viernes, 28 de junio de 2019

La historia tras un cuento

La noche me produce sentimientos encontrados. Me atrae, pero al mismo tiempo me espanta. Me seduce, pero también me asusta. Me evoca momentos de pasión, pero también de terror. En la noche están sueltos los ángeles y los demonios, y a veces cuesta distinguir quién es quién.
La noche fue un territorio vedado, para mí, hasta que tuve 18 años, y carro propio. Antes de eso, mis visitas a esa región fueron esporádicas, y supervisadas por adultos la mayoría de las veces; era infrecuente que me encontrara fuera de mi casa después de las ocho de la noche sin que estuviera presente algún miembro familiar, o algún padre de los amigos que me acompañasen. Tal vez en las fiestecitas, pero por lo general estas ocurrían en ambientes controlados, y uno sabía que había ojos por doquier, velando por que las cosas no se salieran de cauce. Pero eso cambió de  manera radical al llegar mi mayoría de edad, cuando me puse detrás del volante. Allí agarré calle, y comencé a tener encontronazos con ella, la nocturnidad. Tan temprano como a las dos o tres semanas, cuando, una noche de domingo, las luces de unos faros me alumbraron de frente, al tiempo de que una coctelera comenzara su danza frenética encima del techo de la patrulla que me pilló comiéndome una flecha, en una calle cualquiera de Las Mercedes. Esa infracción involuntaria –lo juro, no fue a propósito, no conocía el flechado– me costó unas 36 horas tras las rejas, en una jefatura cercana a la redoma de Petare. No fue tan terrible como se podría imaginar, pues mis compañeros de prisión, en su mayoría, eran también infractores de tránsito, y no tuve mayores inconvenientes que la notoria insalubridad del recinto, con sus colchonetas hediondas a orina y la única poceta disponible rebozando, bueno, eso que se puede hallar rebozando en una poceta de cárcel, usada por unos veintitantos reclusos.
Después de eso comenzó la etapa de los amores difíciles, y de los guayabos, que solía drenar saliendo a recorrer la ciudad, solo, sin rumbo fijo, con la oscuridad y los 20 vatios del equipo de sonido, sonando a todo trapo, como única compañía. En uno de esos lances terminé, sin saber cómo, en una trocha de tierra, usada para practicar motocross; las ruedas traseras atrapadas en el barro, girando inútilmente, hundiéndose cada vez más con cada pisotón que le daba irreflexivamente al acelerador. Hasta que un par de los motociclistas se apiadaron de mí, dejaron de hacer piruetas, y me ayudaron a salir de ese trance. Eso fue por los lados del seminario del El Hatillo, pues mis recorridos me llevaban a lugares muy alejados de mi hogar. Otra noche, en cambio, fui a rumiar mi despecho a un autocine, ese que quedaba a la vera de la Cota Mil, viendo las desventuras de Burt Reynolds tratando infructuosamente de suicidarse, en una comedia que no tuvo el poder de hacerme reír, ni de olvidar el motivo que me había llevado a ese lugar.  
Pero la situación más extraña, en donde los protagonistas fueron mi Fiat y la noche, me ocurrió un par de años después. Ya me había ennoviado seriamente, con la mujer que todavía hoy comparte la vida conmigo, y teníamos cerca de un año de andar juntos. Fuimos, junto con su hermano  Diego y su mejor amiga, María Consuelo, a la fiesta de despedida de un compañero de la universidad que había conseguido una beca para Europa, y allí se consagraría más tarde como uno de los mejores exponentes de las danza contemporánea, hoy por hoy residente en Amsterdam, en donde dirige una academia de baile: mi gran amigo David Zambrano. La reunión tuvo lugar en Santa Mónica, en una casa de alguna de las calles que trepan hacia las colinas. Supongo que sería cerca de las dos de la mañana cuando abandonamos la fiesta, y nos dirigimos hacia la autopista para ir a casa. Dejamos atrás el Crema Paraíso, y unos cuantos metros más allá me estampé contra la defensa del canal de incorporación a la Valle-Coche. No íbamos muy a prisa, por lo que no hubo incidentes qué lamentar. Del asiento posterior emergió la mano de mi cuñado Diego, quien la posó sobre mi hombro y me dijo: “¿quieres que maneje yo?”, a lo que yo, como toda respuesta, le di un manotón al volante, que giró alocadamente, como si fuera una ruleta de casino. No, no estaba bajo el influjo del alcohol: se había averiado la dirección del carro.
