jueves, 26 de diciembre de 2019

El árbol de Navidad


Este año no decoramos de Navidad la casa. No le vimos el propósito, honestamente. Así que ni siquiera pusimos las luces, que eran el último atisbo de decoración navideña que había subsistido últimamente. Los adornos que todavía conservamos se quedaron guardados en sus cajas. El pino Manaplás, comprado en nuestro segundo año de casados, hace varios que dejó de ver la luz del día; ya para la última vez que se usó parecía un pavo desplumado, y era casi imposible disimular su escualidez colocando estratégicamente las bambalinas y las guirnaldas.
Este año nos ganó la comodidad, y la falta de propósito. Creo que nos terminamos de rendir ante el hecho de que sin las hijas en casa no tiene mucho sentido “montar la Navidad”. Así que el ornato navideño brilló por su ausencia.
La decoración navideña, sin embargo, era un ritual que esperaba con fruición en la infancia. Todo comenzaba con el paseo a Las Mercedes, a los diversos puestos que improvisaban en los retiros frente a las casas que flanqueaban la principal y la Río de Janeiro, en procura del árbol que sería el punto focal de nuestro pequeño apartamento en Bello Monte, que durante todo el mes de diciembre y parte de enero soportaría la presencia incumbente de un pino, al principio verde verdecito, pero que al pasar los días vería marchitar las ramas, cubriéndose de marrón. Además del pino, siempre aprovechábamos para comprar algún detalle para aumentar la colección de objetos que colgarían de él, y un par de latas de “nieve en spray”: un aerosol que soltaba una sustancia de olor característico, indefinible, pero que conservo en la memoria. Ahora dudo de la eficacia de ese elemento, pues no creo que pareciera para nada nieve, pero aparentemente era una cosa que se acostumbraba. Las bambalinas de los años anteriores conservaban trazas de esa sustancia, que se pegaba de su superficie de manera permanente, y mientras más vieja fuera la bola de vidrio más capas de “nieve” superpuesta tenía. Otro elemento infaltable en cada hogar de clase media era la base: un trípode con un aro y una especie de bacinilla en donde se colocaba un poco de agua para tratar de preservar la frescura del árbol, con unas tuercas ajustables para mantenerlo erecto. Recuerdo que en mi casa la base se fijó a una tabla recubierta de fórmica, seguramente una pieza descontinuada de alguna “cocina americana”, como se le llamaba, para lograr mayor estabilidad y evitar que el pino fuera a dar al piso con su carga de ornamentos frágiles, cosa que ocurrió en alguna oportunidad si la memoria no me traiciona.
Una vez comprado el pino, despejada la sala para conseguirle la ubicación óptima, y colocado sobre la base, comenzaba la ceremonia de adornarlo. Mamá preparaba un ponche a base de leche para que lo consumiéramos durante el proceso. En esa actividad participábamos mi madre, mi hermana y yo.  Los adornos estaban en una de las maletas con las que vinieron mis padres a esta tierra, unas viejas valijas de cartón plastificado, con las calcomanías de la empresa naviera pegadas a su superficie exterior, y las extensiones de luces estaban enrolladas en unos tubos de cartón. Primero, mi madre colocaba precisamente las luces, luego del pequeño martirio que significaba su desenrollamiento y prueba: nunca funcionaban a la primera, y yo me volví un experto en la búsqueda del desperfecto que impedía su trabajo (por lo general, alguno de los bombillitos se había salido del zócate, o se había quemado). Luego, venía la parte más divertida. Cada quién tenía sus adornos predilectos: a mí me llamaban la atención unas campanitas doradas, y unos renos (cubiertos de “nieve”, por supuesto), y los colocaba hacia la punta de las ramas. Sin orden ni concierto, íbamos colgando todos esos guindalejos escarchados, brillantes, y poco a poco el árbol iba vistiéndose de los colores típicos de la navidad. Cuando las maletas ya se habían vaciado, faltaba únicamente el detalle final: la punta del árbol. Por razones de tamaño, no me fue dado ese privilegio a mí, por lo menos en mis primeros años de vida. Creo que lo hacía mi padre, pero no lo pudiera asegurar.     
Al pasar los días, el pie del árbol se iba colmando de paquetes envueltos, que contribuían a la decoración navideña, y eran víctimas de frecuentes visitas mías tratando de adivinar cuáles eran mis regalos, y cuál era su contenido, cuando creía que nadie me estaba viendo. Era una misión difícil, y mis buenos regaños me gané cuando me descubrían. El momento estelar del árbol llegaba la mañana del 25, cuando por fin teníamos acceso permitido a esos paquetes, y la casa se llenaba de papeles de regalo rasgados y juguetes a medio armar, por toda la sala. Era una ceremonia bulliciosa y entretenida, que nos ocupaba toda la mañana.
La  maniobra inversa, la del desmontaje del árbol, ya no nos interesaba tanto. Sin pena ni gloria, mi madre se encargaba de retirar los adornos y las luces, de volver a colocarlos en las maletas, y de enrollar las extensiones en su tubo, para volver a guardar toda la parafernalia navideña en algún closet. Y el pino, ya amarillento, terminaba sus días en el basurero del edificio, aguardando la llegada del camión del aseo para recalar en algún relleno sanitario de la ciudad, en compañía de otros cientos de coníferas que habían viajado miles de kilómetros en barco, desde su Canadá natal, para alegrar por un mes las Navidades de las familias venezolanas.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Los juguetes de mi infancia


