sábado, 23 de mayo de 2020

Bitácora del insilio. Día 72

¿Será que 20 años de incertidumbre, declive constante de la calidad de vida, paros voluntarios e involuntarios, apagones masivos, nos prepararon para esta contingencia? A más de dos meses desde que se informara el primer caso positivo de covid-19, pareciera que la colectividad supo amoldarse a la situación. Por lo menos eso es lo que percibo en mi entorno inmediato. No he visto escenas conflictivas en los contados sitios que frecuento (a saber, el automercado, la farmacia, la bodeguita –antes licorería- de Joao). En esos lugares la gente hace su colita respectiva, sin quejas, sin apretujamientos, tanto para entrar al local como para pagar al finalizar la compra. Claro, una cosa es la que puedo registrar en mi urbanización de clase media, colindante con un barrio poco conflictivo como lo es Altos de Lebrún, y otra la que sucede en zonas más candentes, en donde las protestas son cotidianas, así como la represión policial buscando acallarlas.

Pero la realidad es la realidad: miro con terror el marcador de gasolina del carro, cuya aguja se va alejando lenta pero inexorablemente del punto medio, y ya comienza a rozar el temido cuarto de tanque. ¿Cómo iremos a hacer cuando se acaben esos 10 litros de gasolina que acaso nos quedan? Llegará el momento en el que ya no se podrá usar el carro, pues al llegar al nivel de reserva habrá que tomar la decisión de utilizarlo solo para casos de emergencia. Entonces la calidad de vida descenderá un escalón más, obligando a hacer las diligencias a pie. Nada del otro mundo, por favor, pero si se pudiese evitar sería mejor. También otras preocupaciones, algunas más mundanas que otras, boicotean el sueño. El internet, la electricidad. El agua, sobre todas las cosas. No hay mente positiva que aguante un escenario así: incomunicados, a oscuras, secos. Hasta ahora no han fallado los tres a la vez, pero quien sabe hasta cuándo nos dure la “suerte” (patético designar como un escenario afortunado el disfrute de servicios que deberían darse por descontado). Mientras tanto, los barcos iraníes que vienen a solucionarle el problema de la gasolina momentáneamente al régimen parece que llegaron, o están por hacerlo. Algo que debiera ser vergonzoso para un país petrolero se nos vende como una jornada épica en la que se derrotó al imperio (apoyándose en otro imperio, el islámico, pero eso no está escrito en su guion).  Dudo que esa gasolina alivie las penurias de la colectividad. Esa gasolina será, en una enorme proporción, para el aparato policial, para los jerarcas, para los militares. Para alimentar las SUV blindadas de los bolichicos que todavía viven aquí. Pero para Pedro el taxista, Juan el busetero, Alcides el médico, no creo que alcance. Es que hay prioridades, saben.  


jueves, 14 de mayo de 2020

Cangrejo de Alaska




Víspera de la boda de mi hermana, por lo que puedo fijar con precisión la fecha: 27 de marzo, 1981. Un viernes, dado que la ceremonia ocurrió un sábado. Por alguna razón imprecisa, mi padre y yo pasamos ese viernes en el apartamento de Macuto, ese pequeño espacio uno –un cuarto un baño un balcón- cuyos escasos 50 m2 constituían el parnaso para mi papá, el auténtico reposo del guerrero. Desde que lo había comprado, en 1979, fue raro el fin de semana que no fuera visitado por mis padres, por lo general llevados por mí, que aprovechaba de rebote la independencia de disponer del apartamento de Caracas por entero durante dos días.

Teníamos un ritual, en esas bajadas semanales: antes de llegar al apartamento, hacíamos una parada en el restaurant Los Roques, que quedaba en la avenida Costanera, al lado del Hotel Macuto. Lugar de buen comer y beber, en sus mejores tiempos; de decoración vagamente marinera, en donde destacaba la madera y los detalles alusivos a lo marítimo. Su carta era abigarrada, pantagruélica, y representaba fielmente la bonanza por la que transitaba el país durante esos años, pues ofrecía mucha variedad de productos importados. Entre ellos, unas grandes tenazas de cangrejo provenientes de Alaska, el plato más costoso del menú. Y lo que pedía mi padre siempre, casi sin excepción. Yo, en cambio, solía despacharme una canoa de mariscos, ese plato que servían en dos mitades de piña, una rellena de frutos del mar y la otra de un arroz “salvaje”. Mi madre, que completaba el trío, pedía algo sencillo: un pescado, tal vez poché, acompañado de papas al vapor o, si se sentía aventurera, tostones con salsa de ajo.

