Este
año no decoramos de Navidad la casa. No le vimos el propósito, honestamente.
Así que ni siquiera pusimos las luces, que eran el último atisbo de decoración
navideña que había subsistido últimamente. Los adornos que todavía conservamos se quedaron
guardados en sus cajas. El pino Manaplás, comprado en nuestro segundo año de
casados, hace varios que dejó de ver la luz del día; ya para la última vez que
se usó parecía un pavo desplumado, y era casi imposible disimular su escualidez
colocando estratégicamente las bambalinas y las guirnaldas.
Este
año nos ganó la comodidad, y la falta de propósito. Creo que nos terminamos de
rendir ante el hecho de que sin las hijas en casa no tiene mucho sentido “montar
la Navidad”. Así que el ornato navideño brilló por su ausencia.
La
decoración navideña, sin embargo, era un ritual que esperaba con fruición en la
infancia. Todo comenzaba con el paseo a Las Mercedes, a los diversos puestos
que improvisaban en los retiros frente a las casas que flanqueaban la principal
y la Río de Janeiro, en procura del árbol que sería el punto focal de nuestro
pequeño apartamento en Bello Monte, que durante todo el mes de diciembre y
parte de enero soportaría la presencia incumbente de un pino, al principio
verde verdecito, pero que al pasar los días vería marchitar las ramas,
cubriéndose de marrón. Además del pino, siempre aprovechábamos para comprar
algún detalle para aumentar la colección de objetos que colgarían de él, y un
par de latas de “nieve en spray”: un aerosol que soltaba una sustancia de olor característico,
indefinible, pero que conservo en la memoria. Ahora dudo de la eficacia de ese
elemento, pues no creo que pareciera para nada nieve, pero aparentemente era
una cosa que se acostumbraba. Las bambalinas de los años anteriores conservaban
trazas de esa sustancia, que se pegaba de su superficie de manera permanente, y
mientras más vieja fuera la bola de vidrio más capas de “nieve” superpuesta
tenía. Otro elemento infaltable en cada hogar de clase media era la base: un
trípode con un aro y una especie de bacinilla en donde se colocaba un poco de
agua para tratar de preservar la frescura del árbol, con unas tuercas
ajustables para mantenerlo erecto. Recuerdo que en mi casa la base se fijó a
una tabla recubierta de fórmica, seguramente una pieza descontinuada de alguna “cocina
americana”, como se le llamaba, para lograr mayor estabilidad y evitar que el
pino fuera a dar al piso con su carga de ornamentos frágiles, cosa que ocurrió
en alguna oportunidad si la memoria no me traiciona.
Una vez
comprado el pino, despejada la sala para conseguirle la ubicación óptima, y
colocado sobre la base, comenzaba la ceremonia de adornarlo. Mamá preparaba un
ponche a base de leche para que lo consumiéramos durante el proceso. En esa
actividad participábamos mi madre, mi hermana y yo. Los adornos estaban en una de las maletas con
las que vinieron mis padres a esta tierra, unas viejas valijas de cartón
plastificado, con las calcomanías de la empresa naviera pegadas a su superficie
exterior, y las extensiones de luces estaban enrolladas en unos tubos de
cartón. Primero, mi madre colocaba precisamente las luces, luego del pequeño
martirio que significaba su desenrollamiento y prueba: nunca funcionaban a la
primera, y yo me volví un experto en la búsqueda del desperfecto que impedía su
trabajo (por lo general, alguno de los bombillitos se había salido del zócate,
o se había quemado). Luego, venía la parte más divertida. Cada quién tenía sus
adornos predilectos: a mí me llamaban la atención unas campanitas doradas, y
unos renos (cubiertos de “nieve”, por supuesto), y los colocaba hacia la punta
de las ramas. Sin orden ni concierto, íbamos colgando todos esos guindalejos
escarchados, brillantes, y poco a poco el árbol iba vistiéndose de los colores
típicos de la navidad. Cuando las maletas ya se habían vaciado, faltaba
únicamente el detalle final: la punta del árbol. Por razones de tamaño, no me
fue dado ese privilegio a mí, por lo menos en mis primeros años de vida. Creo
que lo hacía mi padre, pero no lo pudiera asegurar.
Al
pasar los días, el pie del árbol se iba colmando de paquetes envueltos, que
contribuían a la decoración navideña, y eran víctimas de frecuentes visitas
mías tratando de adivinar cuáles eran mis regalos, y cuál era su contenido,
cuando creía que nadie me estaba viendo. Era una misión difícil, y mis buenos
regaños me gané cuando me descubrían. El momento estelar del árbol llegaba la
mañana del 25, cuando por fin teníamos acceso permitido a esos paquetes, y la
casa se llenaba de papeles de regalo rasgados y juguetes a medio armar, por
toda la sala. Era una ceremonia bulliciosa y entretenida, que nos ocupaba toda
la mañana.
La maniobra inversa, la del desmontaje del
árbol, ya no nos interesaba tanto. Sin pena ni gloria, mi madre se encargaba de
retirar los adornos y las luces, de volver a colocarlos en las maletas, y de enrollar
las extensiones en su tubo, para volver a guardar toda la parafernalia navideña
en algún closet. Y el pino, ya amarillento, terminaba sus días en el basurero
del edificio, aguardando la llegada del camión del aseo para recalar en algún
relleno sanitario de la ciudad, en compañía de otros cientos de coníferas que
habían viajado miles de kilómetros en barco, desde su Canadá natal, para
alegrar por un mes las Navidades de las familias venezolanas.
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