viernes, 26 de abril de 2019

Las cosas más sencillas

Cuando estaba pequeño - transcurrían los años 60- la principal distracción casera era ver televisión. La industria televisiva estaba tal vez en su adolescencia; en Venezuela había comenzado a funcionar en la década anterior, y ya se había entronizado en el gusto de la población, convirtiéndose en el pasatiempo de elección de aquellos que podían costearse un aparato, que no eran pocos. En cambio, sí eran pocos los canales a disposición de la audiencia: en el momento en el que sitúo mis recuerdos, apenas el 2, el 4, el 5 y el 8. En ese conjunto había uno que me llamaba mucho la atención, pues sus programas no tenían mucho que ver con la oferta de los otros tres, que proponían esencialmente series extranjeras, comiquitas, programas de variedad y telenovelas. Era un canal “solemne”, aunque no creo que esa palabra hubiese formado parte de mi léxico en ese tiempo. Su programación proponía documentales variados, sobre temas tan diversos como la siembra de arroz en Calabozo o la construcción del canal de Panamá, selecciones de música clásica interpetada por grandes orquestas, y disertaciones de unos señores muy serios sobre temas que generalmente no alcanzaba a entender. Había una excepción: uno de esos señores hablaba de cosas que me llamaban mucho la atención: desde los recuerdos de un viaje en tren por la sinuosa geografía del centro de Venezuela, atravesando valles, sobre puentes que vencían abismos pavorosos, o pasando por dentro de enormes montañas gracias a unos oscurísismos túneles, continuando por la dulcería tradicional caraqueña, y terminando con unas explicaciones que equiparaban la cocina de una casa al aparato digestivo de las personas. Todo aquello con su voz pausada, calmada, con cierta afectación, que para mí era magnética. Era el señor de las cosas más sencillas. Un buen día desapareció el programa, y no supe más de ese señor, hasta unos años después, cuando fue noticia triste para todo el país: la muerte lo había emboscado en algún paraje de la autopista regional del centro. Fue justamente el 25 de abril de 1976. Anoche, y no por saber que cumplía años de muerto –eso lo averigüé hace pocos minutos, mientras buscaba información sobre su fallecimiento- , lo recordé. Por asociación de ideas, en realidad. Mientras preparaba la masa, pensaba que a partir de unos ingredientes tan sencillos como un polvo de maíz molido, una pizca de sal, y un poco de agua , se puede lograr algo tan perfecto y acabado como unas arepas . Y luego reparé en que ese pensamiento no era original, y lo había extraído de algún recoveco de la memoria. Y, concluí, esa observación era hija de “Las cosas más sencillas” del gran Aquiles Nazoa.

miércoles, 17 de abril de 2019

Monopolio caraqueño



La historia del Monopolio es curiosa. Es descendiente de un juego de mesa ideado en EEUU en el año 1903, por una mujer de nombre Elzabeth Magie, y denominado "The landlord's game". En 1935, un vendedor desempleado llamado Charles Darrow lo rediseñó, lo llamó "Monopoly", y trató de vendérselo a Parker Brothers, pero no tuvo éxito. Entonces lo produjo por sus propios medios, y llegó a popularizarse tanto que la firma juguetera le compró los derechos. Yo conocía la historia desde Darrow, pero la consabida investigación en Wikipedia me dio los detalles que conté en este párrafo, concretamente sobre la mujer que comenzó la saga.

Es muy posible que tú, lector, lo hayas jugado alguna vez en la vida. Es un pasatiempo que permite despachar algunas horas alrededor del tablero, en batallas encarnizadas donde la codicia innata de las personas obtiene un desahogo virtual. El objetivo del juego es, debe decirse, bastante ruin: se trata de llevar a la ruina a los demás jugadores, y quedarse con todas sus propiedades y su dinero. Es la materialización de aquella frase célebre de Manolito: "para amasar una fortuna, hay que volver harina a los demás".
 
En estos días llegó a mis manos una versión del Monopolio de los años 70, fabricada en Venezuela. Las locaciones originales fueron adaptadas a la geografía de Caracas, en un arranque de centralismo tan común en nuestro país. Como se sabe, el juego propone un recorrido por la ciudad, desde el "Go", rebautizado y tropicalizado  aquí como "Salida", y va desde las zonas consideradas más populares hasta llegar a las de mayor cotización bursátil. Y aquí puede notarse cuánto ha cambiado nuestra Caracas desde el último tercio del siglo pasado a nuestros días.

