de hamburguesa que no sea de marca tipo Bimbo o Holsum - allí sí uno termina de desangrarse - se puede conseguir en unos 1.000 Bs. Como trae 8, entonces dividimos eso entre dos. Ahora, para que nuestra hamburguesa pueda ser considerada un plato balanceado, necesita llevar algún vegetal; nos decantamos por los tomates. Necesitamos un par de tomates, que dependiendo del momento pueden costar entre 200 y  400 Bs. Vámonos por el promedio, 300 Bs. La fruta también depende de la variedad  y la estación, vamos a ser prudentes y decantémonos por los humildes cambures; unos 400 Bs por 4 unidades, puede ser. En total nuestro almuerzo habrá salido en 3.700 Bs.

La cena es más sencilla. El cereal cuesta alrededor de 1.000 Bs por 500 gramos; asumiendo que cada persona se come 100 gramos de cereal, son 800 Bs. Y digamos que ese cereal se va a acompañar con 200 ml de leche, a 900 Bs el litro, son 720 Bs. En total la cena habrá costado 1.520 Bs.

Recapitulemos: para alimentar medianamente a una familia de 4 personas se necesitan 7.720 Bs diarios. Eso representa un incremento de 4.774 Bs. con respecto al calculo hecho en enero de este año. Es decir, un 162% de aumento. En 6 meses. Y si nos remontamos a un año hacia atrás nos sorprende un descomunal 475%.  Tomando en cuenta que el ingreso mínimo mensual ronda los 30.000 Bs (sumándole al sueldo básico el monto correspondiente a la ayuda por alimentación, que no tiene incidencia en el cálculo de las prestaciones sociales), haría falta el trabajo de casi 8 personas para darle de comer a 4. Los números no dan, de ninguna manera. Cómo logra sobrevivir la gente a esta situación, tiene visos de milagro.El gráfico que encabeza este post es elocuente: no importa cuanto ganes, ni con cuanta frecuencia te aumenten el sueldo. La inflación se lo comerá en un santiamén.


domingo, 26 de junio de 2016

Del flux de lino a la braga naranja



Los años 80 marcaron el comienzo del deterioro para nuestro país, eso es indudable. El viernes negro de 1983 nos explotó en la cara, y no supimos bien cómo encarar esa situación, novísima para nosotros. Sin embargo, por lo menos al principio, procuramos hacer como que no pasaba nada, y por unos años logramos fingirlo decorosamente.

Esa década confluyó con mi inicio en el ámbito laboral. Terminé mis estudios justamente en el 83, con mis sueños de realizar un postgrado en  Francia frustrados gracias al acontecimiento del año, y tuve que resignarme a buscar trabajo y dejar para más tarde mi actualización académica. Logré entrar en una de las compañías más importantes del país para ese momento, en lo que a consultoría el el área de la computación se refiere: la Empresa Nacional de Informática, Automatización y Control, mejor conocida por su acrónimo ENIAC, un obvio guiño a la primera computadora digna de ese nombre. En ENIAC tenían una política bastante agresiva con los empleados: los soltaban al ruedo, es decir a los clientes, sin mucho miramiento, a hacer cosas que en teoría estaban a su alcance pero que todavía no habían puesto en práctica. La palabra clave aquí es clientes: la cartera de ENIAC era selecta, y abarcaba petroleras, manufacturadoras y empresas de servicio. Era normal estar sentado en el puesto de trabajo, leyendo un manual o experimentando en alguna de las computadoras, y recibir la orden: "ponte la corbata, que vamos a X". Eso de la corbata era literal: teníamos un perchero que parecía un arbolito de navidad, con la variedad más disparatada de corbatas que hubiera visto. Así que uno buscaba el trapo que mejor combinara con la camisa que tuviera puesta, y corría a la cita. Mi primer trabajo real fue para la Gallup, en apoyo a las elecciones que vieron triunfando a Lusinchi sobre un desgastado Caldera. Después tuve ocasión de trabajar en Lagovén, Corpovén y PDVSA, tanto en labores de programación como en calidad de instructor. Total que mi pasantía por ENIAC me sirvió para meterme de lleno en la profesión, y hubiera sido un lugar ideal para hacer carrera. Sin embargo, al año y medio de estar allí me llegaron cantos de sirena (de sireno en realidad, pues fue un ex empleado de ENIAC quien me lanzó el anzuelo) y recalé en una empresa que años más tarde estaría en boca de todo el mundo: Latinoamericana de Seguros.