Nos bajamos ambos, a hacer una revisión del daño, pero por la oscuridad reinante no pudimos sacar nada en claro. De pronto, apareció un Volskwagen, que se estacionó cerca, y del él salió su conductor, que se ofreció a auxiliarnos. “Lo primero que hay que hacer es mover el carro de donde está, se lo puede llevar  alguien por delante”, sentenció. Y tenía razón; la manera como había quedado mi Fiat entorpecía drásticamente la entrada a la autopista. Entonces ideamos una maniobra arriesgada, pero que resultó efectiva. Yo me monté en el carro, comencé a retroceder lentamente, mientras Diego y el tripulante del VW, uno a cada lado del carro, empujaban las ruedas en el sentido apropiado para sacar al automóvil de allí. Tras unos buenos diez minutos logramos orillar el vehículo en un lugar menos peligroso. Entonces, la persona que había salido en auxilio de nosotros se ofreció a darnos la cola, a lo que accedimos con cierta reluctancia, pues, salvo su amabilidad, no conocíamos más nada del hombre. Pero no teníamos muchas opciones, así que abordamos su carro. Creo que me monté yo delante, como copiloto, y Diego con Mary y María Consuelo en el asiento de atrás. Pero nuestro circunstancial amigo tenía planes, aparentemente. No quiso llevarnos enseguida a casa; la noche era joven, para él. Y nos llevó a un antro por los alrededores: el bar Mariela.
Un bar de ficheras, era. Las muchachas entraron en crisis, como es de suponer, pues el ambiente lucía lóbrego, sórdido (o, por lo menos, así lo percibimos). Tras intercambiar miradas de alarma, se fueron al baño, y Diego y yo tratamos de convencer al hombre de que nos sacara de allí, pues no nos parecía un sitio adecuado para nuestras acompañantes. Él puso algunos reparos, pero al final cedió, con la condición de que lo acompañáramos, luego de dejarlas en sus casas, a otro lugar. Decidimos complacerlo, y a los veinte minutos ya estábamos en Macaracuay, dejando a buen resguardo a las chicas. Diego tomó el carro que usaba en esos días, casualmente también un VW, y nos fuimos detrás del otro escarabajo, en pos de la penúltima parada de esa noche tan inusual. Recalamos en un barcito por los lados de Buena Vista, donde aparentemente nuestra guía era habitué, y estuvimos tomando cerveza tras cerveza, hasta la hora de cierre. Pero no acabaría allí esa aventura. Antes de despedirnos, el hombre nos pidió que lo acompañáramos a su casa, que quedaba en un callejón casi al frente del bar. Lo hicimos, y terminamos sentados en medio de un reguero de ropa tirada por todas partes, en un humilde cuarto de algo que no sé si sería una pensión, tomando del pico el resto de una botella de ron que tenía guardada nuestro anfitrión para una ocasión especial, y escuchando en loop, en la voz de Gualberto y nosotros haciendo los coros, la triste historia de Páez y el Negro Primero: “El catire y el negro”. Cuando salimos por fin de ese lugar, ya comenzaba a clarear.
Pero, tal vez, lo más asombroso de esta historia ocurrió el día siguiente, cuando fuimos nuevamente a Santa Mónica a ver si todavía estaba, y en cuáles condiciones, mi carrito. Para mi sorpresa, lo hallamos intacto, donde lo habíamos dejado. Y un perno solucionó el problema: se había roto la pieza que conectaba la barra de la dirección con el mecanismo que hacía mover hacia los lados las ruedas. Así que la reemplazamos con un tornillo cualquiera, y me pude ir de allí manejando mi Fiat. Más nunca supe del inesperado salvador de la noche anterior, el que nos sacó del apuro sin pedir a cambio más nada que un poco de compañía. El que nos mostró un aspecto inédito, para nosotros, de la Caracas nocturna. La Caracas a la que le cantaría, entre tantos otros, Yordano, en su canción “Perla negra”. Los hechos ocurridos durante esa noche tan particular me sirvieron como base para el cuento “Viaje al fondo de la noche”.