Tal vez por la cercanía al 24, amanecí recordando los regalos más memorables que recibí durante la infancia, esos que reposaban debajo del árbol y eran sometidos a rigurosas inspecciones cuando pensábamos no estar vigilados, tratando de adivinar qué escondía el envoltorio, usando las más refinadas técnicas de fisgoneo. A veces la pegábamos, y debíamos simular sorpresa cuando por fin llegaba la hora tan esperada del reparto de los regalos, ceremonia que se celebraba al comienzo de mi vida la mañana del 25 y luego se trasladó para la noche anterior, una vez develado el misterio del proveedor de los obsequios navideños. Como venía diciendo, recordaba los juguetes que mayor huella dejaron en mí. Los primeros de los que tengo alguna memoria fueron los trencitos eléctricos, con su locomotora y una variedad de vagones conectados a ella, que recorrían sin descanso el breve tendido de rieles que adoptaba las diferentes formas que la combinación de piezas permitía (por lo general, un óvalo, o un círculo). Comprados en alguna tienda de modelismo de la Calle Unión de Sabana Grande, por supuesto, que era objeto de frecuentes visitas para admirar sus vitrinas que exponían modelos armables de aviones, barcos, automóviles, y por supuesto montajes alucinantes de ferrocarriles recorriendo escenarios naturales recreados con muchísimo detalle. Ya un poco más grande, le tocó el turno a la mítica pista de carreras de autos, la Scalextric, de dos carriles, sobre la que protagonicé encarnizadas batallas, contra mí mismo la mayoría de las veces, usando un control en cada mano. Un año me regalaron algo francamente bastante inútil: unos walkie-talkie ¡alámbricos!, es decir, conectados con un cable, larguísimo eso sí, que tenía la facultad de enredarse de una manera endemoniada, así que ese juguete en particular no gozó de mucha popularidad. Luego, con el apogeo del programa Apolo, me regalaron un casco de astronauta, que ha debido ser la cosa más calurosa e incómoda, pero eso no fue óbice para que lo luciera puesto todo el tiempo, mientras me duró la fiebre. Pero creo que lo que más disfruté fue un regalo que recibí por triplicado. Un año me regalaron tres cajas de juegos de química. Parece una locura, pero en los sesenta se consideraba normal que un niño de diez años manipulara tubos de ensayo, matraces, mecheros de alcohol, y diferentes sustancias químicas. Cuando sacaba los componentes de las tres cajas, mi escritorio parecía un auténtico laboratorio, y yo (en mi imaginación) el científico loco de los programas de televisión, inventando pócimas extrañas. Los juegos traían manuales con experimentos para recrear, pero yo prefería el dibujo libre, así que mezclaba las sustancias según me dictara mi inspiración, calentaba, por lo general me quemaba, pero gozaba un montón viendo como reaccionaban (o no) los elementos que había colocado en los tubos de ensayo,  mezclado en los matraces, vertido gota a gota con las pipetas. Por un breve tiempo cobijé la idea de abrazar la profesión de químico, tanto me gustaba la parafernalia alrededor de esa actividad. Pero me duró poco. Con los juegos de construcción (Legos y Mecanos) comencé a cultivar la pasión por la ingeniería, y decidí que esa sería la profesión que iba a ejercer cuando fuese mayor. Pero qué iba a saber yo en ese tiempo, ¿verdad?