La primera propiedad a la venta es San Agustín del sur, que se cotiza en la módica suma de 60 Bs. A continuación, el recorrido nos lleva a la urbanización El Conde, al mismo precio. Ambos lotes de terreno están identificados con el color morado. Luego, aparecen las propiedades azul celeste, propias del oeste: Avenida Atlántico, Plaza Catia y Avenida Sucre, a 100 Bs las dos primeras y a 120 la última. Cruzando la esquina de la cárcel, bajo el color violeta, nos encontramos con Los Chaguaramos, Santa Mónica y Bello Monte. 140, 140 y 160 Bs respectivamente. Un nuevo golpe de dados, y la ficha caerá en los lotes ocre: Avenidas Victoria, Roosevelt y Nueva Granada (no sé si el Helicóide estará incluído en el precio). Ya los precios van subiendo, y para adquirir estas propiedades se deben desembolsar 180 Bs, y 200 en el caso de la última (ah, de pronto sí). Luego de la esquina polémica de la "parada libre", que nadie sabe bien para qué sirve (en nuestra versión, el que cae allí se lleva el pote formado por las contribuciones de Casualidad y Arca Comunal), en color rojo (sin alusiones políticas) tenemos la avenida La Paz, la Urbanización El Paraíso y la Avenida San Martín, 220, 220 y 240 Bs. Luego, en amarillo, nos topamos con la avenida Andrés Bello, el Parque Los Caobos y Plaza Venezuela, a 260, 260 y 280. Si tenemos la suerte de evadir la esquina que manda directo a la cárcel, de la que se sale de inmediato solamente si se tiene la tarjeta apropiada, caemos en lo que se consideraba el este de la ciudad, en los 60: Sabana Grande, Avenida Francisco de Miranda y Plaza Altamira, distinguidas con el color verde. Ya los precios son decididamente mayores: 300, 300 y 320 Bs. Por último, el juego nos devuelve al centro de la ciudad, en donde se desarrollaba la actividad financiera durante esos años: en color azul rey, la avenida Urdaneta, a 350 Bs, y la joya de la corona: la avenida Bolívar, rematada en la pareja de torres del CSB, que demanda del jugador la cantidad de 400 Bs para ponerse en ella.


Varias cosas interesantes se desprenden de la concepción de ciudad de este tablero: Caracas comenzaba a expandirse hacia el este, que empezaba en Sabana Grande,  pero la frontera estaba en Plaza Altamira. No hay menciones ni del sureste ni del noreste. Todavía el centro de Caracas conservaba su importancia, poniendo como los lotes de mayor jerarquía las dos grandes avenidas construidas entre los años 40 y 50. Sin embargo, el centro tradicional (El Silencio, La Candelaria, Altagracia, La Pastora) no tiene cabida aquí. Aparentemente se le quiso dar preponderancia a las urbanizaciones emergentes, desarrolladas en el siglo XX. Los servicios públicos están limitados a la electricidad y al agua; ni asomo de las telecomunicaciones. Por último, como una concesión al pasado, tenemos 4 casillas dedicadas a los ferrocarriles: De Venezuela, de Occidente, de Caracas - Valencia, y de Puerto Cabello, trenes que existieron alguna vez pero no resistieron los embates del progreso, que quería carreteras y gandolas para el transporte. Claro que muchas cosas son obligadas por el diseño original del juego, que tiene un patrón a respetar. Sin embargo, las elecciones puntuales de los adaptadores del pasatiempo nos cuentan cómo se entendía Caracas hace cuarenta o cincuenta años.

Me cuentan que el juego ha sido remozado y actualizado a las necesidades tecnológicas y financieras de esta época, y ya no se utiliza dinero físico sino electrónico, a través de tarjetas de débito y crédito y puntos de venta. En lo personal, me parece que eso le quita sabor al juego. Nada como tener delante de uno unas pacas de billetes, ya manoseados por el uso, para sentirse como un magnate, aunque sea por un ratico.