domingo, 23 de junio de 2019

La herida

El seminterno tenía días sin dejarse ver, y yo había temido lo peor. Hoy, bajo la lluvia pertinaz, vino a guarecerse en el borde de nuestra ventana; un filo de 10 centímetros, en donde ejercita su vocación de equilibrista. Como de costumbre, tomé un poco del alimento de nuestras mascotas fijas y fui a dárselo; como de costumbre, se escabulló a un lugar seguro mientras abría la ventana y le dejaba la ofrenda en el piso de la escalera de caracol. Como de costumbre, subió los peldaños apresuradito, receloso, y tomó el pedazo de carnaza. En ese fugaz momento pude observarlo, y vi que tiene la frente destrozada; una herida profunda le recorre el lado derecho de la cabeza. Quién sabe cómo se habrá lastimado. Un perro, quizás. Otro gato más grande, tal vez. Ni lo sabremos, ni podemos hacer mucho más por él, salvo darle comida y y proveerle un refugio precario. No permite ningún acercamiento. Es libre, y se atiene a las consecuencias que se derivan de esa libertad.

viernes, 21 de junio de 2019

Elogio a los cines de calle


Cuenta la leyenda que antes del streaming, antes de Netflix, antes de los quemaítos, antes de los multiplex, la gente veía películas yendo a salas de cine que quedaban en su zona, y podía ir a pie, además. Existían los cines a puerta de calle, es decir, salas ubicadas en edificios, muchas veces sin otro uso que el de servir como cine, de dedicación exclusiva, digamos, a los cuales se les accedía directamente desde la calle.

Los caraqueños han sido, tradicionalmente, voraces consumidores de los productos fabricados en los grandes estudios de cine. De ello hay confirmación tanto en los archivos de prensa, como en la tradición oral, y en la literatura. En su relato “De cómo Panchito Mandefuá cenó con el Niño Jesús”, perteneciente a “Cuentos grotescos”, escrito en 1922, Pocaterra narra, refiriéndose a Mandefuá: “Indudablemente era una autoridad en materia de cinematógrafo y tenía orgullo de expresarlo entre sus compañeros, los otros granujas: ‘Mira, vale, para que a mí me guste una película tiene que ser muy crema’”. El cine que menciona Pocaterra, como sala de elección de Panchito, es el “Metro”. Debo averiguar si existió en realidad esa sala, o es una licencia literaria. De lo que sí tengo certeza es de la buena cantidad de negocios dedicados a la exhibición de películas que existieron en Caracas, en diversas épocas. Se puede decir que era una de las diversiones principales de fines de semana para los habitantes de esta ciudad. Me contaba mi suegro que, estando bastante pequeño, iba al cine a ver los seriados de Flash Gordon, antecesores de las series televisivas, que se pasaban por capítulos consecutivos, los sábados y los domingos. Los espectadores se veían obligados, entonces, a asistir varias veces a las salas, si no querían perderse la historia. Y cuidado si el proyeccionista se equivocaba, y ponía un capítulo repetido o se saltaba un episodio. La multitud congregada en la sala podía volverse violenta.