martes, 17 de diciembre de 2019

La hallaca, el aglutinador nacional


Hace una semana, más o menos, hice una investigación en Twitter sobre las hallacas. Las preguntas fueron dos: ¿Cuál es el ingrediente que hace que una hallaca sepa a hallaca, es decir, de cuál ingrediente no se puede prescindir a riesgo de que la hallaca pierda su identidad? Y ¿Qué es lo más raro que se han conseguido dentro de una hallaca? No esperé tener tantas respuestas, ni tan variadas. Por supuesto, la cosa se convirtió en una disputa regional, y salieron a relucir las cosas más divertidas e inverosímiles, sobre todo con la segunda. La mayoría dijo que lo que hace que la hallaca sepa como sabe es la alcaparra. Pero no faltaron quienes dijeran que son las pasas, las aceitunas o las hojas. Mi tesis, tal vez algo controvertida, es que el onoto es lo que le da ese sabor particular, pues es lo que no falta en ninguna hallaca. Pero me equivocaba: supe que en alguna región del país, en concreto en Angostura, prescinden de él. También hubo una pequeña polémica alrededor de uno de los adornos típicos en las hallacas caraqueñas, la almendra. Para mí es corriente, pues en la familia de mi esposa, que es la referencia más cercana que tengo sobre el tema, ya que en mi casa, por razones de identidad, nunca se hizo una hallaca, le ponen desde siempre. O le ponían, ya que esa tradición en particular terminó con la muerte de mi suegra. Pero muchos salieron a comentar que “eso” es un invento de Scannone, que nunca en su vida habían visto hallacas con ese ingrediente. Hubo quien se fue por las ramas esotéricas, afirmando que lo que le otorga el sabor es la hechura amorosa de las manos de su madre, como si éstas tuvieran la propiedad mágica de transformar el pastel de harina de maíz relleno con un guiso de carnes en una hallaca. Lo cierto es que con la cantidad de respuestas pude confirmar una sospecha: la hallaca es el verdadero plato nacional, el que de alguna manera se dispersó por toda la geografía del país, adoptando diferentes versiones apegadas a la idiosincrasia de cada región. En los andes no hacen un guiso, sino que dejan cocinar todos los ingredientes al unísono, por ejemplo, tal vez para economizar combustible (aunque es un hecho por confirmar). En otros lados incluyen garbanzos, ruedas de huevo, papas; hasta mencionaron mariscos, sobre todo en las zonas costeras de oriente. Supongo que cada quién adapta la receta básica con los productos que son más fáciles de conseguir en su zona. Pero, al final, cada casa hace todo lo posible para que en la mesa del 24 no falte una hallaca para cada comensal, aunque cada año que pase sea más difícil y oneroso para la economía familiar.