Ese 30 de marzo de 1981 las cosas fueron distintas. No éramos tres comensales. Y no pedí la canoa. Mi padre me preguntó por qué no pedía su plato predilecto. Yo tenía una razón secreta: me parecía carísimo. 80 Bs, el doble de lo que costaba mi comida de elección. Por supuesto que no se lo dije, pero él lo adivinó. Y, sin esperar mi respuesta, ordenó por mí. Por primera vez tuve delante de mí esas enormes tenazas, envueltas en su caparazón que había sido fracturada para poder extraer con comodidad la carne sin perder la parte pintoresca del asunto. A distancia de casi cuatro décadas, no puedo decir sin pecar de fantasioso qué tal estuvo esa degustación. Supongo que divina. Lo que sí puedo asegurar es que esa noche fue sumamente nostálgica para mi padre, pues sabía que a partir del día siguiente ya no estaría su hija en casa. Y tal vez quiso sellar un pacto de camaradería conmigo, algo que había postergado durante tanto tiempo. Ese cangrejo fue una especie de ritual de iniciación, un gesto atávico que sella un pacto frente a un sacrificio animal. No conversamos mucho esa noche; no fue muy diferente a las demás. Pero algo había cambiado. Ambos lo supimos.


domingo, 3 de mayo de 2020

Bitácora del insilio. Día 52


Esta tarde paseaba a la perra, alrededor de las 5, y escuché un sonido parecido a un tableteo, lejano; amoritguado, pudiera decirse. En un primer momento no lo supe identificar; llegando a la esquina, vi que en una casa había una alfombra de esas grandes, estilo persa, colgada de una cuerda, en el jardín. Entonces supuse que el sonido era producido por alguien que le sacudía el polvo a la alfombra, con un palo. No volví a pensar en el asunto hasta que, un poco más tarde, ya estando en la casa, el sonido volvió a producirse y, al mismo tiempo, en twitter informaban sobre la balacera que se estaba produciendo en el barrio José Félix Ribas, de Petare. En línea recta, pueden haber un par de kilómetros desde mi casa hasta ese lugar. A la hora que escribo esto, 8:38 pm, todavía suenan ráfagas dispersas. Hay fotos de balas perdidas llegando a lugares tan distantes como Lomas del Ávila. Y uno se pregunta para qué tenemos una fuerza militar, que para lo que sirve es si acaso controlar las manifestaciones opositoras, o lucrarse con el tráfico de gasolina. Este es un país sin ley, sin autoridad para las cosas importantes, como proteger en momentos así a la población. Es indignante.