Yo, como he dicho en innumerables ocasiones pero no me canso de repetirlo, crecí en los alrededores de Sabana Grande, y puedo recitar de memoria las salas de cine que se hallaban en su “zona de influencia”. Comenzando desde el este, y más cerca de Campo Alegre que de Sabana Grande, pero accesible a pie si se era buen caminante, estaba el Lido, el de los estrenos de Disney y el fabuloso mural. Allí vi, entre otras películas, la celebérrima Fantasía. Continuando el recorrido mental, la siguiente parada corresponde a los primeros cines múltiples de Caracas, el famoso Multicine, ubicado en el edificio de Beco. 4 salas, con funciones cada media hora, como para que nunca se llegara tarde. Luego, unos pasos más allá, en el sótano del CC Chacaíto, teníamos los Cinemas 1, 2 y 3. Salas vagamente europeas, en donde pasaban el noticiero alemán “El mundo al instante”, y ¡se podía fumar!, cosa altamente absurda y peligrosa, por cierto. Allí vi joyas del gore como “Flesh for Frankenstein”, pero también clásicos como “Tiempos modernos”, del genial Charles Chaplin. Siguiendo nuestra ruta, a poca distancia de los Cinemas estaba el Broadway, una de las salas de estreno de Sabana Grande. Recuerdo unas esculturas de metal al fondo de la sala, en la pared  en donde estaba la pantalla. Allí vi “Love and death”, de Woody Allen, llamada aquí “La última noche de Boris Grushensko”, entre otras películas que ya se fueron de mi memoria. Prosiguiendo el camino por la calle real, nos topábamos con el Teatro Río, que cumplía un doble papel: además de sala de cine, era usado para montar piezas de teatro infantiles, los domingos en la mañana. Recuerdo que me llevaba mi padre, y que rifaban cajas de chucherías que nunca gané. Luego, ya mayorcito, fui sin compañía adulta a ver allí “La aventura del Poseidón”, película que repetí por lo menos un par de veces más. Esa sala, además, fue alquilada por un canal de televisión para grabar un programa de nuevos talentos, con público presente. Recuerdo que, en ese período, dentro del cine había letreros luminosos rotulados con las palabras “Aplausos” y “Abucheos” (u otra similar, mi memoria no llega a tanto), que se encendían cuando se quería una reacción determinada de la audiencia. La siguiente parada en este recorrido corresponde a un cine que desapareció en los sesenta, y del cual no tengo muchos recuerdos: el Metropol. Sé que fue muy famoso en la década anterior, y que a su alrededor se formaban tumultos juveniles cuando estrenaban allí las películas de “beatniks” que se popularizaron en esos años. Para llegar a la siguiente sala, era necesario recorrer gran parte de la avenida Lincoln, pues se encontraba casi al final de ella, en sentido oeste: el entrañable Radio City. El de las taquillas de ensueño, con su diseño que hoy podemos calificar de “steam punk”. Allí vi, entre muchas otras, la ópera rock Tommy, de los Who. Pero la película que asocio a ese cine es una que no vi nunca: “El último tango en París”. Recuerdo la cola gigantesca a sus puertas, un día de reestreno. Un poquito más allá, en la avenida Las Acacias, teníamos dos opciones: hacia el sur, el cine Las Acacias, y hacia el norte, esa estupenda sala dedicada al arte y ensayo, La Previsora. En Las Acacias vi tanto películas picarescas como de terror, entre las que recuerdo “Suspiria” de Dario Argento. En La Previsora, en cambio, vi “Cría cuervos”, de Saura. Ya vamos llegando al final de este paseo cinematográfico por Sabana Grande, y lo vamos a hacer con broche de oro, pues cerraremos con dos excelentes salas: el Teatro del Este, y el Pequeño Teatro del Este. Una maravilla ambas, con todo el espíritu moderno que envolvió a Caracas en los años cincuenta. Del Teatro del Este recuerdo las funciones de media noche, cuando Caracas era una ciudad amable, y no entrañaba peligro alguno salir a las dos de la madrugada de una sala de cine, y dirigirse a comentar la película a una de las tantas areperas que ofrecían servicio las veinticuatro horas del día.

Sí, hoy en día es muy fácil consumir cine en la comodidad del hogar. Pero,  ¡cómo extraño llegar ligeramente tarde a la función, ser acompañado por la acomodadora que iba alumbrando el camino con una linterna, y sumegirme en una de las butacas, con la bolsa de cotufas en una mano y las carlotinas , el maní, la fruna y el chocolate en los bolsillos, para disfrutar de dos horas de drama, suspenso o comedia, en compañía de otras treinta o cuarenta personas que experimentarían las mismas emociones que yo!