De Orlando Castro padre se podrá decir cualquier cosa peyorativa, pero es innegable su carisma y el ascendente que tenía sobre su personal. Personaje venido de abajo en el ámbito empresarial, me contaban llenos de admiración mis colegas: comenzó vendiendo casas prefabricadas en los altos mirandinos, con un maletín por oficina,  a la orilla de la carretera. Su trabajo no era de puerta en puerta, sino de carro en carro. Poco a poco fue escalando posiciones, y para el momento de mi contratación ya era un señor cercano a los 60 años, dueño de algo que iba acercándose rápidamente a ser una corporación gigantesca. Pero nunca perdió de vista a sus empleados, conocedor de que la verdadera fuerza de su organización provenía justamente de ellos. Se empecinaba en conocer personalmente a cada uno, y con ese fin organizaba "el desayuno del mes", en el cual participaban los nuevos ingresos, y por supuesto él como anfitrión. Durante ese encuentro intercambiaba palabras con cada nuevo empleado. En realidad era una especie de cuestionario prefabricado, con preguntas obvias como nombre, edad y área en donde se laboraba. Pero el hombre derrochaba su encanto con acento cubano y lograba que por un breve instante uno se sintiera especial.

De mi época en Latino, como le decíamos (no confundir con el Banco Latino, ese era otro grupo, diferentes filibusteros), tengo varias anécdotas, como la de las juergas interminables cuando picaba diciembre y a partir del 13 del mes nos declarábamos en fiesta permanente y abríamos el bar a las 10 de la mañana, con la anuencia de las cabezas del departamento (gente rumbosa por excelencia: la gerente estaba casada con el mánager de Los Melódicos, y alguna vez nos invitó a alguna de las versiones de la disco gigante del CCCT, creo que en ese momento era Palladium, a bailar con la popular orquesta como ejecutante) quienes solicitaban que su vaso nunca estuviera vacío, para lo cual había un servidor designado que se encargaba de mantenerlos contentos. O el cuento de la secretaria (en esa época todavía se estilaban) del VP de sistemas, que sufría de calor en sus partes bajas e iba frecuentemente al baño a refrescárselas, con el mismo vaso en el cual después le servía agua a su jefe. O el primer trabajo sucio que me encomendaron en mi vida laboral, un programa que redistribuyera los ingresos de la compañía por estados para evadir impuestos. O la gestación del Grupo Progreso: un día me contaron, literalmente: "El viejo (así le decían a Castro) se compró un computador y un banco, y ahora hay que ponerlos a funcionar". Se trataba del Banco Zulia, que posteriormente cambiaría su razón social a Banco Progreso, y funcionaría como soporte de Seguros Progreso, empresa que logró lo impensable: se dedicó al ramo más siniestroso en el país como lo es el de Vehículos y llegó a posicionarse entre las primeras cinco compañías del país en primas cobradas. O la vez que Orlando Castro convirtió a todos sus empleados en agentes de seguros, al entregarle a cada uno un talonario de pólizas de responsabilidad civil, aprovechando la ley que impuso la obligatoriedad de dichas pólizas para todos los vehículos automotores.

Pero el acontecimiento más celebrado durante mi estadía en Latinoamericana fue la invitación que me extendió un día Orlandito, como le decían al hijo de Castro. No recuerdo bien lo que motivó el hecho; tal vez fuera una estrategia de fidelización para empleados clave (en informática el robo de talento siempre ha sido moneda corriente, y es normal que las empresas procuren mantener al personal del área contento, ya que cuando se va se lleva parte importante del know how), o la recompensa por algún proyecto exitoso. El asunto fue que nos llegó a un pequeño grupo de empeados del departamento una comunicación formal, invitándonos a participar en un almuerzo ofrecido por Orlando Castro Junior, a nombre de la empresa, en el restaurant Da Emore. Valga resaltar que en ese momento Da Emore era uno de los grandes restaurantes de la ciudad, y que nos quedaba justo encima de la oficina, allá en el Centro Comercial  Concresa. El grupo de los elegidos, como nos bautizó algún compañero burlón, gozó durante la semana que medió entre la invitación y la fecha pautada para el almuerzo de una fama desproporcionada por lo inusual del hecho, y probablemente fue blanco de la envidia de ciertos individuos. En lo concerniente a mí, un pelado que no estaba todavía en la treintena, la incredulidad y la sospecha de no merecer tal distinción me hicieron esperar con cierta ansia el momento.

