sábado, 10 de noviembre de 2018

Coger carretera

No me considero una persona solitaria. Sin embargo, la soledad no me espanta. Es más, a veces la disfruto, en determinadas circunstancias. Una de las cosas que añoro son los viajes por carretera. Solo, sin otra compañía que mi carro y una decena de cassettes mezclados, puestos a sonar a todo el vatiaje que mi repro Pioneer KP9000 era capaz de proporcionar. Por lo general, esos viajes iniciaban el viernes, a eso de las 5:30 o 6:00 pm. A esa hora estaba enfilando hacia la carretera de oriente, al salir del trabajo. Mi Malibú Classic, modelo 84, estaba presto a devorarse los 300 y pico de kilómetros que nos separaban de nuestro destino, obedieciendo las órdenes que le daba desde mi puesto de mando en el habitáculo. Sus seis cilindros y sus 328 pulgadas cúbicas de desplazamiento podían alcanzar velocidades que alguna vez vieron al velocímetro rozar el guarismo 160, en las largas rectas que de vez en cuando regalaba la estrecha y maltrecha carretera, Eran tiempos heroicos, cuando la vía pasaba por todo el medio de las poblaciones y la autopista tenía construido apenas el tramo hasta Guarenas, y el camino era un peregrinaje por caseríos de nombres curiosos, como Araira, Tapipa, El clavo, Machurucuto, Boca de Chávez. Yo me aprendía los nombres que leía a mi paso, y sabía que cuando llegaba a la Granja Ladera estaba más o menos a mitad de camino, y la impaciencia me hacía pisar tal vez más de lo debido el pedal del acelerador. Pero no por mucho tiempo, pues enseguida comenzaba la zona montañosa de Aguas Calientes, lo que representaba tal vez unos veinte minutos de andar pausado y precavido, pues más de un carro se había ido por el barranco. Luego de ese tramo ya todo era más fácil: faltaba pasar por Clarines, luego Puerto Pirítu, y por fin el destino de mi viaje: la trinidad Barcelona-Lechería- Puerto la cruz. Habrían pasado entre cuatro y cinco horas desde el momento de mi partida, de no haberse presentado inconvenientes mayores, y yo me sentiría algo exhausto pero feliz por ese tiempo a solas conmigo.  

domingo, 4 de noviembre de 2018

Learning to drive



Hay películas que pasan desapercibidas injustamente, tal vez por faltarle el músculo publicitario de los grandes estudios,o porque su tema se aleja de los que consume con fruición el público masivo; que, en una palabra, no tienen lo que se necesita para volverse ”mainstream”. Ayer vi una de esas películas. Se llama “Learning to drive” (2014). Cuenta en su elenco con nadie menos que Sir Ben Kinsgley, además de una actriz que no conocía o no recordaba, Patricia Clarkson, que fue una agradable sorpresa. A partir de una premisa muy simple, la película desarrolla una trama con múltiples impicaciones y consideraciones, que van desde la inmigración ilegal hasta cómo afrontar el adulterio, pasando por el sexo tántrico y los matrimonios arreglados. La anécdota ve a un inmigrante indú, interpretado con mucha soltura por Kinsgley (no en balde protagonizó ese portento de personaje que fue Gandhi, hace 36 años) que, para poder mantenerse en Nueva York, desempeña dos trabajos detrás del volante: alterna el oficio de taxista, que cumple en las noches, con el de instructor de manejo. Es en su faceta de taxista que conoce, en circunstancias algo traumáticas, a Clarkson. A partir de ese momento sus vidas entran en contacto, y ambos obtendrán valiosas lecciones de vida el uno del otro. Trataré de no hacer ningún spoiler mayor; solamente diré que la película se salva de concluir al estilo holliwoodense, lo que agradecí bastante.  Se las recomiendo; está en Netflix.

sábado, 3 de noviembre de 2018

El callejón de la puñalada

Nunca frecuenté algún local del callejón de la puñalada, llamado formalmente Pasaje Asunción. Pero esa calle no me es ajena. La visitaba asiduamente en mi infancia, pues en uno de los inmuebles que se asoman a ella vivía una familia conocida. Era la casa de una buena amiga de mi hermana. En mis recuerdos era un apartamento más largo que ancho, con el desorden propio de un lugar en donde vivían una adolescente y sus dos hermanos pequeños. Unas oscuras escaleras conducían hacia él. Creo recordar un largo balcón que permitía asomarse al callejón. Yo, a mis 7 u 8 años, era inocente a la vida que se gestaba más abajo. No sabía que la bohemia intelectual de esa Caracas, imbuida de vapores revolucionarios y altamente alicorada, tenía su asiento allí, en los varios bares que cobijaba. Luego, de mayor, lo evadía. Su fama, que ya conocía, hacía que el pequeñoburgués de mí sintiera algo entre el temor y la repulsión por ese sitio. Hoy es asiento de algún local de ambiente, un hotel que tiene toda la vida allí, y una fauna variada de buhoneros, hippies y hippiebuoneros, tatuadores y colocadores de piercings. No sé del origen del nombre con el que se conoce, sería genial encontrar alguna crónica que lo explicara. Caracas necesita rescatar esa historia menuda.

viernes, 2 de noviembre de 2018

Yonaider, piloto

Yonaider está en la fila del cerro en donde vive, volando un papagayo que hizo con dos veradas que cogió en la quebrada y papel celofán que encontró en la bolsa de basura que había registrado más temprano, en su patrullaje cotidiano. El papagayo le salió bien bueno, y ya es un puntico en el cielo, casi invisible. No sabe cuánto pabilo ha desenrollado, pero de seguro son cientos de metros. Yonaider afina la vista para tratar de ver a su creación, pero de pronto lo distrae otro objeto volador. Un blanco, reluciente y modernísimo jet, que todos los días cruza por encima del cerro, a la misma hora. Yonaider sueña con volar un día dentro de ese jet. Por ahora, debe conformarse con pilotar su cometa. Su honesto papagayo.

