sábado, 29 de septiembre de 2018

La mascota

Al comienzo de la calle en donde vivo, ciega la pobre, hay una caseta de vigilancia. Por ella, en el transcurso de los 10 años que llevo aquí, ha desfilado una buena cantidad de vigilantes. Unos mejores que otros; unos que duraron años, otros que se fueron a los días. Es un trabajo monótono, fastidioso y que no plantea casi ningún reto. Y cansón, ya que se hacen turnos de 24 horas. Hoy tenemos tres vigilantes que se alternan, es decir, cada uno tiene dos días de descanso entre jornadas, lo que les alivia bastante la carga. En estos días adoptaron un cachorrito. Una cachorrita, en realidad. Tendrá si acaso un par de meses de nacida. Al principio se estaba quieta dentro de la caseta, pero poco a poco ha ido ganando confianza y ya se atreve a excursionar por la calle. Todo el mundo tiene que ver con ella: hasta mis perras la ven con curiosidad cuando salgo con ellas y le pasan al lado. Ella las ve a su vez, con ganas de pegársenos atrás pero también con cierto temor, por la gran diferencia de tamaño. Ahora parece que la principal tarea de los vigilantes es estar pendientes de la perrita. Cada uno la trata a su manera, pero por lo que se ve, con muchísimo cariño. Creo que ahora tienen un aliciente para ir al trabajo, y tal vez -pendejeras mías, seguramente- esperan con ansias que les llegue su turno para pasar el día con su mascota compartida.

viernes, 28 de septiembre de 2018

Matas de platabanda

En el techo de mi casa mora una colección improbable de matas. En el heterogéneo inventario constan tres árboles a los que el destino no les tenía dispuesto echar raíces tierra adentro, y ahora viven en un estado intermedio entre el de bonsai y el tamaño real. Se trata de un caucho, un ficus y una ceiba, confinados cada uno en un matero, y que no alcanzan el metro y medio de altura. También, en otro matero, crece -medra- un cactus, que de tanto en tanto procrea un fruto inútil por incomestible. Y, en un recipiente de cerámica, un disco negro azabache, un intento de paisajismo mínimo con plantas suculentas, cuyo nombre desconozco salvo el de aquella llamada jade. En el centro del arreglo estaba plantado un pequeño cactus redondo, insignificante. Hoy en día ha crecido tanto que amenaza con sofocar a sus compañeros de maceta, arrinconándolos hacia el borde del recipiente. Ayer subí al techo para revisar el contenido de los tanques de agua, porque uno nunca sabe cuándo volverá y hay que estar pendientes y concientes sobre cúanto líquido se dispone. Luego de la revisión, me acerqué a ver si había novedades en el sector vegetal, y noté que del cactus terrófago están despuntando unas tres flores. Ya las he visto antes: son flores extravagantes, de color rosado subido. En un arranque imaginativo simplista, pudieran calificarse de extraterrestres, por lo poco parecidas a las demás flores que vemos normalmente. Y efímeras: duran a lo sumo un par de días, y luego se marchitan discretamente hasta desaparecer. Mis conocimientos en el campo de la botánica son escasos tirando hacia nulos, y no entiendo el sentido o la función de esas flores. Pero, en realidad, cuántas cosas que nos rodean carecen de sentido, ¿no?

jueves, 13 de septiembre de 2018

Enfrentar los miedos

Como la mayoría de la gente de su generación y estrato social, mi mamá no cursó más estudios que la escuela primaria. Pero tenía una sabiduría atávica, aunada a una gran inteligencia. Autodidacta, sabía hacer una cantidad sorprendente de cosas. Sabía también cómo lidiar con cualquier aspecto de la vida cotidiana, de una manera práctica y expedita. Y también tenía unos modos peculiares para dar lecciones que se quedaban grabadas. Va de cuento: por alguna razón, a los once años desarrollé un temor específico: que un hampón penetrara de noche a la casa. Acabábamos de mudarnos a nuestro nuevo apartamento, más amplio que el anterior, tenía mi propio cuarto, y un amplio ventanal que al principio, por estar desprovisto de cortinas y persianas, era como una boca de lobo apenas alumbrada por una que otra luz que provenía del cerro de Colinas de Bello Monte, todavía poco urbanizado. Acostado en la cama, con la luz apagada, me imaginaba que unos ladrones sofisticados, escaladores de edificios, provistos de herramientas capaces de abrir cualquier cerradura, y despiadados, penetraban a nuestro hogar. No sé si llegué a manifestar esa fobia, aunque lo que voy a relatar sugiere que ella estaba enterada. Una noche llegamos más tarde que de costumbre a la casa. Al entrar, todo estaba oscuro, menos el baño de servicio, cuya ventana daba al lavandero interno del apartamento. Eso era totalmente inusual, ya que la cultura del ahorro, como en la mayoría de los hogares de inmigrantes, formaba parte de la rutina hogareña. Al ver la situación anómala creo que di muestras de nerviosismo. Mi mamá me siguió la corriente, magnificó el hecho, y me dijo que fuera a verificar que todo estuviera en orden. Con el corazón en la boca, pero incapaz de desobedecerla, fui a revisar el baño, en donde evidentemente no había pasado nada salvo el eventual descuido. Fue su particular manera de enseñarme a enfrentar mis miedos. Con la práctica.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

El maletín olvidado

Abrir un maletín viejo es adentrarse en una cápsula de tiempo. Revisando entre chécheres arrumados me conseguí con el maletín Samsonite que usaba en los 90. Lo había comprado en el Pasaje Zingg, cuando las actividades financieras y de seguros, que eran las ramas en las cuales estaba involucrado, se desarrollaban en buena medida en sus sedes del centro de la ciudad. Al verlo me picó la curiosidad, y quise saber qué misterios guardaba. Es de los que tienen un mecanismo de ruedas numeradas, de combinación. La primera sorpresa fue constatar que recordaba la clave de tres dígitos que me permitió abrirlo. Y al primer intento. Lo puse sobre mis piernas y lo destapé como si fuera un regalo de cumpleaños. El contenido iba acorde con la época en la cual dejé de utilizarlo: un par de diskettes de 3 1/2 pulgadas, de alta densidad, que permiten almacenar 1.4 megabytes de información (uno rotulado "respaldo interfase autofast", el otro sin señas), unas cuantas chequeras de cuentas fuera de uso, el registro de la constitución de la empresa que fundé por esos años, facturas, resúmenes curriculares, y un puño de tarjetas de visita, de personas que en su mayoría no recuerdo, o de empresas que ya no existen. La joya de la corona en esa colección es la tarjeta personal de Juan Carlos Escotet, con el número de su teléfono celular (con el prefijo 016) escrito de su puño y letra.

martes, 11 de septiembre de 2018

Big brother

En la calle que sube del Farmatodo de Los Chorros hacia Los Galpones, aproximadamente a mitad del recorrido, y justo antes de un edificio que se intuye lujoso, hay una construcción que parece un lego mal montado. Volúmenes que se superponen sobre el piso incial, de distintos acabados, desde tablilla hasta friso sin pintar. Se entrevén rejas, y un laberinto que debe conducir a las diferentes unidades en donde harán vida una docena de familias. Un minibarrio, pues. O tal vez sea más justa, más apropiada a sus dimensiones, la denominación de casa de vecindad. Una de esas incongruencias de las que es pródiga Caracas, en todo caso. Allí, encima de una ventana, hay un solo "adorno": un afiche gigante con la efigie de nuestro inefable dictador tropical, no sonriente sino diría que amenazante. El Big Brother cuidando que su rebaño no se le descarrile.