Esa fue tal vez la tercera vez que entraba en ese lugar, y también la última. Orlandito se sentó a la mesa con nosotros, trajeado como de costumbre con un flux de lino, que se notaba hecho a la medida (nada que ver con los puyaítos que llevábamos los demás comensales); seríamos tal vez unas 8 o 10 personas, contándolo a él. De ese almuerzo recuerdo, por supuesto, la comilona de 7 platos que constituía el menú de degustación del lugar, la generosidad y variedad de la bebida, con posibilidad de escoger entre escocés y vino, y la actitud entre solemne y embarazosa de Orlando Junior, que no calzaba los puntos de su padre a la hora de confraternizar con el personal. Sin embargo puso todo su empeño para hacernos sentir bien, como importantes figuras dentro de la organización. Ahora no recuerdo casi nada sobre los temas de conversación que abordamos durante el almuerzo - han pasado casi 30 años - pero sí  que al salir del restaurant, llenos y prendidos, jurábamos fidelidad eterna a la empresa.

A los tres meses más o menos ya había renunciado; es que las promesas de borracho no deben ser tomadas en cuenta. La canibalización empresarial me hizo convertirme en un mercenario, y me fui por una paga unas tres veces mayor a la que devengaba en Latino. De 8.000 Bs pasé a ganar 24.000, y me sentía como un magnate. El tiempo me enseñaría que no se le debe tomar cariño a los sueldos, por lo menos en Venezuela, ya que la inflación se los devora. Pero por un par de años, tal vez un poco más, estuve tranquilo en el aspecto económico, y hasta pude darme ciertos lujos.

Pasó el tiempo, y ya me había olvidado de mis antiguos patrones, hasta que una cuña estremeció el ambiente: la famosa "aquí estamos, aquí seguimos", transmitida cuando ya Orlando padre e hijo habían picado cabos. El castillo de naipes de las finanzas criollas comenzaba a derrumbarse. La siguiente vez que vi a los Castro, esta vez gracias a una foto en algún periódico, habían desechado el flux de marca, luciendo en su lugar una reluciente braga color anaranjado.