miércoles, 24 de octubre de 2018

Mi primera biblioteca

La primera biblioteca que visité en mi vida fue una que estaba dentro de las instalaciones del parque Arístides Rojas, en Maripérez. Fue un descubrimiento feliz: saber que tenía a mi disposición cientos de libros, que los podía solicitar, y que eventualmente me los podía llevar a mi casa, me hizo sentir que ingresaba a una nueva etapa en mi vida, una que me acercaba a la adultez. No recuerdo mi edad, tal vez estaba transitando los catorce años. Visto a la distancia, he debido ser el tipo raro: el chamo que iba a un parque no a usar las instalaciones recreacionales o deportivas, sino a leer dentro de la biblioteca. Recuerdos que van desdibujándose: el personal tras un mostrador, los ficheros, los estantes llenos de libros, los mesones en donde se sentaban los usuarios a leer o a realizar trabajos, los periódicos encuadernados con un soporte que garantizaba la unidad de las hojas de cada diario. Un mundo ya lejano, por lo menos para mí. No sé si la biblioteca -cuyo nombre se me olvidó- seguirá funcionando, y no creo tener la oportunidad de ir a constatarlo. Ojalá sea así, ojalá que algún chamo encuentre allí adentro la misma felicidad que hallé yo.

miércoles, 3 de octubre de 2018

Sangre en la avenida

La avenida Sanz de El Marqués, ese corredor vial que comunica la Francisco de Miranda con la Cota mil, ha sido, tradicionalmente, lugar de sucesos infaustos. En los años 90 una serie de arrollamientos hizo que los vecinos emprendieran una campaña agresiva para lograr que los vehículos aminoraran la velocidad, y entonces, por un tiempo, la vía estuvo minada de policías acostados en todo su trayecto. Luego volvió a salir en las crónicas rojas cuando ocurrió un asalto al supermercado de unos lusitanos, que resultaron muertos en el hecho. También fue asesinado en la Sanz un ingeniero de origen ruso, amigo de mi suegro, cuando trataron de robarle su vehículo.
Recientemente un par de hechos noticiosos e infaustos volvieron a ocurrir en las adyacencias de la avenida. Primero fue un arrollamiento. Según lo recogido en las redes sociales, el conductor de un camión trató de esquivar un hueco en el pavimento y en la maniobra se llevó por delante a un muchacho de dieciocho años, llamado Gabriel Marquis, que sufrió fractura de pelvis entre otros traumatismos. Esta mañana leí que desgraciadamente el joven falleció a la espera de una operación que no pudo concretarse por falta de fondos. El otro caso es el de un niño de un par de años, abandonado en una caja en el portal de uno de los edificios que se asoman a la Sanz. La foto que circuló lo muestra dentro de la caja, con cara desconcertada, sosteniendo una galleta de soda en la mano, que no sabemos si se la dejó quien lo abandonó allí o fue algún habitante del  inmueble.

Esos dos casos dan cuenta de la enorme tragedia que enfrenta el país. Un joven que muere porque las calles están en un estado de abandono total, y porque cualquier intervención quirúrgica sobrepasa las capacidades económicas de la mayoría de la población. Un niño abandonado, porque su madre (que fue capturada, finalmente) no tiene los recursos para mantenerlo. Son apenas dos casos de los cientos, tal vez miles, que ocurren todos los días en este país, sin que las personas que encabezan el régimen se conduelan por sus habitantes. Más bien pareciera que es lo que buscan: que la población se reduzca todo lo que sea posible, ya sea por fallecimiento de los más débiles y expuestos como por la emigración del grueso de la clase media. Un esquema perverso.

sábado, 29 de septiembre de 2018

La mascota

Al comienzo de la calle en donde vivo, ciega la pobre, hay una caseta de vigilancia. Por ella, en el transcurso de los 10 años que llevo aquí, ha desfilado una buena cantidad de vigilantes. Unos mejores que otros; unos que duraron años, otros que se fueron a los días. Es un trabajo monótono, fastidioso y que no plantea casi ningún reto. Y cansón, ya que se hacen turnos de 24 horas. Hoy tenemos tres vigilantes que se alternan, es decir, cada uno tiene dos días de descanso entre jornadas, lo que les alivia bastante la carga. En estos días adoptaron un cachorrito. Una cachorrita, en realidad. Tendrá si acaso un par de meses de nacida. Al principio se estaba quieta dentro de la caseta, pero poco a poco ha ido ganando confianza y ya se atreve a excursionar por la calle. Todo el mundo tiene que ver con ella: hasta mis perras la ven con curiosidad cuando salgo con ellas y le pasan al lado. Ella las ve a su vez, con ganas de pegársenos atrás pero también con cierto temor, por la gran diferencia de tamaño. Ahora parece que la principal tarea de los vigilantes es estar pendientes de la perrita. Cada uno la trata a su manera, pero por lo que se ve, con muchísimo cariño. Creo que ahora tienen un aliciente para ir al trabajo, y tal vez -pendejeras mías, seguramente- esperan con ansias que les llegue su turno para pasar el día con su mascota compartida.

