jueves, 5 de diciembre de 2019

Pavarotti en el ruedo


Tal vez el proyecto más glamoroso en el que me vi involucrado, en mi vida profesional, y no por el proyecto en sí sino por la personalidad que estuvo implicada, fue uno relacionado con el “bel canto”: se trató de el software para controlar la venta de boletos para la presentación de Luciano Pavarotti en Venezuela, en 1998. El proyecto en sí tenía ciertos retos, pues la aplicación debía mostrar a los interesados los puestos disponibles en cada sección, y marcarlos una vez confirmada la venta de los tickets (esto ahora es moneda corriente, pero en ese momento solamente el Teresa Carreño disponía de un software similar). Fue un bonito trabajo que resolví con puras matrices, para los interesados en los detalles técnicos; lo programé en Clipper, mi caballito de batalla por esos años. Además, la venta se hacía en varios puntos que no estaban interconectados, así que hubo que ingeniársela para mantener la información actualizada al final de cada día, consolidando las ventas de cada punto vía diskette. Esto ahora da risa, pero en ese momento la tecnología no daba para mucho más. Este proyecto concluyó bien, por lo que como bonificación especial me obsequiaron dos entradas para presenciar el concierto. Se iba a escenificar en la ciudad de Valencia, en su plaza de toros; ahora no recuerdo la fecha, pues el bonito folleto que imprimieron se me extravió. Solo sé que fue un día sábado.  Mi esposa y yo lo asumimos como una minivacación, sin las hijas, pequeñas en ese momento, que se quedaron bajo el cuidado de mi madre, y cerca de las dos de la tarde emprendimos el viaje a Valencia. Un viaje que resultó divertido y accidentado. Las entradas nos las iban a entregar en la misma plaza de toros, de cuya ubicación no tenía ninguna idea salvo la dirección, lo que nos ocasionó un recorrido azaroso por una zona de Valencia que desconocía, y nos llevó, perdidos, a una especie de barrio que no nos dio muy buena espina. Tras divagar sin rumbo concreto pudimos dar con el coso taurino, y ya con las entradas en mano nos dispusimos a buscar alojamiento para la noche, pues no teníamos pensado regresar el mismo sábado, dada la peligrosidad que le atribuíamos a la ARC, aún en esa época. Conseguimos un hotelito bastante decente, recién remodelado, tal vez un matadero de cierta categoría, pero que se veía muy limpio. Dejamos allí el escueto equipaje que llevamos, y después de refrescarnos nos devolvimos a la plaza de toros, esta vez con mayor conocimiento por lo que llegamos sin contratiempos. No recuerdo gran cosa del concierto, salvo la constatación del vozarrón que todavía conservaba Pavarotti en ese momento. Interpetó varias arias de ópera, algunas conocidas por mí, otras (tal vez la mayoría) no. Sí recuerdo la elegancia desproporcionada de algunas personas, ataviadas como si se tratase de la Scala de Milán, y no un lugar en el cual habitualmente se reunían miles de personas a ver desguazar malamente a los toros que tuvieron la mala fortuna de haber sido criados para la fiesta brava. Al terminar el concierto nos fuimos a comer a un restaurant bastante famoso en ese momento, el Casa Valencia, que resultó ser el lugar de elección de muchos de los asistentes al concierto, por lo que la movida pareció haberse trasladado al comedero, lleno de gente emperifollada como para un clima muy diferente al de la calurosa ciudad carabobeña.
Al día siguiente emprendimos el retorno a casa, cerca de las nueve de la mañana. Todo iba bien, sin mayores contratiempos, hasta que más o menos a mitad del recorrido mi camioneta Caribe comenzó a recalentarse y un vaporón muy poco auspicioso comenzó a salir del capó. Tuvimos que detenernos, y una vez que el motor se enfrió pude constatar el motivo de la avería: se había roto un tubo del sistema de enfriamiento, y toda el agua se había botado. Tocó esperar una grúa, y jalarle al gruero para que nos aceptara un cheque, cosa que hizo a regañadientes. Pero accedió a llevarnos apenas un poco más adelante, a un lugar llamado “Pare-Stop”, en donde había un taller mecánico que gracias a los dioses trabajaba 24-7. El detalle era que en el taller no me aceptaron ningún pago que no fuese en efectivo, por lo que comenzó un pequeño calvario para mí, pues en el sitio tampoco había señal de celular para buscar auxilio. Tuve que conseguir una cola hacia un lugar en donde sí había cobertura, y pedirle a mi cuñado el favor de llevarnos el dinero para pagarle a los mecánicos. Yo lo esperé en el lugar, y luego de unos 45 minutos llegó, por lo que pudimos saldar la deuda y regresarnos a casa.
Años después, de regreso de alguna vacación al occidente del país, volví a pararme en el “Pare-Stop”. No sé si todavía estaba el taller, pero sí vimos que el modesto paradero de aquella aventura se había transformado en una churrasquería brasileña, de un lujo inusitado para ese lugar botado en la carretera, y con una oferta gastronómica demencial, pues además de las consabidas carnes que eran llevadas sin pausa a las mesas por unos atareados mesoneros, tenía un bar de sushi muy bien surtido. Nunca entendí bien la apuesta de los empresarios al convertir un paradero de carretera en ese lujoso restaurant, y tampoco sé si resistió el paso del tiempo y el deterioro de la situación de la autopista, y del país.
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Una pequeña búsqueda me dio la información faltante: el concierto fue el 8 de marzo de 1998. Dejo la reseña que encontré: https://abcdelasemana.com/2017/09/15/pavarotti-en-valencia-marzo-8-1998/

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