sábado, 25 de junio de 2016

El CNE, guardaespaldas de Maduro



Lo que voy a decir no es una novedad, y todo el mundo lo sabe, pero lo hago por amor a la crónica y para dejar registro. Voy a apuntar los hechos que recuerdo, y seguramente se me van a quedar muchos por fuera, por lo que agradezco cualquier ayuda para compilar la historia.
Desde el primer momento en que se habló de revocatorio, el CNE no ha hecho otra cosa que buscar entorpecer o evitar el proceso. Comenzando por el absurdo requisito de recoger el 1% de las firmas de acuerdo a distribución proporcional de la población por estado. Esto ya es un exabrupto, ya que no estamos compuestos por colegios electorales, como es el caso de EEUU. En Venezuela un voto en Maturín cuenta lo mismo que un voto en la Sierra de Perijá. El sitio en donde se recojan las firmas es irrelevante, la letra de la constitución solamente indica que basta con que el 1% de la población solicite el referendum revocatorio para activarlo. Otra arbitrariedad, hija de la anterior, es que la firma debió ser recogida en la entidad federal en donde está registrado el elector. Un abuso total. Si alguien estaba de viaje en el momento de la recolección de las firmas no pudo ejercer su derecho.
Otro hecho que sin duda está dirigido a torpedear la iniciativa es el relajo de los lapsos que se toma el CNE para cada etapa del proceso, y la discrecionalidad para decidir si una firma es válida o no. Todos sabemos cuántas personas conocidas denunciaron que su firma no fue aprobada, sin saber la causa y sin derecho a revisión. Los casos más patéticos, por supuesto, son los de los dirigentes políticos. Haberle rechazado la firma a Capriles y a Machado no puede sino catalogarse como provocación. Pero son apenas dos de los 600.000 venezolanos a quienes se le negó su derecho a convocar el revocatorio.
Llegamos al capítulo de la validación de las firmas, y aquí es en donde toda la estulticia de las rectoras del CNE se pone de manifiesto de la manera más evidente. Primero se estimuló el arrepentimiento, agregando un paso totalmente inútil como la retirada voluntaria de la firma y con ello alargando una semana más el proceso. Ese paso es una ridiculez ya que si alguien estuvo arrepentido con no ir a revalidar tenía. Luego, el diseño del proceso de validación tuvo como objetivo que se pudieran obtener el menor número de firmas posibles, tanto por la cantidad de máquinas puestas a disposición del proceso (un déficit de mil, según indican los expertos) como por la ubicación geográfica de las mismas. También se debe mencionar la operación morrocoy y el cierre de los centros de validación a pesar de haber personas en la cola, gente a la que se le conculcó su derecho político al no permitirle validar su firma.
Un paréntesis: El proceso de validación de firmas ha servido para demostrar la falacia de uno de los argumentos que esgrime el CNE para proclamarse como "el sistema electoral más seguro del mundo". Me refiero a la garantía de "un elector, un voto", que supuestamente estaría avalado por el sistema de identificación biométrico, la tristemente popular captahuellas. Ese mecanismo debería garantizar dos cosas: que no haya suplantación de identidad, al cotejar la huella del votante con la huella almacenada en la base de datos, asociada al número de la cédula que presente el votante; y garantizar que esa persona vote una sola vez. Conceptualmente es algo posible, y es un algoritmo que cualquier estudiante de primer año de alguna de las carreras que tienen que ver con computación está capacitado para resolver. Ahora bien, si tuvieran ese mecanismo activado y suficientemente probado, la validación de firmas debería ser automática y al instante. Bastaría con cotejar la huella en la base de datos, ver si el elector asociado a la huella pertenece a la entidad en donde está realizando la validación, y confirmar que no ha validado aún. Pero no es así: el CNE se va a tomar 20 días hábiles para chequear esas validaciones. Para menos de 400.000 firmas, que es un universo muchísimo más pequeño que el de los votantes en cualquier elección ya sea regional o nacional. Esto debería encender las alarmas: el CNE monta unas elecciones con un mecanismo que no es capaz de garantizar la identidad y la unicidad de los votos, y lo da por bueno sin ningún tipo de verificación posterior, verificación que por otra parte es realizada con todo el celo del mundo cuando se trata de un evento que atenta contra el oficialismo.
A pesar de todos estos obstáculos la ciudadanía se mostró digna del compromiso, y se logró la meta de acuerdo a los números de la oposición. Pero las zancadillas continúan: se van a tomar 20 días hábiles para revisar algo que debería estar revisado de origen por el carácter automatizado del proceso, por lo explicado más arriba,  y tal vez tengan la osadía de decir que no se alcanzó el número de firmas necesarias. Aunque no creo que lleguen a tanto, no me sorprendería. La pregunta es: ¿qué vamos a hacer si eso sucede?

domingo, 19 de junio de 2016

La lógica, el surrealismo y la poesía


Tal vez la única materia relacionada con las matemáticas que en realidad disfruté durante mi pasantía por la universidad fue la que en el pénsum de entonces se denominaba Lógica simbólica. El motivo de ese disfrute obedeció a que, paradójicamente, dicha materia tiene que ver más con la palabra que con el número. Es la disciplina que, entre otros temas, lidia con los silogismos, esas construcciones con dos premisas y una conclusión que debe deducirse de ellas,  tipo:

"Todos los árboles tienen raíces;
Las salamandras no tienen raíces;
Las salamandras no son árboles".

El aspecto lúdico de esa especie de acertijos, a pesar de estar soportado por una fuerte teoría, me hizo enamorar de la materia, y la seguí explorando aún cuando ya no estaba dentro de mis deberes formales.

Las clases nos las daba un profesor bastante excéntrico, que nos invitaba siempre a pensar fuera de la caja, y nos proponía adivinanzas que a veces no tenían mucho que ver con la materia, para expandir nuestras mentes. También fue quién nos hizo saber que uno de los grandes teóricos de la lógica fue el diácono Charles Dogson. Ese nombre no le sonará conocido a mucha gente, pero su seudónimo como escritor seguramente sí: Lewis Carroll.

Personaje complejo, este Carroll: diácono de la Iglesia de Inglaterra, a pesar de no creer en el castigo eterno para los pecadores; fotógrafo con gustos, para definirlos de una manera que no busque la polémica, peculiares; escritor de novelas fantásticas y poesía absurda; y además, matemático, con unos cuantos libros de texto de mucha reputación en su tiempo. En particular descolló en el campo de la lógica, y tiene un librito delicioso llamado "El juego de la lógica" que de alguna manera conjuga sus dos facetas de científico y artista, pues aúna unas aburridas páginas dedicadas a la teoría de la lógica a unas demenciales demostraciones de su aplicación. Lo veo como una especie de precursor del surrealismo, al leer lo siguiente:

"Ninguna rana es poética;
Algunos ánades están desprovistos de poesía;
Algunos ánades no son ranas".

