Tal vez
por la cercanía al 24, amanecí recordando los regalos más memorables que recibí
durante la infancia, esos que reposaban debajo del árbol y eran sometidos a
rigurosas inspecciones cuando pensábamos no estar vigilados, tratando de
adivinar qué escondía el envoltorio, usando las más refinadas técnicas de fisgoneo.
A veces la pegábamos, y debíamos simular sorpresa cuando por fin llegaba la
hora tan esperada del reparto de los regalos, ceremonia que se celebraba al
comienzo de mi vida la mañana del 25 y luego se trasladó para la noche
anterior, una vez develado el misterio del proveedor de los obsequios
navideños. Como venía diciendo, recordaba los juguetes que mayor huella dejaron
en mí. Los primeros de los que tengo alguna memoria fueron los trencitos eléctricos,
con su locomotora y una variedad de vagones conectados a ella, que recorrían
sin descanso el breve tendido de rieles que adoptaba las diferentes formas que
la combinación de piezas permitía (por lo general, un óvalo, o un círculo).
Comprados en alguna tienda de modelismo de la Calle Unión de Sabana Grande, por
supuesto, que era objeto de frecuentes visitas para admirar sus vitrinas que
exponían modelos armables de aviones, barcos, automóviles, y por supuesto
montajes alucinantes de ferrocarriles recorriendo escenarios naturales recreados
con muchísimo detalle. Ya un poco más grande, le tocó el turno a la mítica
pista de carreras de autos, la Scalextric, de dos carriles, sobre la que
protagonicé encarnizadas batallas, contra mí mismo la mayoría de las veces,
usando un control en cada mano. Un año me regalaron algo francamente bastante
inútil: unos walkie-talkie ¡alámbricos!, es decir, conectados con un cable,
larguísimo eso sí, que tenía la facultad de enredarse de una manera
endemoniada, así que ese juguete en particular no gozó de mucha popularidad.
Luego, con el apogeo del programa Apolo, me regalaron un casco de astronauta,
que ha debido ser la cosa más calurosa e incómoda, pero eso no fue óbice para
que lo luciera puesto todo el tiempo, mientras me duró la fiebre. Pero creo que
lo que más disfruté fue un regalo que recibí por triplicado. Un año me
regalaron tres cajas de juegos de química. Parece una locura, pero en los
sesenta se consideraba normal que un niño de diez años manipulara tubos de
ensayo, matraces, mecheros de alcohol, y diferentes sustancias químicas. Cuando
sacaba los componentes de las tres cajas, mi escritorio parecía un auténtico
laboratorio, y yo (en mi imaginación) el científico loco de los programas de
televisión, inventando pócimas extrañas. Los juegos traían manuales con
experimentos para recrear, pero yo prefería el dibujo libre, así que mezclaba
las sustancias según me dictara mi inspiración, calentaba, por lo general me
quemaba, pero gozaba un montón viendo como reaccionaban (o no) los elementos
que había colocado en los tubos de ensayo, mezclado en los matraces, vertido gota a gota
con las pipetas. Por un breve tiempo cobijé la idea de abrazar la profesión de
químico, tanto me gustaba la parafernalia alrededor de esa actividad. Pero me
duró poco. Con los juegos de construcción (Legos y Mecanos) comencé a cultivar
la pasión por la ingeniería, y decidí que esa sería la profesión que iba a
ejercer cuando fuese mayor. Pero qué iba a saber yo en ese tiempo, ¿verdad?
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