viernes, 28 de septiembre de 2018

Matas de platabanda

En el techo de mi casa mora una colección improbable de matas. En el heterogéneo inventario constan tres árboles a los que el destino no les tenía dispuesto echar raíces tierra adentro, y ahora viven en un estado intermedio entre el de bonsai y el tamaño real. Se trata de un caucho, un ficus y una ceiba, confinados cada uno en un matero, y que no alcanzan el metro y medio de altura. También, en otro matero, crece -medra- un cactus, que de tanto en tanto procrea un fruto inútil por incomestible. Y, en un recipiente de cerámica, un disco negro azabache, un intento de paisajismo mínimo con plantas suculentas, cuyo nombre desconozco salvo el de aquella llamada jade. En el centro del arreglo estaba plantado un pequeño cactus redondo, insignificante. Hoy en día ha crecido tanto que amenaza con sofocar a sus compañeros de maceta, arrinconándolos hacia el borde del recipiente. Ayer subí al techo para revisar el contenido de los tanques de agua, porque uno nunca sabe cuándo volverá y hay que estar pendientes y concientes sobre cúanto líquido se dispone. Luego de la revisión, me acerqué a ver si había novedades en el sector vegetal, y noté que del cactus terrófago están despuntando unas tres flores. Ya las he visto antes: son flores extravagantes, de color rosado subido. En un arranque imaginativo simplista, pudieran calificarse de extraterrestres, por lo poco parecidas a las demás flores que vemos normalmente. Y efímeras: duran a lo sumo un par de días, y luego se marchitan discretamente hasta desaparecer. Mis conocimientos en el campo de la botánica son escasos tirando hacia nulos, y no entiendo el sentido o la función de esas flores. Pero, en realidad, cuántas cosas que nos rodean carecen de sentido, ¿no?

jueves, 13 de septiembre de 2018

Enfrentar los miedos

Como la mayoría de la gente de su generación y estrato social, mi mamá no cursó más estudios que la escuela primaria. Pero tenía una sabiduría atávica, aunada a una gran inteligencia. Autodidacta, sabía hacer una cantidad sorprendente de cosas. Sabía también cómo lidiar con cualquier aspecto de la vida cotidiana, de una manera práctica y expedita. Y también tenía unos modos peculiares para dar lecciones que se quedaban grabadas. Va de cuento: por alguna razón, a los once años desarrollé un temor específico: que un hampón penetrara de noche a la casa. Acabábamos de mudarnos a nuestro nuevo apartamento, más amplio que el anterior, tenía mi propio cuarto, y un amplio ventanal que al principio, por estar desprovisto de cortinas y persianas, era como una boca de lobo apenas alumbrada por una que otra luz que provenía del cerro de Colinas de Bello Monte, todavía poco urbanizado. Acostado en la cama, con la luz apagada, me imaginaba que unos ladrones sofisticados, escaladores de edificios, provistos de herramientas capaces de abrir cualquier cerradura, y despiadados, penetraban a nuestro hogar. No sé si llegué a manifestar esa fobia, aunque lo que voy a relatar sugiere que ella estaba enterada. Una noche llegamos más tarde que de costumbre a la casa. Al entrar, todo estaba oscuro, menos el baño de servicio, cuya ventana daba al lavandero interno del apartamento. Eso era totalmente inusual, ya que la cultura del ahorro, como en la mayoría de los hogares de inmigrantes, formaba parte de la rutina hogareña. Al ver la situación anómala creo que di muestras de nerviosismo. Mi mamá me siguió la corriente, magnificó el hecho, y me dijo que fuera a verificar que todo estuviera en orden. Con el corazón en la boca, pero incapaz de desobedecerla, fui a revisar el baño, en donde evidentemente no había pasado nada salvo el eventual descuido. Fue su particular manera de enseñarme a enfrentar mis miedos. Con la práctica.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

El maletín olvidado

Abrir un maletín viejo es adentrarse en una cápsula de tiempo. Revisando entre chécheres arrumados me conseguí con el maletín Samsonite que usaba en los 90. Lo había comprado en el Pasaje Zingg, cuando las actividades financieras y de seguros, que eran las ramas en las cuales estaba involucrado, se desarrollaban en buena medida en sus sedes del centro de la ciudad. Al verlo me picó la curiosidad, y quise saber qué misterios guardaba. Es de los que tienen un mecanismo de ruedas numeradas, de combinación. La primera sorpresa fue constatar que recordaba la clave de tres dígitos que me permitió abrirlo. Y al primer intento. Lo puse sobre mis piernas y lo destapé como si fuera un regalo de cumpleaños. El contenido iba acorde con la época en la cual dejé de utilizarlo: un par de diskettes de 3 1/2 pulgadas, de alta densidad, que permiten almacenar 1.4 megabytes de información (uno rotulado "respaldo interfase autofast", el otro sin señas), unas cuantas chequeras de cuentas fuera de uso, el registro de la constitución de la empresa que fundé por esos años, facturas, resúmenes curriculares, y un puño de tarjetas de visita, de personas que en su mayoría no recuerdo, o de empresas que ya no existen. La joya de la corona en esa colección es la tarjeta personal de Juan Carlos Escotet, con el número de su teléfono celular (con el prefijo 016) escrito de su puño y letra.

martes, 11 de septiembre de 2018

Big brother

En la calle que sube del Farmatodo de Los Chorros hacia Los Galpones, aproximadamente a mitad del recorrido, y justo antes de un edificio que se intuye lujoso, hay una construcción que parece un lego mal montado. Volúmenes que se superponen sobre el piso incial, de distintos acabados, desde tablilla hasta friso sin pintar. Se entrevén rejas, y un laberinto que debe conducir a las diferentes unidades en donde harán vida una docena de familias. Un minibarrio, pues. O tal vez sea más justa, más apropiada a sus dimensiones, la denominación de casa de vecindad. Una de esas incongruencias de las que es pródiga Caracas, en todo caso. Allí, encima de una ventana, hay un solo "adorno": un afiche gigante con la efigie de nuestro inefable dictador tropical, no sonriente sino diría que amenazante. El Big Brother cuidando que su rebaño no se le descarrile.