O esto:

"Ningún perro terrier corretea entre los signos del zodíaco;
Nada que no corretee entre los signos del zodíaco es un cometa;
Nadie sino un terrier tiene una cola rizada".

Estos son apenas dos ejemplos sacados al vuelo de las páginas de ese libro. Pero hay mucho más, como la paradoja lógica que busca adivinar mediante ciertas premisas y reducciones al absurdo la presencia o ausencia de uno de los tres barberos que atienden en el pueblo, o el delicioso escrito "Lo que Aquiles  le dijo a la tortuga", que conjuga una hermosa prosa de clara tendencia surrealista con consideraciones sobre la teoría euclidiana.

Tal vez su obra novelística no haya sido sino una expansión de su obsesión por la lógica y su antítesis, el absurdo. Alicia en el país de las maravillas, por ejemplo, propone varias paradojas y acertijos que la protagonista debe resolver para seguir con vida, en medio de situaciones desquiciadas. Acertijos que fueron debatidos hasta mucho tiempo después de la publicación del libro, como el conocido "¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?" que ha obtenido soluciones tan brillantes como "En que Poe escribió sobre ambos", o la surrealista "Porque hay una A en ambos". Puede que Charles Dogson haya escrito su obra literaria para su propio solaz, pero probablemente nunca imaginó cuánto habría de divertir a las generaciones futuras.

Para terminar, copio la primera estrofa de una poesía de Carroll  que se encuentra en el prólogo de la edición española del libro "El juego de la lógica":

"Creía ver un elefante,
un elefante que tocaba el pífano;
mirando mejor vio que era
una carta de su esposa.
'De esta vida, finalmente' -dijo-
'siento la amargura'"

domingo, 1 de mayo de 2016

Sim Floyd, derribando la pared



En los comienzos del cine como atracción comercial no se había desarrollado aún la técnica que permite sincronizar el sonido con la imagen, y por ende las películas eran mudas. Para darle esa dimensión sensorial, en las salas en donde se proyectaban las películas - por lo general teatros adaptados a esa nueva función - se instalaba una orquesta que tocaba música acorde al film que se estuviera proyectando. Esas orquestas se disponían de manera de no estorbar a los espectadores en su visualización; eran meros instrumentos de apoyo al espectáculo.

Hoy asistimos a una presentación que me hizo recordar eso que no experimenté en primera persona, ya que desde finales de la década de los 20 del siglo pasado ya el cine era sonoro, pero que conocía por mis lecturas sobre los orígenes de ese espectáculo tan primordial como fuente de entretenimiento y cultura en nuestra civilización. Sin embargo, a diferencia de lo que pasaba cuando el cine era mudo, esta vez el espectáculo fue la banda, y el film sirvió de apoyo visual a su desempeño en la tarima. Me refiero al montaje "The wall", puesto en escena por la talentosa banda tributo a una de las agrupaciones más importantes del rock psicodélico, progresivo, espacial o cualquier otra etiqueta que se le desee poner a Pink Floyd. Ellos se hacen llamar Sim Floyd, pero ese "sim", que hace pensar en  la palabra "simulación", no debe llamar a engaño.

Durante los 95 minutos que dura la película tuvimos el privilegio de asistir a una impecable presentación de su banda sonora, ejecutada a la perfección por los grandes músicos que componen Sim Floyd. Y los calificativos que empleo no son exagerados: la sincronización, la interpretación de los instrumentos, y la vocalización de los entrañables temas que componen el soundtrack de The wall no hicieron echar de menos el material grabado. Es notable el grado de compenetración que alcanzaron con respecto al sonido original de la película. Cada nota estuvo en su lugar y en el momento preciso.

