No me considero una persona solitaria. Sin embargo, la
soledad no me espanta. Es más, a veces la disfruto, en determinadas
circunstancias. Una de las cosas que añoro son los viajes por carretera. Solo,
sin otra compañía que mi carro y una decena de cassettes mezclados, puestos a
sonar a todo el vatiaje que mi repro Pioneer KP9000 era capaz de proporcionar.
Por lo general, esos viajes iniciaban el viernes, a eso de las 5:30 o 6:00 pm.
A esa hora estaba enfilando hacia la carretera de oriente, al salir del
trabajo. Mi Malibú Classic, modelo 84, estaba presto a devorarse los 300 y pico
de kilómetros que nos separaban de nuestro destino, obedieciendo las órdenes
que le daba desde mi puesto de mando en el habitáculo. Sus seis cilindros y sus
328 pulgadas cúbicas de desplazamiento podían alcanzar velocidades que alguna
vez vieron al velocímetro rozar el guarismo 160, en las largas rectas que de
vez en cuando regalaba la estrecha y maltrecha carretera, Eran tiempos heroicos,
cuando la vía pasaba por todo el medio de las poblaciones y la autopista tenía construido
apenas el tramo hasta Guarenas, y el camino era un peregrinaje por caseríos de
nombres curiosos, como Araira, Tapipa, El clavo, Machurucuto, Boca de Chávez.
Yo me aprendía los nombres que leía a mi paso, y sabía que cuando llegaba a la
Granja Ladera estaba más o menos a mitad de camino, y la impaciencia me hacía
pisar tal vez más de lo debido el pedal del acelerador. Pero no por mucho
tiempo, pues enseguida comenzaba la zona montañosa de Aguas Calientes, lo que
representaba tal vez unos veinte minutos de andar pausado y precavido, pues más
de un carro se había ido por el barranco. Luego de ese tramo ya todo era más
fácil: faltaba pasar por Clarines, luego Puerto Pirítu, y por fin el destino de
mi viaje: la trinidad Barcelona-Lechería- Puerto la cruz. Habrían pasado entre
cuatro y cinco horas desde el momento de mi partida, de no haberse presentado
inconvenientes mayores, y yo me sentiría algo exhausto pero feliz por ese
tiempo a solas conmigo.
Éste es mi cuarto de juegos. Siéntanse libres de tomar lo que gusten; si quieren dejar algo, también sirve.
sábado, 10 de noviembre de 2018
domingo, 4 de noviembre de 2018
Learning to drive
Hay
películas que pasan desapercibidas injustamente, tal vez por faltarle el
músculo publicitario de los grandes estudios,o porque su tema se aleja de los
que consume con fruición el público masivo; que, en una palabra, no tienen lo
que se necesita para volverse ”mainstream”. Ayer vi una de esas películas. Se
llama “Learning to drive” (2014). Cuenta en su elenco con nadie menos que Sir
Ben Kinsgley, además de una actriz que no conocía o no recordaba, Patricia
Clarkson, que fue una agradable sorpresa. A partir de una premisa muy simple,
la película desarrolla una trama con múltiples impicaciones y consideraciones,
que van desde la inmigración ilegal hasta cómo afrontar el adulterio, pasando
por el sexo tántrico y los matrimonios arreglados. La anécdota ve a un
inmigrante indú, interpretado con mucha soltura por Kinsgley (no en balde
protagonizó ese portento de personaje que fue Gandhi, hace 36 años) que, para
poder mantenerse en Nueva York, desempeña dos trabajos detrás del volante:
alterna el oficio de taxista, que cumple en las noches, con el de instructor de
manejo. Es en su faceta de taxista que conoce, en circunstancias algo
traumáticas, a Clarkson. A partir de ese momento sus vidas entran en contacto,
y ambos obtendrán valiosas lecciones de vida el uno del otro. Trataré de no
hacer ningún spoiler mayor; solamente diré que la película se salva de concluir
al estilo holliwoodense, lo que agradecí bastante. Se las
recomiendo; está en Netflix.
sábado, 3 de noviembre de 2018
El callejón de la puñalada
Nunca frecuenté algún local del callejón de la puñalada, llamado formalmente Pasaje Asunción. Pero esa calle no me es ajena. La visitaba asiduamente en mi infancia, pues en uno de los inmuebles que se asoman a ella vivía una familia conocida. Era la casa de una buena amiga de mi hermana. En mis recuerdos era un apartamento más largo que ancho, con el desorden propio de un lugar en donde vivían una adolescente y sus dos hermanos pequeños. Unas oscuras escaleras conducían hacia él. Creo recordar un largo balcón que permitía asomarse al callejón. Yo, a mis 7 u 8 años, era inocente a la vida que se gestaba más abajo. No sabía que la bohemia intelectual de esa Caracas, imbuida de vapores revolucionarios y altamente alicorada, tenía su asiento allí, en los varios bares que cobijaba. Luego, de mayor, lo evadía. Su fama, que ya conocía, hacía que el pequeñoburgués de mí sintiera algo entre el temor y la repulsión por ese sitio. Hoy es asiento de algún local de ambiente, un hotel que tiene toda la vida allí, y una fauna variada de buhoneros, hippies y hippiebuoneros, tatuadores y colocadores de piercings. No sé del origen del nombre con el que se conoce, sería genial encontrar alguna crónica que lo explicara. Caracas necesita rescatar esa historia menuda.
viernes, 2 de noviembre de 2018
Yonaider, piloto
Yonaider está en la fila del cerro en donde vive, volando un papagayo que hizo con dos veradas que cogió en la quebrada y papel celofán que encontró en la bolsa de basura que había registrado más temprano, en su patrullaje cotidiano. El papagayo le salió bien bueno, y ya es un puntico en el cielo, casi invisible. No sabe cuánto pabilo ha desenrollado, pero de seguro son cientos de metros. Yonaider afina la vista para tratar de ver a su creación, pero de pronto lo distrae otro objeto volador. Un blanco, reluciente y modernísimo jet, que todos los días cruza por encima del cerro, a la misma hora. Yonaider sueña con volar un día dentro de ese jet. Por ahora, debe conformarse con pilotar su cometa. Su honesto papagayo.
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