lunes, 20 de agosto de 2018

Pulp fiction

Mi única salida de ayer fue el inevitable paseo con las perras. Las calles que transito habitualmente son bastante tranquilas, con muy poco vehículo circulando. Pero ayer la soledad alcanzaba proporciones de pueblo fantasma. En el camino de ida ni un solo carro me pasó por el lado. De regreso, hubo una excepción. Una camioneta Explorer, del año, aminoró su paso cuando pasaba cerca de mí; bajó el vidrio del copiloto y éste me preguntó, sin fórmula de saludo previa: "¿Por dónde llegamos a la calle 12?" En esa fracción de tiempo que transcurrió entre la bajada del vidrio y la pregunta escueta, pude ver a los ocupantes del carro. No cuadraban con el lujo de la Explorer, por decirlo de una manera amable. Le di las indicaciones, y el conductor retrocedió lentamente hasta una bocacalle cercana para dar la vuelta, pues su destino quedaba en la dirección opuesta a la que lllevaban. A medida que eso pasaba, en la mente se me formaron varias teorías. Tal vez le había mandado la muerte a alguien, pues mis lacónicos interlocutores eran dos sicarios ubicando el lugar de un encargo, que en el camino venían hablando sobre las hamburguesas de McDonald's. Luego pensé en la posibilidad de que, en su afán de no dejar testigos, me hubiesen incrustado un balazo en algún lugar vital de mi anatomía, con un revólver provisto de silenciador para no despertar alarmas. Me imaginé agonizando en medio de un charco de sangre, las perras confundidas sin saber qué hacer, la vida escapando de mi cuerpo. Mientras pasaba esa película por mi cerebro, la camioneta se perdió de mi vista, rumbo a su destino en la calle 12.

sábado, 11 de agosto de 2018

La polenta

Aprovechando que hace un par de días conseguí harina de maíz amarillo en el supermercado, hoy al mediodía hice polenta para acompañar al almuerzo. Mientras la estaba preparando -requiere de un proceso fácil pero laborioso, debe ser removida constantemente con la paleta de madera por un largo rato- recordé una carta que me tocó examinar cuando estaba levantando la información para mi libro "La puerta que se cierra". Esa carta, llegada a casa unas cuantas semanas luego del fallecimiento de mi abuela, narraba con mucho detalle su último día. En particular, este pasaje: "Mamá (quien escribe es una tía) estaba pasando la tarde en casa. Cuando comenzó a anochecer decidió ir a su hogar pero, al pasar por la cocina, vio la polenta en el fuego y cambió de idea. Quiso quedarse a cenar con nosotros". Al par de horas se sintió mal y tuvo un infarto masivo, que no pudo superar. Uno de sus últimos actos estuvo ligado con el hecho gastronómico que, más de cincuenta años después y a 10.000 Km de distancia, repito cada tanto, como uno de los últimos bastiones de mi italianidad.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Pasión país: charla sobre Caracas, la ciudad por vivir

Ayer asistimos a la charla sobre cómo se puede entender, planificar y gestionar una urbe tan compleja como Caracas, en el marco de la iniciativa “Pasión País” de la Escuela de Ideas, liderada por Inés Muñoz Aguirre y Mariam Krasner. Estuvieron como ponentes invitados la urbanista Zulma Bolívar y el decano de la facultad de Arquitectura de la UCV, Gustavo Izaguirre. A pesar de lo complicado que resultó el día, el evento pudo llevarse a cabo con normalidad y muy buena asistencia de público. Aunque se tocaron temas bastante técnicos, la charla fluyó amenamente, y permitió encauzar variadas reflexiones e inquietudes en la concurrencia, que fueron ventiladas al final de la charla.

Aunque yo no intervine –no suelo hacerlo en eventos, prefiero el diálogo directo, sin espectadores– sí tuve mi propia reflexión. Y fue en este sentido: Todos quienes habitamos este valle nos sentimos, y nos llamamos, caraqueños. Pero, ¿cuánto conocemos en realidad de la ciudad? ¿Qué porcentaje de su territorio es nuestro pateadero habitual? Hablo por mí: muy poco, en realidad. Soy habitante de una parcela minúscula de esta urbe, y cuando salgo de ella me dirijo a muy pocos lugares, bastante puntuales, y por lo general situados al este de Plaza Venezuela. Claro que he ido al centro, al oeste, al sur, pero en muy contadas, y lejanas en el tiempo, veces. La razón inmediata que se me ocurre es que no tengo nada que buscar en esos sitios. Pero es una muy pobre razón, en el fondo. Hay lugares que deberían ser visitados con asiduidad. El casco histórico –lo que queda de él, lamentablemente –; los parques; los museos; los teatros;  los bulevares antiguos y modernos. Cuando lo he hecho me he sentido gratificado, y me he preguntado por qué no lo haría más a menudo.

