La cola del pollo, en el mercadito del sábado en La Urbina, a pesar de no ser tan larga avanza con lentitud, y para pasar el tiempo me distraigo observando la destreza de los "acomodadores", que en un santiamén convierten un ave entera en dos muslos y dos pechugas completamente deshuesadas y transformadas en milanesas.
Dentro de la precariedad que presupone trabajar a la intemperie, en plena calle, son bastante organizados y limpios. Los restos que quedan del destace de los pollos los van echando en una cesta que tienen al lado, y cada tanto hacen un alto para lavarse las manos con el agua almacenada en un gran tobo.
Mientras tanto la señora Ana, ama y dueña del puesto, se multiplica: cobra, se faja a picar, saca más mercancía del interior del camión cava, sin descansar un minuto. Es una maquinita de trabajar, y sabe ejercer el mando con suavidad y firmeza a la vez. Sus empleados bromean con ella, pero con respeto.
Echo una ojeada alrededor, y me llama la atención una pareja conformada por una señora de cierta edad y un niño, presumiblemente su nieto, de unos 6 o 7 años. Ambos muy flacos, vestidos con ropa que demuestra su antigüedad pero, eso sí, pulcrísima y bien planchada.Su precariedad es evidente, aunque de cierto modo digna. Están en actitud expectante, pero paciente. En un momento determinado, la señora Ana los ve, y acto seguido se dirige a la cesta donde los "acomodadores" van dejando las vísceras, pescuezos, carapachos y alas que van sobrando de los pollos, y llena dos bolsitas con esos despojos para entregárselas a la señora y al muchacho, quienes las reciben sonrientes y después de un "gracias" casi dibujado en la cara, se van alejando.
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