miércoles, 19 de junio de 2019

El binomio de Newton

(a + b)²=a²+2ab + b². Una sencilla fórmula que aprendí por mi cuenta, antes de que me la enseñaran formalmente en alguno de los años del bachillerato, cuando la educación se dividía en: primaria, de seis grados; un ciclo básico común, de tres años; y un ciclo diversificado, en donde uno podía −en teoría− escoger entre la vertiente de ciencias y la de humanidades (digo en teoría, pues mi colegio no tenía la segunda opción), de dos años. La aprendí de rebote, cuando la estaba estudiando mi hermana y me la repetía, para memorizarla. A mí me pareció algo genial. No entendía para qué servía aquello, pero lo memoricé también. Sí, eso es algo que haría cualquier nerd. La palabra no existía, o no se usaba todavía en Venezuela, pero yo encarnaba al arquetipo. No muy sociable, bastante tímido, sobre todo en lo que se refería a abordar chicas, buen estudiante (aunque no muy estudioso, en realidad: me bastaba con atender las clases para asimilarlas), lector bastante voraz. Ah, y con lentes.
Es muy común que las muchachas se fijen en los alumnos mayores, e ignoren a los de su mismo salón. Debe ser cuestión de madurez, supongo. Uno desarrollaba amores platónicos, violentos e imposibles hacia chicas inaccesibles, que habían crecido a su lado pero que lo consideraban algo así como un hermano, o, peor, un confidente, y le contaban las cuitas amorosas, o los encuentros con sus novios que tenían moto, o carro, como para agudizar el martirio. Pero llegaba el momento del desquite, que sucedía cuando uno alcanzaba los grados superiores y disponía de un coto de caza en los salones de los primeros años.
Yo había puesto mis ojos en una muchacha de tercer año. Muy bonita, menuda, de cabello oscuro y largo. Comencé a tratar de llamar su atención, pero con escasos resultados. Indagando en sus gustos, supe que era una tenista de buen nivel, y busqué por ese camino. Pero no era esa la vía hacia su interés,ya que yo tenía el enorme "hándicap" de ser un pésimo jugador de ese deporte. Por primera vez le sacaría provecho a mis conocimientos: su punto débil eran las matemáticas, y allí estaba yo para auxiliarla. Organizamos un encuentro de estudios en casa de una de sus condiscípulas, que también cojeaba de la misma pierna, y vivía cerca de mi casa. Todavía recuerdo mi azoramiento en el camino hacia su edificio. La avenida Los Jabillos se me antojó interminable, tal era mi ansia.
Por fin llegué, nos instalamos en la mesa del comedor, y comenzó mi improvisación como profesor de matemáticas. Uno de los temas a tratar era precisamente el binomio de Newton. Yo, envanecido por mis conocimientos, pensé que iba a ser mi gran victoria. Pero no contaba con un detalle: mi escasa habilidad para impartir conocimientos, y mi nula paciencia. No sé cuántas veces traté de explicar aquello, ni de cuáles maneras diversas. Lo escribí, lo grafiqué, hice ejemplos. Nada funcionó. Por fin, tuve que capitular, y les dije que se aprendieran la fórmula de memoria, o que hicieran una chuleta. Que de todas maneras, eso no les iba a servir para más nada, en la vida. Claro que en ese momento esa afirmación fue un reflejo de mi propia experiencia.
Me fui derrotado de ese apartamento, pensando que había arruinado la oportunidad. Pero, para mi sorpresa, no fue así: por un par de semanas, mantuve la ilusión de haber cambiado mi estatus, de haber salido de la “friend zone”, por decirlo con un término actual. Dos semanas gloriosas, donde no hubo nada en concreto, pero sí conversaciones, miradas, ilusión. Como suele suceder, ese esbozo murió de inanición. No tenía cómo funcionar, de todas maneras. Ese sería mi último trimestre en el colegio, y ya más nunca la vería. Así como más nunca le daría uso al binomio de Newton.

sábado, 15 de junio de 2019

El Palmar y los US Keds


Hay toda una polémica en las redes sociales, ese espejo de la opinión pública, acerca del reciente cambio de nombre de la entidad federal antiguamente conocida como Departamento Vargas, luego transformada en estado −manteniendo el nombre del prócer civil−, y ahora, por obra y gracia del capricho de alguien, convertida en Estado La Guaira. Como todos los cambios toponímicos impuestos a la fuerza, este también será inútil. La gente continuará llamando Vargas a ese estado. O, más coloquialmente, le dirá como le ha dicho siempre: la playa. Es que esa franja costera, apiñada entre el mar Caribe y la serranía de la costa, será siempre sinónimo de fin de semana sabroso, de baño de mar, de pescado frito, para el caraqueño. Por lo menos, yo tengo una relación amorosa con el litoral central, que data de mi temprana niñez. No puedo saber a ciencia cierta cuándo fue la primera vez que “bajé”, pero hay fotografías que atestiguan mi estadía en Macuto (que fue playa de elección a comienzos de los sesenta) estando yo bastante pequeño, comenzando a caminar, tal vez.