Hace poco, el día del cumpleaños de Caracas, publiqué en mi muro de Facebook una memoria de juventud, que voy a reproducir aquí: “Recuerdo la primera vez que fui al centro de Caracas solo, por mis propios medios. Bueno, no propiamente solo, pero sin compañía de adultos. Éramos tres, estábamos tal vez en el tercer año de bachillerato, y teníamos vacaciones. Tomamos el autobús en los bajos de la avenida Libertador, donde vivíamos. Uno que anunciaba Carmelitas como destino final. Lo abordamos y comenzó la travesía por esa larga calle que al final empalmó con la Andrés Bello. Yo iba pegado de la ventana, observando. Al llegar a la Urdaneta, lo que me llamó la atención fue el piso de las aceras, con su diseño ondulado blanquinegro. Nos bajamos en el cruce con la Fuerzas Armadas (en ese momento la nomenclatura de las vías era desconocida para mí, sin embargo), y proseguimos a pie. Era un turista en mi propia ciudad. Todo era nuevo, para mí. Visitamos algunas iglesias, y recalamos en la Plaza Bolívar. Yo, que en ese momento había visto muy poquito mundo, experimenté un mínimo síndrome de Stendhal. Tal vez en ese momento fue que comenzó mi real enamoramiento con la ciudad”.

Y es así: uno puede ser turista en la ciudad donde nació, sobre todo si se trata de una metrópolis del tamaño de Caracas. Deberíamos dar el paso siguiente: pasar de ser turistas a habitantes, con todo lo que esa palabra conlleva. Ejercer a cabalidad la ciudanía. Usar los espacios públicos, opinar sobre las políticas urbanas, proponer mejoras y criticar lo que a nuestro juicio está mal. Dejar de ser moradores pasivos, y asumir el protagonismo. A fin de cuentas, es nuestra ciudad, y deberíamos proponernos el objetivo de verla en mejores condiciones de las que está ahora.

viernes, 27 de julio de 2018

Guaica, el poeta

El primer poeta que conocí en mi vida fue Guaicaipuro Rodríguez, conocido por todos como Guaica. En ese momento yo tenía dieciocho o diecinueve años, y naufragaba lentamente en una carrera universitaria cuyos días estaban contados. Ocurrió de manera casual, como casi todo lo memorable en la vida. Unos amigos comunes me lo presentaron, parece que le caí en gracia, y muy pronto llegué a ser parte de su “entourage”.

Guaica no sabía estar solo, y se especializaba en reclutar mascotas para que, después de someterlas a un descoñetamiento riguroso, pudieran enfrentarse con cierto éxito a la vida. O por lo menos eso decía. En esa época él tenía unos treinta y cuatro años, y un camión de anécdotas al uso, para cualquier ocasión. No le conocí obra escrita, pero, según me enteré, había ganado más de un concurso literario con su lenguaje. Era, eso sí, un orador excelso, y podía utilizar como tarima el capó de un carro estacionado en el callejón de la puñalada, abriendo su perorata con un “¡Colombianos!”, a la usanza de Bolívar. Aunque su hábitat natural estaba poblado por gente de la izquierda, creo que en el fondo él los despreciaba un poco, y se burlaba de soslayo de sus delirios revolucionarios. Apreciaba la buena vida, a pesar de haber nacido en una familia algo pobre y afincada en la ruralidad del interior de Venezuela. Todo esto lo fui sabiendo de a poco, mientras me fui internando en las intimidades que solía asomar durante sus charlas.

Dije que Guaica no tiene obra escrita conocida; tal vez eso sea una inexactitud. Una vez me permitió hurgar una parte de su museo de servilletas. En esos trozos de papel está el verdadero Guaica: no el artificioso maestro de ceremonias que era el centro de atracción cada vez que se dejaba ver en público, impostado, de una intelectualidad estudiada para lograr un determinado efecto en su audiencia; no, en esas servilletas Guaica, sin falsos pudores, descubre su vida interior, sus luces y sus sombras.

Una noche, no sé muy bien cómo, terminé en el asiento trasero del Mustang de una muchacha espectacular, que tenía ojos solo para Guaica. Esa noche fue loquísima: comenzó con una parada en la autopista, al pie de la estatua de Maria Lionza, a la cual Guaica le ajustó el sostén de Graciela (me parece que se llamaba así la mujer, pero ha pasado tanto); tras una serie de acontecimientos bastante disparatados, fragmentarios como un rompecabezas al que le faltan algunas piezas en mis recuerdos, terminó en un paseo a la playa, todos amanecidos, pero extrañamente lúcidos. Guaica el primero, manejando el carro de Graciela con el índice de su mano izquierda. La dulce locura. 

Creo que es normal que un muchacho de diecinueve años, con debilidad por la literatura, se deje deslumbrar por un personaje así. Luego, al crecer, comencé a verle las costuras, a saberle los trucos, a hallarle contradicciones en las diferentes versiones de los derrapes que decía haber presenciado. Pero uno aprende a perdonar esas cosas. Hoy, Guaica vive en mi biblioteca. Sigue teniendo los mismos treinta y cuatro años, aunque las canas digan lo contrario. Y me sigue diciendo poeta, aunque yo de poeta no tenga absolutamente nada.

miércoles, 25 de julio de 2018

Stendhal en Caracas

Recuerdo la primera vez que fui al centro de Caracas solo, por mis propios medios. Bueno, no propiamente solo, pero sin compañía de adultos. Éramos tres, estábamos tal vez en el tercer año de bachillerato, y teníamos vacaciones. Tomamos el autobús en los bajos de la avenida Libertador, donde vivíamos. Uno que anunciaba Carmelitas como destino final. Lo abordamos y comenzó la travesía por esa larga calle que al final empalmó con la Andrés Bello. Yo iba pegado de la ventana, observando. Al llegar a la Urdaneta, lo que me llamó la atención fue el piso de las aceras, con su diseño ondulado blanquinegro. Nos bajamos en el cruce con la Fuerzas Armadas (en ese momento la nomenclatura de las vías era desconocida para mí, sin embargo), y proseguimos a pie. Era un turista en mi propia ciudad. Todo era nuevo, para mí. Visitamos algunas iglesias, y recalamos en la Plaza Bolívar. Yo, que en ese momento había visto muy poquito mundo, experimenté un mínimo síndrome de Stendhal. Tal vez en ese momento fue que comenzó mi real enamoramiento con la ciudad.