El espectáculo nos planteó una puesta en escena compuesta por una vieja butaca de raído terciopelo beige -que en un principio me pareció una de las que estuvieron por 30 años en casa de mis padres, y luego fueron a parar al depósito de una tienda de compraventa de muebles usados. Junto a ella, una mesita redonda con una lámparita encima. Por supuesto, el mobiliario pretendió emular el utilizado por Pink cuando se hallaba en estado catatónico en la habitación de hotel en donde arranca la película. Sobre el escenario, una pequeña pantalla anunciaba el lugar por donde desfilarían las imágenes creadas por el genio de Alan Parker, y debajo de ella el habitual set al que estamos acostumbrados al ir a un concierto de rock: la batería en el centro, hacia el fondo, a su lado los teclados y al frente las guitarras, el bajo y los parales para los micrófonos que utilizarían los vocalistas.

Ya desde el vamos supimos la magnitud del evento al que estábamos a punto de asistir. Cuando comenzaron a sonar las notas de "In the flesh", justo en el momento que en la pantalla se sacudían las cadenas de la puerta que iba a ser abierta a la fuerza, nos dimos cuenta de que la cosa iba en serio. La piel se le debe haber erizado a más de uno de los presentes; por lo menos así me ocurrió a mí. Y lo mismo sucedió en cada uno de los temas que se fueron desarrollando ante nuestros ojos y sobre todo nuestros oídos. Lo que escuchamos fue Pink Floyd, ni más ni menos. Todos los músicos y los cantantes estuvieron a la altura del compromiso que se plantearan tres años y medio antes, cuando decidieron embarcarse en esa aventura inédita en el mundo, según nos contara Ángel Ricardo Quiñones, el guitarrista que no nos hizo extrañar a Mr. David Gilmour, así como pasó con cada uno de los demás integrantes de la banda.

El momento cumbre, tanto para mí como para el grueso del público a juzgar por  su reacción, fue la interpretación de Confortably numb, coreada con entusiasmo y energía por los asistentes, y que le permitió a Ángel lucirse en el par de solos que contempla la pieza, ejecutados con real pasión. Y para cerrar, fuera de la programación original y ya sin la película desarrollándose en la pantalla, nos obsequiaron "Hey you". Vaya manera de culminar el concierto.

En anteriores ocasiones en que he reseñado conciertos de bandas tributo, o de la Orquesta de Rock Sinfónico Simón Bolívar, no ha faltado el criticón de oficio que argumenta alguna tontería sobre la falta de originalidad. Y me pregunto si esa persona, cuando asiste a un concierto de música académica, no va a escuchar una rendición fiel de las notas compuestas por el autor de las obras puestas en escena. En mi opinión lo que hacen las bandas tributo es análogo, y cuando alcanzan niveles de excelencia como el que logra Sim Floyd yo, por lo menos, lo agradezco. Dado que ya no es posible asistir a un concierto de Pink Floyd, bienvenidas sean estas  iniciativas que nos permiten rememorar y disfrutar la música compuesta por los grandes héroes originadores de esta pasión compartida que es el Rock.

viernes, 25 de marzo de 2016

Las redes sociales y la incivilidad

Las redes sociales son herramientas invaluables para la interconexión. Yo le debo mucho a ellas, tanto como medio de diversión como para divulgar mi obra escrita. Además, permiten la comunicación a distancia con los seres queridos que por circunstancias varias se hallan lejos de nosotros. Por todo esto, soy un usuario agradecido, entusiasta y a veces excesivo de ellas.

Pero así como son excelentes medios de comunicación, también permiten constatar el lado oscuro de las personas. Estoy convencido de que hay gente, incapaz de decir ciertas cosas frente a frente, que cuando está delante  del monitor se siente imbuida de cierta patente de corso que le permite denostar, insultar y vejar a personas que nunca han visto en la vida real, por los motivos más fútiles.

Esta mañana tuve un episodio desafortunado que me dio pie para escribir estas notas. En uno de los grupos de Facebook que frecuento con bastante asiduidad, dedicado a documentar la historia de Caracas, alguien colocó una foto que no tenía que ver con el tema. A pesar de no ser administrador del grupo, por guardar amistad con las fundadoras del mismo y ser miembro de él desde casi sus inicios decidí hacer notar la impertinencia de dicha imagen por contravenir las normas.

El asunto es que la persona en cuestión había logrado cierta notoriedad por una serie de fotografías que documentan el inicio del Caracas Country Club, y  mantiene una especie de club de fans, incondicionales y defensores a capa y espada de sus posteos. Las reacciones a mi comentario (que fue textualmente: "Y no  es Caracas") fueron en general de desaprobación. Pero hubo uno que me llamó la atención por lo destemplado y agresivo. Una señora, con la quien jamás había cruzado palabra alguna, me dijo: "Mirco eres un cretino". Así, sin ton ni son. Como le respondí aludiendo al evidente insulto, le agregó leña al fuego diciendo que yo no conocía el significado de la palabra, según ella no insultante, y poniendo el significado de la RAE, algo así como "persona de escasa inteligencia, que no entiende el significado de las cosas". Es decir, reforzó la injuria.

