miércoles, 27 de marzo de 2019

Lentejas a la suiza


En los años 70 se popularizó en Venezuela una forma de comer que tiene sus raíces en Suiza: la “founde”. Creo que todos saben lo que es: una comida que se centra en un fuego central, provisto generalmente por un infiernillo que quema alcohol, sobre el que se coloca una ollita en la cual puede cocinarse hasta fundir una mezcla de quesos para ser comidos con trozos de pan, o puede estar hirviendo aceite en el cual se introducirán cubitos de carne para ser luego consumidos con el acompañamiento de salsas variadas. Hasta para el postre puede dar la fondue, particularmente con chocolate fundido en el cual se introducirán frutas frescas, por lo general fresas. Casi siempre las fondues se consumían en ocasiones especiales, cuando se quería agasajar a alguien, o bien como cena romántica, con un par de botellas de vino blanco como cómplices. Bueno, el caso es que en muchas casas se conservan las “fonduceras” (no debe ser el nombre oficial del aparataje, pero sí el coloquial, en mi caso), llevando polvo en algún estante, tal vez desde el año 1996 que fue la última vez que se utilizó. Mi casa no se escapa de esa circunstancia, y tenemos la nuestra, que en realidad había sido utilizada por última vez hace unos cuantos años, tal vez en 2015. En un cumpleaños, creo recordar. 
Ayer el apagón nos tomó por sorpresa, sin comida preparada y con casi nada en la despensa. Teníamos un paquetico de lentejas, pero sin cocinar. Nuestra cocina, para colmo, es eléctrica, así que se nos presentó el dilema. Y, en un acto de fe, recurrí a mi antigua fonducera. Y fue así como un implemento destinado a ser utilizado en ocasiones festivas, y a alimentos de cierto caché, fue degradado a la humilde función de estofar unas lentejas, pero cumplió su cometido a cabalidad. Las lentejas más presuntuosas que haya comido en mi vida. Claro que a los pocos minutos de estar cocidos los granos volvió la electricidad, pero esa es otra historia.

jueves, 7 de marzo de 2019

Los útiles, la dignidad

Tuve la fortuna de gozar de una niñez tranquila, plácida, sin muchos lujos pero sin mayores carencias. Sin embargo, algún tipo de sobresalto económico debió haber ocurrido cuando estaba cursando tal vez el tercero o cuarto grado. Recuerdo que a duras penas lograron comprarme los útiles escolares, ese año. A pesar de que las listas no eran ni de lejos tan descomunales como las exigidas en estos tiempos. Algo pasó con el presupuesto, que para forrar lo que se exigía forrado mi mamá, que además de laboriosa era sumamente inventiva, no compró el acostumbrado "papel contact" que ya se estaba popularizando, sino que adquirió unos folios de papel verde hoja, y con ellos forró los libros y los cuadernos. Y a continuación, para mayor protección, les colocó un sobreforro, hecho del plástico con el que entregaban la ropa en las tintorerías. Creo recordar que todo el proceso de forrado y rotulado ocurrió en la noche del domingo. Al día siguiente, tras la jornada escolar que no ha debido ser muy grata para mí, regresé a casa con una nota, no recuerdo si de la maestra o de la dirección, que de manera muy poco diplomática le recriminaba a mi mamá la manera tan heterodoxa de presentar los útiles escolares. Creo que ese fue mi primer encuentro con un sentimiento que se pudiera encasillar entre la pena, la piedad y el enojo. No hubo mayores palabras. Sí una visita relámpago a la librería Capablanca, en donde se compró el material adecuado para forrar, de acuerdo al criterio de las autoridades escolares. Esa noche mi mamá se volvió a acostar tarde. Al día siguiente, cuando regresé al colegio, mis cuadernos estaban presentados a la perfección.

domingo, 3 de marzo de 2019

Cierre

No recuerdo ahora con cuales medios me pude trasladar desde Sartenejas al Ramal 3 de la avenida Caurimare, en Colinas de Bello Monte. Todavía era un peatón, y me movía en transporte público o en las colas que podia conseguir. El punto es que logré llegar a ese lugar que tanto representaba para mí, y del cual, en el fondo, no quería desligarme. Habría pasado cerca de un año desde cuando se produjo mi abandono de ese recinto, y pude notar ciertos cambios. Cosas que eran promesas mientras permanecí allí ahora estaban realizadas. Sentí algo parecido a la envidia y el resentimiento, debo confesarlo. Otros estaban disfrutando lo que el tiempo me había negado. Saludé, sin embargo, con emoción a quienes se me acercaron. Directivos y discípulos de los años anteriores, con quienes había trabado amistad. Todos me recibieron con manifestaciones de aprecio. Por un momento me sentí todavía parte de esa institución en donde había hecho vida durante once años, y tal vez irreflexivamente irrumpí en una partida del único deporte que se practicaba en mis años allí, el Volley Ball. Sin esperar a ser invitado, como lo había hecho siempre, como era costumbre, al final. Disputé un balón con un muchacho del último año; en el salto en pos de la pelota chocamos en el aire, y al caer me dijo: "¿Qué tienes que hacer tú aquí? Ya no estudias en este colegio, deja de fastidiar". Tal vez ese reclamo fue lo necesario para que lograra asimilarlo: ya no pertenecía allí, era hora de dejarlo atrás. Recogí mi morral con los libros y los apuntes de la universidad, y me fui caminando por última vez por esas calles que no volvería a pisar jamás.