Los vasos comunicantes


A veces, en mis lecturas en diversos medios, me encuentro con algunas coincidencias curiosas, ya sea en temas, imágenes, personajes o circunstancias. Me acaba de pasar esta mañana, por ejemplo. Ayer terminé de leer “Kitchen confidential”, de Anthony Burdain, y comencé “Los días animales” de Keila Vall de la Ville. Son dos libros que pudiéramos catalogar como testimoniales, aunque el de Keila es, formalmente, una novela. De temática totalmente distinta, pues Burdain habla de su pasión por la gastronomía mientras que Keila se enfoca en el montañismo como hilo conductor de su libro. En un pasaje, ella describe a detalle las heridas causadas por la actividad de escalada en sus manos: ampollas, llagas, callos; cicatrices producidas por el contacto con las rocas que le permiten el ascenso hacia la cumbre que planea conquistar, y que son testigos tangibles de su vivencia. Había leído casi exactamente lo mismo en el de Bourdain: en una parte de su libro, también nos ofrece un detallado panorama de sus manos, callosas por los cuchillos, ampolladas por salpicaduras de frituras, quemadas por el calor de las hornillas. Manos de cocinero, como constata con orgullo. Allí estaba el pasadizo entre dos libros en apariencia totalmente diferentes, y yo fui el espeleólogo que lo descubrió. Las manos son el vínculo. Las manos materializan los anhelos de ambos escritores, y también cargan con las consecuencias.

jueves, 7 de junio de 2018

País ficcional

Hace algún tiempo mi editor, Carsten Todtmann, me contó que, durante una estadía suya en la República Democrática de Alemania, es decir, la Alemania comunista, aprendió el siguiente dicho, que describía el estado de cosas en el país: "la gente finge que trabaja, y el régimen finge que gobierna"

Últimamente he estado recordando mucho esa anécdota, asimilándola a la realidad venezolana actual. Estamos sumergidos en una dinámica ficcional. El país, lo que queda de él, está agarrado ya no con alambres sino con pabilo. 

Ya el tráfico es cosa del pasado; las vías andan ligeras, escasas de vehículos. Cada vez hay más carros parados, y no es para menos. Cualquier repuesto descuadra el presupuesto familiar. Sin hablar del indispensable aceite, sobre todo para los carros viejos que son la constante. Además de la calle, los signos de la inminente paralización del país se pueden apreciar en los comercios. Voy a poner de ejemplo el automercado Central Madeirense de El Marqués. En la zona de frutería tenían tres grandes estantes en el medio, destinados a la fruta y hortalizas que no necesitan refrigeración: papas, cebollas, plátanos, aguacates, cambures, cocos. Un día desapareció uno de ellos. Ahora ya no hay ninguno. El vacío reemplazó a dichos estantes, y la mercancía que albergaban fue distribuida en los anaqueles refrigerados adosados a las paredes. Pero ni así estos se llenaron. El mismo patrón se observa en las restantes áreas del automercado. Ya no se molestan en redistribuir la mercancía para disimular la escasez, como se hacía en otras épocas. Ya no es necesaria ni eficaz la simulación. Algunos empleados hacen su labor con cierta mística, pero son los menos. La mayoría esgrime su total desidia. Y ya ni los culpo ni les reclamo. 

En realidad me parece asombroso que todavía haya gente que acuda a un empleo en donde, por mucho que gane, no se va a acercar ni de lejos al monto necesario para cubrir la canasta básica. ¿Cómo hacen? Es más, ¿cómo hacemos? ¿Cómo estamos enfrentando esta situación? Empobreciéndonos paulatinamente, me temo. Quemando reservas quienes las tengan, o apelando a la buena voluntad de los familiares que puedan echar una mano eventualmente. Dicen que muchos sobreviven gracias a las remesas que reciben del exterior, y es una posibilidad, ya que actualmente es poca la gente que no tenga al menos un allegado que haya emigrado Pero no es una estrategia sostenible en el tiempo, por supuesto. Urge un cambio. O naufragaremos irremediablemente.