Posteriormente, ejerciendo mi derecho a réplica, escribí un post en el grupo expresando mi sentir sobre lo ocurrido. Esto logró que quien colocara la foto que originó toda la situación la borrara, junto con todo el material que había colocado previamente en el grupo. Supongo que quiso castigarme, y al resto de la comunidad, por haber osado señalarle la falta a las normas. Actitud bastante infantil, a mi parecer.

Estamos hablando de adultos, de gente que debe haber obtenido educación tanto en sus hogares como en su formación académica y profesional. Esto me desconcierta, y me hace pensar si el hecho de no interactuar directamente con la gente sino a través de una interfaz electrónica deshumaniza la comunicación, permitiendo la emisión de expresiones totalmente inadecuadas. Me asusta lo contrario, sin embargo: que esta reacción virtual sea reflejo de lo que vemos en la calle día a día, donde el insulto gratuito es la norma, y la incivilidad se apodera cada vez más de las relaciones humanas, desplazando a la urbanidad que debiera regirlas.

sábado, 19 de marzo de 2016

Risotto de morcilla

Ajá, risotto de morcilla. En Italia dicen que se puede hacer risotto con lo que sea. De rosas, de ortigas, de calabacín. Yo me inventé éste, con un ingrediente particular. Lean y cocinen.

Ingredientes:
-un par de litros de caldo de carne o pollo. Debe estar a punto de hervor.
-una taza de arroz que no sea parbolizado o vaporizado. Si son millonarios, arborio, pero si fueran millonarios no estuvieran leyendo esto.
-una cebolla.
-un par de morcillas que no sean de arroz (con las nuevas de la montserratina, carupaneras, debe ser la gloria)
-una taza de vino tinto (opcional)
-un par de cucharadas del ingrediente secreto

Preparación

Se pone a sofreir la cebolla bien picada.
Se le agrega la morcilla, sin el cuero exterior.
A los 5 minutos, se agrega el arroz y el vino.
Cuando el vino se haya consumido, se agregan cucharones de caldo, uno o dos a la vez, mezclando eventualmente el arroz, y nunca dejando que se seque. Este proceso debe prolongarse por unos 20 minutos.
Cuando haya pasado ese tiempo, se agrega el ingrediente secreto: queso crema, o en su defecto crema de leche.
Acompañar  con queso parmesano, y el resto de la botella de vino.Tomado, no se lo vayan a echar al risotto.

  

martes, 15 de marzo de 2016

Aromas, recuerdos


Un milagro hizo que aparecieran las caraotas negras en el  supermercado, mientras hacíamos la compra, y pudimos por fin adquirir un par de paquetes después de una prolongada abstinencia. Un kilo, que para nuestra familia puede servir para tres o cuatro repeticiones. La encargada de la preparación de los granos en casa es mi esposa Marianella, pues es quien tiene el dominio de la cocción. Yo ayudo ocasionalmente, casi siempre corrigiendo el punto de sal o verificando el ablandamiento de los frijoles. Ella las pone a remojar desde la noche anterior, y luego las monta con solo agua. Cuando ésta  hierve, baja el fuego, le agrega los aromas y la sal, y luego aguarda por su cocción definitiva. Como ven, una manera bien sencilla de prepararlas, con resultados satisfactorios.

Ayer, por cuestiones de repartición de tareas, me tocó a mí el proceso de aliñar las caraotas, y eché mano a lo que había en la casa: un par de ajíes dulces, una ramita de cilantro, un poquito de comino, y por supuesto sal. Piqué los ajíes bastamente, y el cilantro con mayor dedicación hasta obtener unas partículas que pudieran ser esparcidas en la olla. Y espolvoreé apenas una pizca de comino, pues puede ser muy invasivo si se abusa de él.