domingo, 15 de diciembre de 2019

Marriage story


Anoche vimos “Marriage story”, en parte por la gran cantidad de críticas, elogiosas y no tanto, que proliferaron en las redes esta semana. Me dejó sentimientos agridulces, encontrados. Lo bueno de esta peli es que se pueden hacer spoilers sin dañarle la experiencia a quienes no la hayan visto todavía, pues desde el principio se sabe lo que está ocurriendo, así que aquí voy.
En el plano formal, la película tiene un corte intimista, casi que minimalista, con muy pocos personajes de importancia, y con esa economía de recursos logra contar de manera eficiente la historia que vino a comunicar. Con un puñado de actores conocidos y que teníamos tiempo sin ver, la película nos narra el naufragio de un matrimonio, anunciado desde las primeras escenas, ya en su fase de disolución. Y nos pone en frente las pequeñas miserias que sobresalen en las relaciones humanas cuando se deterioran. Es que la película tiene dos vertientes: el plano práctico de cómo se enfrenta un divorcio, con la asesoría expedita y cruel de los abogados, los cambios forzados en el tren de vida, los acomodos indispensables obligados por la nueva situación, y el plano de los sentimientos, que (gracias al cielo) se resuelve sin necesidad de convertir la peli en una lacrimosa versión 2.0 de Kramer vs Kramer. El director tiene el pulso necesario para desarrollar el discurso afectivo sin recurrir a la cursilería. Unas breves y precisas pinceladas, en los momentos adecuados, bastan para establecer el estado de ánimo que impera en esa familia en vías de transformación, por no hablar de disolución. Una película de detalles: como los que demuestran la dependencia que tiene el marido de su esposa, en cosas banales como un corte de cabello, o la escogencia de un plato de comida.
En medio de la película me vi tentado a tomar partido por una de las partes involucradas: comencé a sentir empatía hacia el marido, quien vio de repente cómo se desmoronaba su vida frente a sus ojos. Pero, afortunadamente, la película tiene suficientes elementos para balancear las cargas, y recapacité sobre mi impresión inicial. En realidad, en ese naufragio nadie es responsable absoluto: cada quien tiene su porción de culpa. Me parece, también, que la película maneja un concepto controversial: no es posible conjugar la felicidad conyugal con el éxito profesional. La esposa alega, como causa principal de su decisión, el sentimiento de nulidad que le producía la relación con su marido, quien no la dejó explorar a tiempo sus facetas artísticas más allá de ser su actriz fetiche. Eso la obligó a aceptar un empleo a miles de Km. de distancia de la ciudad en donde habían fijado residencia, y a llevarse con ella al hijo de la pareja. Claro, luego nos enteramos sobre algunos hechos que precipitaron la decisión de la esposa, y terminamos entendiendo que su decisión tuvo otros fundamentos más allá de la necesidad de trascender, de triunfar.
En conclusión: buenas actuaciones (sobre todo me causó grata impresión Adam Driver, me parece que se lleva el galardón de mejor actor en esta película), buen guion, buena dirección. Tal vez yo hubiese prescindido de un par de escenas, por ejemplo la de las actuaciones cantadas, pero ya eso es un problema personal (siento que no le aportan mucho al desarrollo de la película más allá de demostrar las habilidades de los personajes, cada uno a su manera). El cierre me gustó, con otro de los pequeños detalles que dicen mucho sobre la relación entre esas dos personas que, a pesar de haberse separado, todavía tienen mucho que compartir en el porvenir.    