domingo, 29 de abril de 2018

La soledad del domingo por la mañana

Caminar por Caracas en las horas tempranas del domingo es una experiencia solitaria. Sobre todo por las calles internas de una urbanización. Apenas uno se distancia de la avenida principal, la preminente presencia es la del silencio. No se oye más que el eventual ladrido de un perro, un carro desplazándose con tranquilidad de tanto en tanto, o alguna conversación en los pisos bajos de los edificios. La sensación es la de una ciudad desierta; a esto ayuda la ausencia de comercios prestando servicios. Hasta el reloj de la plaza está detenido en unas improbables 4:35, que no sabemos si fueron AM o PM. Casi nadie transita las vías, salvo algún residente de la zona, en pantuflas, acompañando a su mascota en su desahogo matutino, y esa figura triste que ya se ha vuelto parte del paisaje: el hombre que, con un morral al hombro, registra los contenedores de basura en búsqueda de los desperdicios de la semana. El que tengo al frente tuvo la fortuna de ser el primero en llegar, y por la cantidad de cosas que extrae parece haber tenido la suerte del madrugador. 
En mi deambular paso por el frente de un restaurant que proclama ofrecer una experiencia igual a la de la casa de uno, pero en la lista ningún precio baja de los siete dígitos; no sé en las demás, pero en mi casa todavía se puede comer un poco más económico.
Llego a una panadería, la única que presenta actividad en la zona, pero todavía no abre. Espero junto a otras dos o tres personas, que se preguntan si habrá salido pan. Ese no es mi motivo; yo voy por café. Transcurren si acaso unos cinco minutos, y el encargado de la puerta la abre. Todos titubeamos antes de entrar; parece que ninguno quiere ser el primero. Por fin lo hacemos, y cada quien se dirige al mostrador de su interés. Yo apunto decidido al de la cafetería, pero la dependiente me informa que la máquina todavía no ha alcanzado la presión necesaria, y que harán falta unos quince minutos más. Por mucho que el cuerpo me pida café, no tengo intenciones de esperar ese tiempo, así que me marcho a ver si corro con mejor suerte en otro lugar. Pregunto la hora, ya que ando sin ningún dispositivo encima que me la indique. Son las 7:15 AM.

viernes, 20 de abril de 2018

La historia de César

En estos días me acordé de César Montenegro. A pesar de parecer un nombre inventado para alguna telenovela, este César existió realmente, y lo conocí cuando estaba gerenciando un proyecto de migración de plataformas en una empresa de seguros. Lo subcontraté como analista programador, por su experiencia tanto en la plataforma como del negocio, ya que venía de trabajar en una compañía aseguradora que no soportó la crisis financiera de los 90: quebró, y sus activos fueron absorbidos por FOGADE. Esto que narro ocurrió a comienzos del siglo XXI, tal vez en 2003 o 2004 como mucho. César era un hombre algo mayor que yo, casado, con un hijo a punto de entrar a la universidad. Muy educado y respetuoso, tal vez no era el mejor en su profesión pero suplía sus carencias con escrupulosidad en su desempeño. Tenía una gran preocupación: al quebrar su antiguo empleador, le quedaron debiendo la liquidación, tanto a él como a el resto del personal. Hicieron toda la presión que estuvo a su alcance, hasta que por fin contrataron a un reputado jurista para que los representara en la querella. César, por esos días, pasaba de un estado de alegría a uno de frustración con gran facilidad, dependiendo de las noticias que recibía sobre el asunto. Un día, sin embargo, su preocupación pasó a ser otra. Unos meses atrás había comenzado a manifestar una leve cojera, causada por un dolor en la rodilla. No le paró mucho, al principio, pero llegó un momento en que comenzó a ser inaguantable el dolor, y fue al médico. El diagnóstico fue devastador: tenía cáncer. Lamentablemente no fue mucho lo que se pudo hacer por él; estaba contratado a destajo, no tenía seguridad social, y ya no podría trabajar pues debía someterse a los tratamientos usuales de quimio y radio. No supe más de él, hasta que me enteré de su cruel destino: primero le cercenaron la pierna, y poco tiempo después falleció. Murió sin recibir la satisfacción de haber obtenido la liquidación justa que le tocaba, entre otras cosas. El abogado que los representaba no les cumplió. Ah, un detalle final. Ese abogado era Hermann Escarrá.

jueves, 5 de abril de 2018

Vermicelli de domingo noche

Entonces montamos una olla con agua suficiente al fuego. Simultáneamente sofreímos unos cuantos ajos, agregamos unos tomates picados en cuatro, en cuatro, sal al gusto, esperamos que los tomates cedan su turgencia al calor del sartén, procesamos todo en la licuadora, regresamos al sartén - que no habremos despegado de la hornilla - el contenido de la licuadora, y esperamos que espese. Malo sería que no hubiera hervido el agua todavía, pero como estamos en estado de gracia eso no va a suceder. Salamos sin tacañería el agua hirviente, que quede así, salobre como un mar ligero del trópico. Seleccionamos unos 250 grs. de vermicelli, y los ponemos a nadar en el mar que fabricamos en la olla, durante unos seis o siete minutos. Al cabo de ese tiempo rescatamos los vermicelli como si fueran náufragos de una catástrofe marítima, los colamos escrupulosamente, los devolvemos a la olla, y le vaciamos encima la salsa, que estaba terminando de cocerse en el fogón. Mezclamos todo a conciencia, y nos sentamos frente a frente, con el cuenco del queso rallado de por medio, a consumar una cena que no por improvisada deja de ser confortante.

sábado, 10 de marzo de 2018

El ají picante



La primera vez que tuve conciencia del escote femenino fue, además, la primera vez que probé un ají picante. Esa curiosa confluencia ocurrió, de paso, en mi aula de sexto grado. Creo poder recrear la escena: era un salón en el segundo piso, alargado. Tal vez unos 30 o 40 muchachos lo ocupaban, con los pupitres formando largas hileras, unas tres o cuatro. Yo, no recuerdo ahora la razón, no estaba en una de esas hileras: mi pupitre estaba apoyado contra una de las paredes laterales, debajo de una ventana y junto al escritorio de la maestra. No estaba solo. Me acompañaba la niña más precoz del salón, la que ya se había desarrollado. Una niña dulce, reilona, que me buscaba conversación, a mí, que trataba de pasar por un alumno aplicado, y tenía a unos metros a la maestra. Pero mi timidez galopante me impedía interrumpirla y pedirle silencio. Traté de hacerlo, pero algo me distrajo: el triángulo que tenía como vértices a) el tercer botón de la camisa de mi compañera, b) el ojal correspondiente al primer botón, y c) el primer botón, triángulo que albergaba dos montículos de carne retenidos por un leve brassiere que el escote me permitió detallar con generosidad. Entonces tuve un gran dilema: ¿hacerme el loco con esa visión inédita, o seguir mirando? Creo que estaba vuelto un manojo de nervios. Entonces, la muchacha se volteó hacia la ventana que teníamos detrás, y tomó una fruta que colgaba de la reja. Era una baya, de color anaranjado, y se veía muy apetitosa. "Vamos a probarla", me dijo. Y, tras partirla en dos pedazos, me metió uno en la boca. No sé cuál lugar común utilizar para describir lo que sentí en el paladar y la lengua al activarse la capsaicina. Tal vez "Vi al diablo". Lo cierto es que nunca había probado un picante tan fuerte. Ella me vió, y enseguida arrancó a reir. Nunca llegó a comerse su mitad de ají.