jueves, 30 de abril de 2020

Mi primera tarjeta de crédito


Tenía unos 24 años, y unos meses de haber conseguido mi primer empleo formal. Ya estaba en una nómina, recibía pagos regulares con todas las asignaciones y deducciones bien pormenorizadas en el recibo de pago, y había abierto una cuenta corriente para movilizar mi “flujo de caja”. Solamente me faltaba el instrumento que me haría pertenecer a una logia exclusiva, de profesionales, comerciantes y artistas: la de los tarjetahabientes. La ocasión la propició una bonita promotora que se acercó a nuestra oficina, nos rellenó los formatos de solicitud, y nos dio una breve charla sobre los beneficios que nos traería la posesión de ese plástico. A la vuelta de unas cuantas semanas, mi resplandeciente tarjeta Visa Classic llegó, ya no sé si por el correo ordinario o por medio de las manos de un mensajero. El asunto es que ya tenía crédito. Y, como la mayoría de las personas, me empeñé en mantenerlo vivo, con el propósito de hacerlo crecer. Como si fuese masa madre, ahora que lo pienso: alimentándolo un poco cada semana, pagando religiosamente el cargo mensual (un poco más del monto mínimo, según los consejos de los colegas más experimentados). Usé una carpeta manila para llevar el control de la tarjeta: en ella archivaba en orden cronológico los vouchers de compra, los estados de cuenta, y los recibos de pago.
Gracias a esa tarjeta, conocí buena parte de los restaurantes de Caracas: desde las míticas tascas de La Candelaria –solíamos almorzar los viernes en La Cita, La Tertulia, El Arenal, El Pozo Canario, El Guernica, pues la oficina quedaba a media cuadra de Urapal, y de allí para abajo todo era culto a los camarones enchilados, calamares en su tinta, arroces a la marinera, croquetas de bacalao, y demás especialidades ibéricas- pasando por los chinos de El Bosque, y terminando por los comederos de carne como La Estancia, el Shorthorn Grill, el nunca olvidado Carrizo, el de corta duración Myfair Station, en Bello Campo, y varios otros que he olvidado. Porque, con mucha pena, debo admitir que un porcentaje importantísimo de mi gasto en esa modalidad se fue, literalmente, por la poceta. Salvo un combo televisor-betamax, y alguna otra chuchería, no recuerdo haber utilizado esa tarjeta en cosas más productivas. La carpeta manila no paraba de engordar, y pronto tuve que abrir otra. Los límites de crédito subían como la espuma, así como mis deudas. Y, para colmo, el banco me ofreció otra tarjeta, la Master, por lo que tuve que duplicar mi sistema de archivo. Un día, de la nada, recibí una llamada de un ejecutivo de cuenta del Banco Mercantil,informándome que había sido elegido para recibir una tarjeta Diners: la única que ,en teoría, no tenía límite de crédito. En ese tiempo era, junto con la Américan Express, la Rolls Royce de las tarjetas. Exclusiva, cara, y no bien vista en muchos locales.
Para no extender demasiado el cuento, diré que silenciosa pero sostenidamente me fui endeudando. Creo no ser muy original en este aspecto; supongo que a muchas personas les pasó lo mismo. Cuando quise darme cuenta, el monto que debía sobrepasaba unas cuantas veces mi ingreso mensual. Y ya no respondía solo por mí, pues ya me había casado y tenía que hacerle frente a los gastos del hogar. Hubo que hacer un “reality check”, darse un baño de realidad, y archivar también los plásticos mientras se saneaban las cuentas. Pero una cosa piensa el burro, como dice la sabiduría popular, y entrando en los 90 la crisis bancaria sorprendió a todo el mundo. Las tasas de interés se dispararon a la estratósfera, y las deudas, en consecuencia, también. Los 90 fueron duros: había que hacer malabarismos para conciliar la necesidad de comer con las demandas de pago de los bancos, que iban cayendo uno tras otro como si fueran piezas de dominó. Un día le debías al banco X, al día siguiente tu acreedor ya era el banco Y que había fagocitado al X durante la noche.
Hoy en día cuesta creer que con el límite de crédito de una tarjeta se podía cancelar la cuota inicial de un carro. Tal vez los límites actuales den para cancelar la mitad de un mercado, pero no estoy muy seguro, ya que hace rato dejé de ser tarjetahabiente. Ya no gasto lo que no tengo.

martes, 28 de abril de 2020

Bitácora del insilio. Día 47

Marianella se ha puesto el propósito de aprender a hablar italiano correctamente, y en ese espíritu tratamos de realizar todas nuestras conversaciones en ese idioma. Claro que no es fácil, después de todo se trata de vencer una costumbre que va para las cuatro décadas. Sin embargo, hacemos nuestros mejores esfuerzos. Esta mañana le quería comentar que debía buscar la manguera para lavar el patio, y de repente me di cuenta de que no conocía la palabra equivalente a manguera en mi lengua madre. Tuve que buscar en google, y conseguí dos acepciones: un ridículo “tubo flessibile”, y una desconocida “manichetta”, que viene siendo algo como “manguita”.
Me puse a pensar por la ausencia de esa palabra en mi vocabulario, y la única razón que se me ocurre es que, de pequeño, nunca hubo en mi casa la necesidad de tener una manguera. En un apartamentico de 80 mt2, sin balcón, y además sin carro que lavar, una manguera era un artefacto altamente innecesario, y en la economía de los inmigrantes, se sabe, lo innecesario ni siquiera se consideraba. Así que en algún momento de mi vida aprendí la palabra “manguera”, y su equivalente italiano, que a ciencia cierta no sé cuál de las dos acepciones se usa comúnmente en Italia, nunca hizo falta decirlo en una conversación en italiano, hasta la mañana de hoy.