Lo cierto es que toda mi infancia, y toda mi adolescencia, estuvieron cundidas de visitas a la playa. Tanto a balnearios públicos, como el mencionado Macuto, Camuri Chico, Marina Grande, Naiguatá, como a instalaciones privadas como los hoteles Riviera, Macuto, Macuto Shératon y el Palmar. A este último va dirigida la crónica, que se me ocurrió al ver publicada en Facebook, en un grupo dedicado a fotos antiguas de Caracas y sus alrededores, una fotografía de ese edificio, que comenzó como hotel y creo que ahora funciona como propiedad horizontal. La agraciada estructura, que data tal vez de finales de los años cuarenta, se asoma al norte, con su fachada completamente saturada de balcones. Al frente de ella se encontraba un balneario, denominado “Playa Lido”, que era una especie de bahía artificial, constituida por un gran espigón de concreto que cumplía funciones de contención al brusco oleaje del Caribe, y permitía represar el agua de mar, garantizando el baño tranquilo a los temporadistas. A mí siempre me pareció un desatino ese invento, pero tenía su público, pues lo recuerdo lleno de gente todas las veces que lo visitaba.

Al principio, nuestras visitas se limitaban solamente a Playa Lido, y nunca entramos al hotel. Pero, cuando tenía tal vez once años, nuestros vecinos de enfrente −aquellos con quienes jugaba en secreto a “Casos y cosas de casa”, pues las ventanas de las respectivas cocinas estaban enfrentadas y eran comunes las conversaciones a través de ellas, tal cual en la teleserie−, habían alquilado un apartamento en el hotel, y me invitaron a pasar unas breves vacaciones con ellos. Mi mamá, tan respetuosa de las normas y de dar una impresión impecable, decidió que debía renovar mi guardarropas playero, y salimos de compras por el bulevar de Sabana Grande. De esas compras recuerdo un solo objeto, que me empeñé en tener apenas lo vi. Se trataba de un par de zapatos US Keds, que tenían la particularidad de ser tricolores: un costado azul, el otro rojo, y la lengüeta de un morado claro, tirando a violeta. Me parecieron los zapatos mas “cool” del planeta (claro que no empleé esa palabra, todavía mi vocabulario no estaba contaminado con extranjerismos), y decidí que formarían parte de mi personalidad. Creo que, en esas vacaciones, los demás niños se referían a mí como “el chico Keds”, pues esos zapatos abandonaban mis pies solamente para bañarme en la piscina de agua salada del hotel, o en la playa, a la cual se le accedía gracias a un pasadizo subterráneo que comunicaba el edificio con el mar. Del resto, andaba con ellos puestos todo el tiempo. Fueron unas vacaciones muy significativas en mi vida: las primeras sin la presencia incumbente de mis padres, que a veces pecaban de sobreprotectores y me sofocaban; y también constituyeron una especie de “rito de pasaje”, el momento en el que salí de la infancia para comenzar el tránsito por la pubertad. El momento en el que descubrí la atracción por las muchachas, en particular una de ellas, que me dejó una inquietud que no supe comprender en ese momento, pero a la cual no podía dejar de contemplar cuando la tenía cerca. La conocí, aunque tal vez el verbo no sea exacto, pues no recuerdo haber tenido alguna interacción con ella, en el salón de juegos del hotel, cuyo punto focal era una desvencijada mesa de ping pong, con su malla apolillada y curvada como un chinchorro, en la cual hacíamos cola para poder jugar. Ella era la estrella, y le ganaba a todos. Recuerdo apenas su pelo, recogido con una cola de caballo, su risa desenfadada cuando derrotaba a cada uno de los contendientes que se le ponían por delante, y su cuerpo, que comenzaba a adquirir las proporciones típicas de una adolescente, y que tuve la oportunidad de ver con cierto detalle cuando se bañába en la piscina, con un bikini de los que se usaban en esa época. Creo que nunca tuve el coraje de dirigirle la palabra; su imagen me torturó durante cierto tiempo, después de esas vacaciones tan especiales para mí.