jueves, 5 de diciembre de 2019

Pavarotti en el ruedo


Tal vez el proyecto más glamoroso en el que me vi involucrado, en mi vida profesional, y no por el proyecto en sí sino por la personalidad que estuvo implicada, fue uno relacionado con el “bel canto”: se trató de el software para controlar la venta de boletos para la presentación de Luciano Pavarotti en Venezuela, en 1998. El proyecto en sí tenía ciertos retos, pues la aplicación debía mostrar a los interesados los puestos disponibles en cada sección, y marcarlos una vez confirmada la venta de los tickets (esto ahora es moneda corriente, pero en ese momento solamente el Teresa Carreño disponía de un software similar). Fue un bonito trabajo que resolví con puras matrices, para los interesados en los detalles técnicos; lo programé en Clipper, mi caballito de batalla por esos años. Además, la venta se hacía en varios puntos que no estaban interconectados, así que hubo que ingeniársela para mantener la información actualizada al final de cada día, consolidando las ventas de cada punto vía diskette. Esto ahora da risa, pero en ese momento la tecnología no daba para mucho más. Este proyecto concluyó bien, por lo que como bonificación especial me obsequiaron dos entradas para presenciar el concierto. Se iba a escenificar en la ciudad de Valencia, en su plaza de toros; ahora no recuerdo la fecha, pues el bonito folleto que imprimieron se me extravió. Solo sé que fue un día sábado.  Mi esposa y yo lo asumimos como una minivacación, sin las hijas, pequeñas en ese momento, que se quedaron bajo el cuidado de mi madre, y cerca de las dos de la tarde emprendimos el viaje a Valencia. Un viaje que resultó divertido y accidentado. Las entradas nos las iban a entregar en la misma plaza de toros, de cuya ubicación no tenía ninguna idea salvo la dirección, lo que nos ocasionó un recorrido azaroso por una zona de Valencia que desconocía, y nos llevó, perdidos, a una especie de barrio que no nos dio muy buena espina. Tras divagar sin rumbo concreto pudimos dar con el coso taurino, y ya con las entradas en mano nos dispusimos a buscar alojamiento para la noche, pues no teníamos pensado regresar el mismo sábado, dada la peligrosidad que le atribuíamos a la ARC, aún en esa época. Conseguimos un hotelito bastante decente, recién remodelado, tal vez un matadero de cierta categoría, pero que se veía muy limpio. Dejamos allí el escueto equipaje que llevamos, y después de refrescarnos nos devolvimos a la plaza de toros, esta vez con mayor conocimiento por lo que llegamos sin contratiempos. No recuerdo gran cosa del concierto, salvo la constatación del vozarrón que todavía conservaba Pavarotti en ese momento. Interpetó varias arias de ópera, algunas conocidas por mí, otras (tal vez la mayoría) no. Sí recuerdo la elegancia desproporcionada de algunas personas, ataviadas como si se tratase de la Scala de Milán, y no un lugar en el cual habitualmente se reunían miles de personas a ver desguazar malamente a los toros que tuvieron la mala fortuna de haber sido criados para la fiesta brava. Al terminar el concierto nos fuimos a comer a un restaurant bastante famoso en ese momento, el Casa Valencia, que resultó ser el lugar de elección de muchos de los asistentes al concierto, por lo que la movida pareció haberse trasladado al comedero, lleno de gente emperifollada como para un clima muy diferente al de la calurosa ciudad carabobeña.
Al día siguiente emprendimos el retorno a casa, cerca de las nueve de la mañana. Todo iba bien, sin mayores contratiempos, hasta que más o menos a mitad del recorrido mi camioneta Caribe comenzó a recalentarse y un vaporón muy poco auspicioso comenzó a salir del capó. Tuvimos que detenernos, y una vez que el motor se enfrió pude constatar el motivo de la avería: se había roto un tubo del sistema de enfriamiento, y toda el agua se había botado. Tocó esperar una grúa, y jalarle al gruero para que nos aceptara un cheque, cosa que hizo a regañadientes. Pero accedió a llevarnos apenas un poco más adelante, a un lugar llamado “Pare-Stop”, en donde había un taller mecánico que gracias a los dioses trabajaba 24-7. El detalle era que en el taller no me aceptaron ningún pago que no fuese en efectivo, por lo que comenzó un pequeño calvario para mí, pues en el sitio tampoco había señal de celular para buscar auxilio. Tuve que conseguir una cola hacia un lugar en donde sí había cobertura, y pedirle a mi cuñado el favor de llevarnos el dinero para pagarle a los mecánicos. Yo lo esperé en el lugar, y luego de unos 45 minutos llegó, por lo que pudimos saldar la deuda y regresarnos a casa.
Años después, de regreso de alguna vacación al occidente del país, volví a pararme en el “Pare-Stop”. No sé si todavía estaba el taller, pero sí vimos que el modesto paradero de aquella aventura se había transformado en una churrasquería brasileña, de un lujo inusitado para ese lugar botado en la carretera, y con una oferta gastronómica demencial, pues además de las consabidas carnes que eran llevadas sin pausa a las mesas por unos atareados mesoneros, tenía un bar de sushi muy bien surtido. Nunca entendí bien la apuesta de los empresarios al convertir un paradero de carretera en ese lujoso restaurant, y tampoco sé si resistió el paso del tiempo y el deterioro de la situación de la autopista, y del país.
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Una pequeña búsqueda me dio la información faltante: el concierto fue el 8 de marzo de 1998. Dejo la reseña que encontré: https://abcdelasemana.com/2017/09/15/pavarotti-en-valencia-marzo-8-1998/