domingo, 26 de abril de 2020

Bitácora del insilio. día 45

El golfeado que no fue

Ayer, entre las cosas que buscábamos en el automercado, nos faltó la harina de trigo, elemento indispensable para mis días ahora, de experimentación en la cocina (algo hay que hacer, ¿no?). Ya en la cola, Mary se consiguió unos paquetes de harina todo uso, para pastelería. Sin gluten.Todo contento, agarré dos, pensando que si no me servían para hacer pan los podría usar para hacer algún postre. Más tarde decidí hacer golfeados: ese sería mi proyecto de domingo. Esta mañana busqué la receta, vi que tenía todos los ingredientes, y me dispuse a hacerlo. Pero, cuando volví a examinar el paquete de harina, me conseguí con el simpático detalle siguiente: el cereal empleado para elaborar la harina no era trigo, sino ¡arroz! Tremendo chasco, pensé en el primer momento. Pero luego pensé que valía la pena hacer el intento. Preparé la masa según las indicaciones, y enseguida me di cuenta de que iba encaminado al fracaso. La consistencia era parecida a la del play doh, esa especie de plastilina comestible que usan los gringos para que los chamos se entretengan y embarren los muebles. Traté de extenderla con el rodillo, y fue misión imposible. Entonces la aplané lo mejor que pude con las manos (afortunadamente era bastante dúctil y suave), terminé de echar los ingredientes faltantes, y enrollé. Con dificultad, porque la masa tendía a quebrarse. Como pude armé el rollo, lo piqué en unas 10 porciones, y las puse sobre un molde aceitado, y luego le di su golpe de horno. Como era previsible, la masa no esponjó. Terminaron siendo una especie de polvorosas con sabor a golfeado. Igual nos los vamos a comer, pero nunca los llamaré golfeados.

sábado, 18 de abril de 2020

Bitácora del insilio. Día 37


La providencia, o mejor dicho la solidaridad familiar, nos permitió salir del percance que se nos presentó con los cauchos de nuestro carro, que ya tenía el de repuesto inservible, y a uno de los otros cuatro se le desprendió la banda de rodamiento, lo que nos dejó momentáneamente en condición de peatones. Un sobrino consiguió los cauchos, una sobrina nos prestó su carro para llevarlos a montar en el rin. Era un sábado, el 18 de abril, y no tenía muchas esperanzas de hallar una cauchera funcionando. Pero mi pesimismo se mostró infundado: la bomba de Horizonte, a pesar de no prestar servicio de gasolina, sí tenía su cauchera abierta. Por un precio solidario para el momento, 150.000 Bs, el muy amable encargado me resolvió. Ni siquiera esperó a que el pago móvil se le hiciera efectivo, para realizar el trabajo. “Tú no te vas a ir del país, ¿verdad?”. “No, por los momentos no lo tengo pensado”. Al terminar, conversamos un rato, por supuesto sobre el asunto álgido del momento, la escasez de gasolina. “La vaina se va a poner fea, jefe. Los rumores son alarmantes, va a ser tipo bodegón, en dólares. Ya verá a un poco de choferes vendiendo sus Encava. Esos bichos cargan 90 litros, ¿de dónde van a sacar 90 dólares para llenarlos?”. “Sí, vale. Ustedes, ¿desde cuándo no reciben gasolina?” “Ya va por dos semanas. Fíjese que hasta la guardia vino y nos retiró todos los picos surtidores”.
Ya resuelto lo del carro, me dirigí hacia el supermercado para realizar la compra semanal. Me sorprendió la corta cola que había para entrar. Tomé mi lugar tras estacionar, y en un par de turnos ya estaba a tres personas de entrar al local. Entre el primero y la entrada mediaban unos 10 metros, espacio dispuesto así por la seguridad del negocio. Un empleado, con pinta y actitud de sargento,de vez en cuando se aparecía y obligaba a las personas que tenían gorra a quitársela. De pronto, una señora, en sus setenta, llegó caminando y se puso delante del primero, como a 5 metros. En un primer momento pensé en reclamarle, pero algo parecido a la piedad me frenó. Total, ella no me impediría mi entrada, pues dejaban pasar en grupos de 10 personas. A los cinco minutos nos daban la orden de ingresar al supermercado. La señora no se movió, se quedó en el mismo sitio. Y pensé en lo desconfiado que me ha vuelto esta situación, tan parecida a los cuentos de los regímenes totalitarios que conocíamos antes de segunda mano, y que se ha vuelto nuestra realidad desde hace un buen tiempo.