sábado, 8 de junio de 2019

El tigre de Gales, la vecina y el manojo de perejil



Esta mañana vi un post en Facebook, que rendía cuenta del cumpleaños nro. 79 del señor Tom Jones. Me asombra que tenga apenas 20 años más que yo, puesto que mis recuerdos sobre él se remontan al año 67 o 68, cuando yo era apenas un niño que recién salía a la calle sin supervisión y él era ya una estrella consagrada, una figura habitual en los programas de variedades, en la radio y en las revistas, que eran los medios de información que teníamos a la mano. No es que yo me interesase por esos temas; pero sí me interesaba, y mucho, una vecina del edificio, una muchacha bastante mayor que yo, zalamera, que seguramente para fastidiarme me hacía ojitos y en alguna oportunidad me dirigió la palabra, cosa que infló mi ego a niveles estratosféricos. A partir de ese momento yo aprovechaba todas las ocasiones  que se me presentaran para estar cerca de ella. Una de esas oportunidades tuvo que ver precisamente con el señor Jones. No sé si la noche anterior se había presentado en la televisión, aunque eso fue así en mi recuerdo. Me habían mandado al abasto cercano, una bodega con pretensiones de automercado, aunque su tamaño no daba para tanto, en donde comenzaba la modalidad de autoservicio, a comprar, entre otras cosas, un manojo de perejil. Allí estaba el objeto de mis desvelos, apoyada contra la nevera de las verduras, relatando con lujo de detalles la presentación del cantante, describiendo su vestimenta, alabando sus movimientos, muriendo por su melena, y cantando con su voz terriblemente desafinada, y sospecho que inventando la letra,  la canción que había puesto de moda el galés, Delilah. Yo me quedé paralizado frente a ella, viendo su “performance”, y, por supuesto, mudo. No me atrevía a hablarle, y mucho menos a acercarme a ella, cosa que por otra parte era necesaria, pues debía buscar el perejil que estaba a unos centímetros de sus nalgas. Total que esperé a que terminara su acto, y, como una exhalación, fui a la nevera, metí la mano y tomé el primer ramo que vi, sin fijarme mucho en su estado de conservación.  Luego busqué las demás cosas que me había encomendado mi madre, pagué y me fui derechito a mi casa, tarareando en mi mente la melodía de la canción masacrada por la muchacha. Cuando llegué, puse la compra sobre la mesa de la cocina, y me fui a jugar. A los pocos minutos, me llamó mi madre. “Vas a tener que regresar al abasto. Te dije perejil, no cilantro”.

lunes, 3 de junio de 2019

Con la burocracia hemos topado

La burocracia tiene una culebra conmigo. Por alguna razón, cualquier trámite administrativo que emprendo suele ser un viacrucis de impedimentos, demoras y desvíos que hacen que prorrogue hasta lo indecible esas tareas. Ayer tuve otro episodio. En La Urbina funcionan, puerta con puerta, oficinas del SAIME y del INTT. Desde el año 2017 mi solicitud de pasaporte dormía el sueño de los justos, hasta que milagrosamente llegó un correo indicando que el documento ya estaba impreso y había sido enviado a la oficina en donde lo tramité, esa misma de La Urbina. Así que a eso de las 7:30 me presenté al lugar, en donde la realidad me tenía preparada una nueva decepción. Para poder retirar el pasaporte (que no ha llegado aún, ¿será que viene en burro?) hay que hacer un depósito bancario de 80.000 Bs, en una agencia. Es decir, en pleno siglo XXI no hay manera de pagar por medio electrónicos, ya sea por transferencia, pago en linea o punto de venta. En fin, lo tomé filosóficamente y me fui a tomar un café para hacer tiempo, ya que me pasarían buscando luego. Estando en la panadería me topé con un funcionario de la otra oficina, la de tránsito, y le pregunté por la renovación de la licencia. ¡Facilito! Apenas 5 hojas en blanco, una fotocopia de la cédula y 3.600 Bs pagaderos por punto de venta. Entonces me fui a una papelería cercana a comprar las hojitas y sacar la fotocopia, y con eso en mano me dirigí a renovar la licencia que cargo vencida desde hace un buen par de años. Pagué por el trámite, me senté frente al mismo señor que me había dado la información momentos antes, quien transcribió mis datos y posteriormente me indicó que me dirigiera a otro escritorio. Allí, el funcionario me preguntó: "¿trajo celular para sacar la foto?". Por suerte lo tenía, así que me tomaron el retrato, se lo envié por Whatsapp al hombre, y me fui. En la noche, recibí el correo con la licencia lista para ser impresa. Caramba, cómo he cambiado.