lunes, 15 de abril de 2019

Parque en ruinas




Tenía mucho tiempo sin ir al Parque del Este, tal vez más de un año. Aunque había leído y escuchado sobre su estado actual, es algo que hay que ver personalmente para constatarlo en todo su dramatismo. Nada más al entrar, una larga fila de camiones cisterna son el comité de bienvenida, si se entra por el estacionamiento sur. No hay ticket de entrada, porque no hay cobro por el uso de las instalaciones. El abandono, aunado a la sequía, hace que el aspecto del parque sea de desolación. Pasé por dos fosas de animales, la de las nutrias y la de los grandes felinos. No ví a ninguna especie; solamente agua estancada y montarral seco, en las islas. Frente al terrarium, un enorme árbol estaba acostado en el suelo, con las raíces, o lo que quedaban de ellas, desarraigadas de la tierra. Por el aspecto, daba la impresión de no ser una caída reciente. Continué mi paseo por los antiguos jardines, ahora transmutados en terraplenes, en busca del puente que vence la autopista y comunica con “la parte nueva”. Dicho puente es una obra megalómana, desproporcionada. Apta para el tránsito de vehículos pesados, de guerra, injustificado para el flujo de deportistas y visitantes, por muy abultado que sea. En todo caso, lo recorrí para conocer las nuevas instalaciones de La Carlota. Si hay algo que le otorga continuidad a ambos sitios es el estado similar de abandono. Aquí también la sequía pega fuerte, y no hay grama que la resista. Pero más nada hace pensar que se está en el mismo parque. La “parte nueva” me pareció muy anodina. Carente de atractivo, diría. Un par de instalaciones para el expendio de comida parecen haber sido construidas como efecto visual, pues tenían aspecto de no haber abierto jamás sus puertas. Antes de ellas, un avión de carga se anuncia como heladería, pero ya los letreros lucen desvaídos, como los de los circos itinerantes de las películas de los años cincuenta. Al fondo, una laguneta semivacía naufraga en en su intento de reflejar frescura. Y, del otro lado de la cerca, una flotilla de jets de última generación está alineada fuera de los hangares, aguardando por sus enchufados propietarios. Tal vez alguno de esos aviones fue comprado gracias a las comisiones del sobredimensionado Puente Bolívar.



lunes, 8 de abril de 2019

La leyenda de Bonnie & Clyde, revisitada





No recuerdo haber visto completa la película de 1967 sobre Bonnie & Clyde, con Warren Beatty y Faye Dunaway. Tal vez la pesqué algún domingo en la tele, comenzada, y la vi de manera fragmentaria. Sé que en ella se le dio un aura de glamour a la joven pareja delictiva, que en la vida real contó con una gruesa base de fans, tanto así que, sumados los dos entierros, fueron visitados por 35.000 personas.

En Netflix estrenaron hace poco el otro lado de la historia. La versión desde el punto de vista de la justicia, desde la perspectiva de los hombres que le dieron caza a B&C. Una buena producción, que cuenta con un gran reparto, un guion sólido y excelente fotografía. El cuidado de los detalles históricos es notable: algunas tomas fueron realizadas en los sitios reales. Pero lo que me llamó la atención fue lo que se pudiera llamar la metadata del film, a falta de un nombre más apropiado. Me refiero a que dos actores rumbo al ocaso (para los estándares holliwoodenses, me refiero) , Kevin Costner y Woody Harrelson, interpretan a dos policías retirados contratados para atrapar al duo hamponil que comenzaba a ser una amenaza mayor para la sociedad. Y tanto los actores como los personajes a los que les dan vida demuestran que tienen todavía mucho que aportar en sus respectivas áreas de desempeño.

Llama la atención el enfoque que le da la película a los jóvenes hampones. Prácticamente no tienen visibilidad en el film. De hecho, no se les ven las caras sino el el desenlace. Cuando aparecen en escena, es para resaltar su audacia, su popularidad o su crueldad. Del resto, nada. Son como unos fantasmas silentes, el objeto de la persecución. Sabemos de ellos de manera referencial, nunca de primera mano, salvo en las contadas escenas que los tienen como protagonistas que nunca muestran su rostro ni hacen escuchar su voz.

Otro aspecto interesante de la película es que, en el fondo, se trata de una "road movie". La cacería de los dos criminales se transforma en un viaje por el deprimido sur de los años 30, y me trajo a la memoria ecos de la película "las uvas de la ira", por los campamentos de gente sin techo. Hay una escena en particular que me me estremeció: los policías rebasan en la carreteta un camión, que transporta en la parte de carga los enseres de una familia. Se ve por unos instantes a una señora, sentada sobre una silla, tal vez una mecedora, a la intemperie, como si fuera un trasto más.

La peli se llama "The highwaymen", y fue traducida con el anodino nombre de "Emboscada final". Si les gustan las historias basadas en la vida real, les puede interesar este film.