miércoles, 15 de abril de 2020

Bitácora del insilio. Día 34


A lo lejos vi una asamblea de palomas, congregadas alrededor de un comedero improvisado por algún vecino compasivo. Entre ellas, revoloteaba un ave distinta, pero por la lejanía no la logré distinguir, salvo por su vuelo. Al acercarme un poco más, corroboré mis sospechas: se trataba de un gavilán, que compartía el desayuno con las palomas. Ellas, al parecer, no se sentían amenazadas por la rapaz, que esperaba paciente su turno de picotear el arroz picado y los mendrugos de pan esparcidos por el piso. Le pasé al lado, y me ignoró por completo. José José comenzó a sonar en mi radiecito interno, como era inevitable.

lunes, 13 de abril de 2020

Bitácora del insilio. Día 32

Siempre me ha intrigado el funcionamiento de los procesos mentales, la concatenación de recuerdos y piezas de información que tenemos almacenados en nuestro disco duro orgánico. Esta mañana, ya no sé cómo, llegué a la ficha IMDB de Jim Brown. Ese nombre me trajo a la memoria una película que vi en mi primera adolescencia, en el teatro Los Cedros, que en ese momento me quedaba a una escasa cuadra de distancia de mi casa (tan era así que desde el balcón del apartamento podía leer la marquesina, y saber, sin necesidad de revisar el periódico, cuál película estaban pasando). Del film en cuestión recuerdo tres cosas: que el protagonista era Jim Brown; el empleo de la palabra “nigger”; y una escena en la cual un comando penetra una instalación protegida por cámaras de seguridad, y tras desactivar de alguna manera el sistema, coloca frente a cada cámara una fotografía que retrata justo lo que la cámara tiene en frente, con el propósito de que el eventual vigilante de turno no se diera cuenta de lo que está ocurriendo en realidad. Del resto, más nada. Ni el nombre de la película, ni la trama, ni algún otro detalle. Qué ocasionó la grabación de esos tres aspectos nada más, es para mí un misterio fascinante. Es posible que el resto de la información ande por allí también, pero en alguna zona inactiva de la memoria. Quién sabe. Y quién sabe cuántos recuerdos “dormidos” tengamos en las circunvalaciones de nuestras mentes.

viernes, 10 de abril de 2020

Bitácora del insilio. Día 29

Hemos desarrollado capacidades que nos permiten vivir con relativa comodidad en un mundo altamente tecnificado, y dependiente de algo tan etéreo e intangible como internet. Trabajamos, descansamos, ordenamos comida, compramos, nos trasladamos, apoyándonos en el flujo de energía que se mueve por cables y por el aire, entre nuestros dispositivos y los grandes servidores. Hablamos con desparpajo de "la nube", sin saber muy bien lo que es. Por otro lado, hemos olvidado otras capacidades sin las cuales nuestros antepasados no hubiesen subsistido. Pesca, caza, recolección, oficios como la curtidumbre, la herrería, la panadería. Si de un momento a otro, por culpa de un cataclisma, cambiara abruptamente nuestro modo de vida, ¿cuántos de nosotros sobrevivirían? 

miércoles, 8 de abril de 2020

Bitácora del insilio. Día 27


El hombre propone, el carro dispone. Hoy era el día de la compra semanal, así que, con todos mis implementos anti-covid y los bolsos, me monté en mi vehículo y enfilé hacia el supermercado. No había rodado más de cien metros, cuando un sonido repetitivo, y que aumentaba su frecuencia a medida que agarraba velocidad, me advirtió que algo iba mal. Me detuve, y constaté que mis temores se habían materializado: un caucho tenía la banda de rodamiento desprendida. Hice lo indicado en esos casos, o mejor dicho lo intenté. Pero el caucho de repuesto también estaba averiado. Así que tuve que abortar la misión y devolverme a la casa, y de paso reformular la estrategia. Tocaba ir a pie, y reducir el peso de la compra. E involucrar a la consorte, de paso. Así que nos fuimos los dos, caminandito el par de kilómetros que nos separan del comercio más cercano. Allí, lo de costumbre: una hora larga de cola antes de poder entrar al local, con un radio prendido detrás. Me asombra la cantidad de conversación que puede generar una persona alrededor de un tema tan baladí como la mezcla instantánea para tortas. Esa mujer estuvo hablando sobre ese particular durante por lo menos veinte minutos, al cabo de los cuales pude proclamarme experto en el asunto. El regreso no fue tan relajado como la ida, tanto por el peso que llevábamos como por la circunstancia de que un buen tramo es en subida. Pero al final logramos el cometido, sin nada que lamentar salvo no sentir los brazos.