Cuando hube terminado, y aún después de lavarme las manos, noté que en ellas persistía el olor penetrante del cilantro, e inclusive podían apreciarse las notas del ají dulce, muy en el fondo. Y me puse a cavilar sobre el poder evocador de los aromas. Casi fatalmente me retrotraje a mi infancia, a la cocina de mi casa. Aunque los aromas allí eran otros: reinaban la albahaca, el romero, la salvia, el orégano. Olores mediterráneos, italianos. Los aliños criollos no tenían cabida frecuente, salvo cuando mi madre se aventuraba a preparar algún platillo venezolano que le enseñara una vecina. Y aún así esas recetas eran corregidas, para albergar algún ingrediente que las hicieran más aceptables a los paladares a los cuales estaban destinadas.

Tal vez el ejemplo más patente de esta situación tuvo lugar cuando se nos ocurrió hacer hallacas en casa de mis padres, por primera (y última) vez. Para ese momento ya era novio de Marianella, y había participado en tal vez una o dos ceremonias de preparación del condumio  navideño en su hogar, por lo que me consideraba bastante preparado como para dirigir, acompañado por ella, una jornada de elaboración de hallacas. Sin embargo, hubo un factor que no tomé en cuenta: la creatividad de mi padre. A él se le ocurrió que, en vez de elaborar un guiso tradicional, podíamos rellenar las hallacas con un estofado propio de la región del Véneto, la pastisada. No de caval, es decir, de caballo, como se elabora en la receta original, sino de algún corte de segunda que permita la larga cocción de la carne, y que no infrinja ninguna ley de protección animal. Creo que se usó lagarto, que en italiano recibe el nombre de manzo, pero no me atrevo a jurarlo dada la gran cantidad de años que transcurrió desde ese momento. La pastisada es un plato que se remonta al temprano Medioevo, específicamente al año 489 D.C. Y se originó, según la leyenda, como resultado de una feroz batalla ocurrida en las cercanías de Verona, en la cual cayó muerta una gran cantidad de caballos. Dicha circunstancia fue aprovechada por la población, que estaba pasando por un período de carestía y hambruna, para aprovisionarse  con la carne de las nobles bestias, puesta a macerar en vino y especias para prolongar su conservación. En fin, que la receta quedó en la tradición gastronómica de la ciudad y mis padres se la trajeron a Venezuela, cambiando de animal por razones obvias pero respetando el resto de la receta. La pastisada se casa a la perfección con la polenta, y de allí a imaginarla dentro de la masa amarilla de la hallaca fue un paso natural para la imaginación desbocada de mi padre. ¿Qué podría salir mal?

En realidad, todo. Ya sea por la inexperiencia de los participantes, o por la insólita combinación de sabores, el experimento resultó un fiasco total y absoluto. Pudimos constatar que la suma de dos cosas buenas no produce por necesidad una mejor. Creo que el único en alabar esas hallacas mestizas fue su inventor, más por pundonor que por convencimiento. Afortunadamente la producción fue muy escasa, tal vez unas 20 o 30 piezas, por lo que pudieron desaparecer sin mucha pena. Y ninguna gloria.

Copio a continuación la receta de la pastisada. Pero, por favor, no se les ocurra utilizarla como relleno de nada. Acompáñenla con una polenta recién hecha, o pasada por la brasa, y regada generosamente con los jugos de la preparación. Así, es una maravilla.

Ingredientes para 4 personas:
  • 600 gr de lagarto sin hueso, falda, pollo de res o similar
  • 2 zanahorias, 1 céleri (la parte blanca), 2 cebollas
  • Una hojita de laurel
  • Nuez moscada
  • Clavos de olor
  • Sal, pimienta en granos al gusto
  • 30 gr de harina
  • 40 gr de aceite de oliva
  • 40 gr de mantequilla
  • 100 ml de caldo de res
  • 1 lt de vino tinto (Valpolicella sería el indicado)
Preparación:
Colocar en un recipiente la carne cortada rústicamente y cubrirla con el vino. Dejarla marinar por uno o dos días, preferiblemente. 
En una cacerola se colocan el aceite y la mantequilla, y una vez calientes se saltean en ellos las verduras cortadas en juliana. Escurrir la carne, clavarle los clavos de olor, enharinarla y ponerla en la cacerola. Cocerla por alrededor de una hora.
Agregar el vino de la marinada, el laurel, los granos de pimienta y un poco de nuez moscada rallada. Dejar cocinar a fuego moderado por unas tres horas. De secarse mucho agregar algo del caldo de res. Ajustar sal y pimienta hacia el final de la cocción. La carne deberá quedar suave y desmechable.