miércoles, 17 de enero de 2018

¿Cuánto cuesta comer un día en Venezuela? Actualizado a enero 2018



En julio de 2014 hice un ejercicio para calcular cuánto costaba un día de alimentación -alimentación sumamente básica, por cierto - en Venezuela. ¿El resultado? En ese momento, 364 Bs para una familia de cuatro personas. Seis meses después repetí el experimento, y ya esos mismos alimentos experimentaron un salto a 716 Bs. Lo volví a hacer en julio de 2015, y ya el costo iba por 1.342. En enero de 2016 el ejercicio dio como resultado 2.946 Bs. En julio de 2016 la cifra subió a 7.720. En enero de 2017, el techo se puso en 16.460 Bs. En julio de 2017 el salto fue hasta los 39.080. Vamos a actualizar los precios, para entender de cuanto ha sido la inflación con cuentas de bodeguero, en los últimos 6 meses.


Tomemos un menú bastante austero, como lo son los tiempos que corremos:

----Desayuno----
Sandwiches de jamón y queso
jugos para lonchera
galletas para la merienda a media mañana

----Almuerzo----
Hamburguesas
frutas

----Cena----
Cereal

Recuerden, todos los cálculos se presumen para una familia de 4 personas.
Para el desayuno:
Suponiendo que a cada sandwich le colocamos 25 gramos de jamón y 25 de queso, a un costo promedio de 300.000 Bs/Kg cada uno de esos rubros, son 60.000 Bs, más 2 canillas a 15.000 Bs c/u, 90.000 Bs. A 22.500 Bs cada sándwich, hecho en casa. Los juguitos y las galletas son para las muchachas, así que serían 2 jugos por 30.000 Bs  más 2 galletas por 40.000 Bs. En total nuestro humilde desayuno nos habrá costado 160.000 Bs.

Vamos con el almuerzo. La carne molida, a precio de hoy, está a 250.000 Bs. Si hacemos nuestras hamburguesas de 150 gramos, necesitamos 150.000 Bs. La bolsa de pan de hamburguesa  se puede conseguir en unos 65.000 Bs. Como trae 8, entonces dividimos eso entre dos. Ahora, para que nuestra hamburguesa pueda ser considerada un plato balanceado, necesita llevar algún vegetal; nos decantamos por los tomates. Necesitamos un par de tomates, que dependiendo del momento pueden costar entre 4000 y  6.000 Bs. Vámonos por el promedio, 5.000 Bs. La fruta también depende de la variedad  y la estación, vamos a ser prudentes y decantémonos por los humildes cambures; unos 4.000 Bs por 4 unidades, puede ser. En total nuestro almuerzo habrá salido en 191.500 Bs.

La cena es más sencilla. El cereal cuesta alrededor de 55.000 Bs por 500 gramos; asumiendo que cada persona se come 100 gramos de cereal, son 44.000 Bs. Y digamos que ese cereal se va a acompañar con 200 ml de leche por persona, a 72.000 Bs el litro, son 57.600 Bs. En total la cena habrá costado 101.600 Bs.

Recapitulemos: para alimentar medianamente a una familia de 4 personas se necesitan 453.100 Bs diarios. Eso representa un incremento de 414.020 Bs. con respecto al cálculo hecho en julio del año pasado. Es decir, un 1059% de aumento. En 6 meses. Y si nos remontamos a un año hacia atrás el aumento da un 2652%.  Ahora bien, en este cálculo se está obviando el costo de los aliños y grasas. Antes no se tomaba en cuenta porque solía ser marginal; ahora un kilo de azúcar puede costar hasta 130.000 Bs, y un litro de aceite vegetal - no de oliva - anda entre los 80.000 y los 120.000 Bs, dependiendo de la suerte que se tenga. Las salsas - ketchup, mostaza, mayonesa - también están a costos prohibitivos cuando se encuentran. Eso, por supuesto, incide en los costos mensuales de alimentación de una familia. Aclaro unas cuantas cosas: primero, los precios que tomo como base  son los que encontré esta mañana en el mismo supermercado que uso desde la primera entrega de esta serie. No es de cadena, sino negocio familiar. Sus precios están más o menos a la par de otros establecimientos similares. Tal vez comprando en mercados ambulantes pueda hacerse un poco de economía, pero no mucho más. Segundo: los precios son tan volátiles que posiblemente la semana que viene estos cálculos ya estén rezagados. Tercero, a todo este análisis se le debe imputar el costo de las horas hombre que se gastan en la búsqueda de los víveres. Y cuarto, este ejercicio es imaginativo pues hay cosas que son casi imposibles de encontrar, como la carne de res por ejemplo que está desaparecida hace bastante tiempo de las neveras en los automercados. La proteína animal brilla por su ausencia desde más o menos mediados de diciembre pasado.