domingo, 5 de abril de 2020

Bitácora del insilio. Día 24


Casa por cárcel, para toda la población mundial. Parece el sueño de un dictador supranacional, una distopía que bien hubiese podido urdir Orwell, o Huxley, por nombrar sólo a dos escritores que dedicaron su pluma a describir escenarios extremos pero no imposibles. Hoy la realidad supera a la imaginación. Un enemigo invisible nos acecha potencialmente en cada rincón. Una tos audible, un estornudo inoportuno, despierta las alarmas. Nos miramos con recelo, aún acatando las normas de distanciamiento social. ¿Los guantes, los tapabocas serán barreras suficientes para protegernos del virus? Nadie lo sabe con certeza. Salir a la calle es una aventura, pero no de las buenas. Confío en que todo esto pasará, eventualmente. Pero la paranoia halla terreno fértil en nuestros ánimos sobrecargados, frágiles. Los expertos hablan sobre el fin del confinamiento, en los países desarrollados, para fechas entre junio y julio. ¿Y en los nuestros? ¿Tendremos la fortaleza espiritual necesaria para aguantar tres, cuatro, cinco meses más? Son los pensamientos que me invaden en las horas más oscuras.

viernes, 3 de abril de 2020

Bitácora del insilio. Día 22


Los tanques ya están a punto de vaciarse. No entra agua a la casa desde el jueves de la semana pasada. Y sé que, dentro de todo, somos afortunados, pues por lo general no pasan más de diez días entre cada reposición, y hay zonas de la ciudad que pasan mucho más tiempo sin servicio. Pero me alarma la posibilidad de que esta vez la sequía sea más prolongada, pues ahora no tenemos la posibilidad de recurrir a la búsqueda de agua en casa de algún familiar, si llegáramos a quedarnos sin ella por completo. Por otra parte, tenemos cubiertas las necesidades inmediatas, tanto las vitales como las no tanto, como tabaco, licor y chucherías. Racionados, desde luego. Tratamos de hacer una sola salida a la semana, y comprar todo lo necesario en ella. Esta situación nos ha hecho ser más conscientes sobre el consumo de cualquier cosa. No se desperdicia nada, o por lo menos se trata de reducir el desperdicio al mínimo posible. Por supuesto el tema financiero es otro quebradero de cabeza. También hay que racionar el dinero. No que haya muchas maneras de desperdiciarlo en cosas banales, por supuesto. No hay en qué. Es el momento de los placeres sencillos: retomar los juegos de mesa, los hobbies, la lectura, el arte perdido de la conversación. Contemplar la naturaleza, así sea desde la ventana o el balcón. Ver buenas películas, buenas series. Experimentar en la cocina, inventar cosas nuevas con los ingredientes de siempre. Y cultivar la paciencia. Esto va para largo, y no sabemos qué tan violentamente nos pegará.

martes, 31 de marzo de 2020

Bitácora del insilio. Día 19



La sala de la casa, como supongo que la mayoría de las salas de todas las casas, se ha vuelto el centro de actividades de la familia. Sobre la mesa del comedor está la pc, en donde me siento generalmente a escribir y a procrastinar (más de lo segundo, lamentablemente). Al otro lado de la estancia, Marianella montó su improvisado estudio de grabación, desde el cual transmite sus lecciones gratuitas de dibujo y pintura para una audiencia en pleno crecimiento. Hoy estábamos en eso, cuando constatamos en vivo el fenómeno de la naturaleza retomando sus espacios. O algo similar. Una ardillita se paseaba tranquilamente por el salón, curioseando. No demostraba ninguna intranquilidad; parecía estar de visita. Pero dentro de la casa vive uno de sus depredadores naturales, nuestra gata, que, a pesar de su edad y peso, sigue siendo una gran cazadora. No quería que la sala se volviera el escenario de una cruenta cacería, así que, para prevenir males mayores, la busqué y la mantuve cargada mientras la graciosa intrusa buscaba su salida. Parece que ella notó el movimiento, y actuó en consecuencia: trató de encaramarse por la puerta que permite la salida al jardín, que tiene una especie de respiradero por la parte superior, pero no halló el modo. Mientras tanto, la gata forcejeaba conmigo para que la soltara. Luego de varios intentos fallidos, la ardilla cambió de estrategia y buscó salir por una de las ventanas. Tras unos minutos angustiosos, por fin logró su cometido, y corrió, o mejor dicho saltó, hacia el espacio abierto. Cuando todo pasó, deposité a la gata en el piso; me echó una mirada de reproche, me dio la espalda, y se abalanzó hacia la misma ventana por la cual logró el escape la ardilla, pero ya era demasiado tarde. El animalito ya se había encaramado en la mata de mango de la vecina, y desapareció de nuestra vista.

lunes, 30 de marzo de 2020

Bitácora del insilio. Día 18


Tenemos tanto tiempo viviendo en la provisionalidad, que no sabría cómo gestionar una vida normal. Y no hablo de esta contingencia. No, me remonto al viernes negro, cuando perdimos la inocencia. A partir de allí nunca recuperamos la normalidad. Al principio fue muy suave, casi que imperceptible; pero ya nada sería igual. La primera campanada fuerte fue el caracazo. Luego, los eventos comenzarían a desencadenarse sin solución de continuidad: golpes de estado, defenestración de un presidente, presidencia interina con una firma que trajo cola, el chiripero, el derrumbe de los precios petroleros, el “estamos mal pero vamos bien”, la esperanza rubia, el caudillo abandonado, el valenciano altivo, todos derrotados por el vengador zambo que vendió una promesa de revanchismo que compró mucha gente, alguna calculadora y otra ilusa. Y luego, 21 años de chavismo, que nos acostumbraron a que lo imprevisible era lo que iría a ocurrir. Así que este período de cuarentena se percibe como una consecuencia lógica de los 37 años previos. Es como si hubiésemos llegado al único punto lógico que podía hacer prever el comportamiento de la sociedad venezolana. La paralización total. Esta pandemia forzó una situación que tal vez hubiese ocurrido sola, sin ayuda externa. ¿Qué vendrá después? Supongo que nadie tiene la respuesta. Tal vez el futuro nos sorprenda otra vez, como lo ha hecho en tantas oportunidades. Por ahora no queda otra sino resistir, vivir el día a día, y cuidarnos. En el amplio sentido de la palabra.

sábado, 28 de marzo de 2020

Bitácora del insilio. Día 16


Una de las casas que está en la calle por donde paseo a la perra tiene pegado a la puerta de entrada un dibujo con la efigie de Cristo, y el texto "La sangre de Cristo tiene poder". La casa, curiosamente, se llama "Rochela"

miércoles, 25 de marzo de 2020

Bitácora del insilio. Día 13


No soy mucho de conversar con extraños, pero a la vez me parece una descortesía no contestarle a las personas cuando se dirigen hacia mí, cosa que, por otro lado, es casi inevitable en las colas para cualquier diligencia. Ahora las conversaciones son a un metro de distancia, y obstaculizadas por la mascarilla, tapaboca, pañuelo o cualquier otro implemento que se ingenia la gente para creerse a salvo de un contagio que parece improbable, pero nadie sabe en dónde está al acecho. Hoy me tocó en suerte una señora bastante parlanchina, que aprovechó la hora larga que estuvimos esperando nuestro turno para entrar al supermercado para ponerme al corriente sobre gran parte de su vida. En realidad, no puedo calificar esta interacción entre nosotros como una conversación; más bien, fue un largo monólogo el cual yo interrumpía de tanto en tanto para asentir, o contestar alguna pregunta que ella me hiciera. Me enteré de algunas cosas curiosas sobre la urbanización en donde queda el comercio, como por ejemplo que el Centro Aloa se construyó en el terreno en donde antiguamente tuvo su sede una empresa benificiadora de aves de corral (e imaginé el olor que debía haber impregnado su casa, la primera que se construyó en Horizonte si doy por buenas sus palabras). La señora es una especie de "dog whisperer", la versión femenina del fulano Millán que gozó su cuarto de hora de fama unos años atrás gracias a Animal Planet. Por lo que me contó, tiene más empatía con los perros que con la gente; estuve tentado de contarle sobre Vidas de perros, pero inmediatamente deseché la idea. Cuando llegamos (llegó) al tema de las dificultades para alimentar las mascotas, me contó sobre unos vecinos suyos, que dejaron morir de hambre a un pitbull. "Claro, son drogadictos. Imagínese usted (porque me trató todo el tiempo de usted, a pesar de que debe andar por mi edad, más o menos) que uno de ellos un día tiró por la ventana todo su apartamento: sillas, televisores, mesas... no tiró la cocina de casualidad". Allí la perdí, supuse en ese momento. No había vuelto a pensar en eso hasta esta tarde, cuando me encontré este tuit:


Sí, la gente puede volverse muy loca.

martes, 24 de marzo de 2020

Bitácora del insilio. Día 12


Como era de esperarse, y como supongo será en la mayoría de los hogares, en el mío se estableció una rutina que poco varía día tras día. Ya teníamos las labores hogareñas distribuidas desde antes, así que cada uno realiza las actividades que le tocan a su aire. Yo me dedico básicamente a la alimentación, tanto la de los humanos como la de las mascotas, y a la limpieza de la cocina, aunque allí sí me da más de una mano Marianella. Yo soy el responsable de la despensa, y como tal tengo las cosas más o menos controladas para espaciar las visitas a los comercios. Entonces tengo mis pequeños rituales cotidianos: en la mañana, una taza de harina para las arepas; a mediodía, media taza de arroz, o 250 grs. de pasta, o cualquier otro carbohidrato que servirá de acompañante a la proteína que toque ese día, más, una que otra vez, una ensalada fresca. En la noche, la tortilla con tres huevos, o la latica de sardina, o la de atún, o, si hay antojo, otra vez arepas. La greca se monta a primera hora de la mañana y a primera hora de la tarde.
Las horas entre comidas se llenan, aparte de la navegación intensiva por redes sociales, con alguna tarea creativa. Esta semana investigué sobre la masa madre, y estoy tratando de producirla. Además, como tenía una caja llena de compost, decidí darle uso, y estoy comenzando un proyecto de huerto casero, a partir de las semillas de las hortalizas que voy usando diariamente. Por supuesto, trato de escribir algo cada día, ya sea sobre lo que está ocurriendo o retomando proyectos engavetados. En casa tratamos de no ver tanto contenido audiovisual, así que limitamos las horas de netflix a tal vez unas dos o tres durante el día.
La única salida a la calle, salvo para las eventuales compras, se produce alrededor de las 5:30, cada tarde, cuando los ladridos de la perra se vuelven acuciantes y reclamones. Entonces salimos los dos, pero no muy lejos. La perra misma es la que decide hasta dónde quiere llegar. Pareciera darse cuenta de que estos días no es prudente alejarse de casa, así que los paseos son bastante cortos; justo lo necesario para sacudirse un rato la sensación de encierro, e investigar los olores que impregnan las aceras.
Mientras tanto, el tiempo pasa. Tiempo que no se recupera. Y lo que tenemos es incertidumbre: cuánto durará, cómo afectará, qué tan fuerte azotará a nuestro país, y, tal vez lo más angustioso, qué pasará después. ¿Cómo podrá levantarse un país que ya estaba desmantelado antes de esta contingencia? La verdad, nada se gana con angustiarse, pero a veces es inevitable.

viernes, 20 de marzo de 2020

Bitácora del insilio. Día 8



Hoy tocó otra salida impostergable, esta vez a la farmacia. El protocolo de vestimenta fue robustecido con otros dos implementos: gorra y guantes. Bastante más gente en la calle con respecto a la salida anterior, tanto a pie como en vehículos. En un porcentaje muy alto, portando por lo menos tapabocas. Probamos suerte en el Farmatodo de La Urbina: allí hubo que hacer una pequeña fila en las afueras del local. Casi todos respetaban la distancia, salvo el típico alzado que no cree en normas, o por lo menos piensa que no le aplican. Tiempo perdido en ese primer intento: no tenían ninguno de los medicamentos que buscábamos. Entonces fuimos al Locatel de Boleíta. Allí no había cola para entrar, y dentro de la farmacia tampoco. Eso sí, a la entrada la encargada de vigilancia recibía a los clientes con una rociada de algún líquido desinfectante en las manos. El trámite tuvo éxito, y fue expedito. No estuvimos más de cinco minutos en el local. Ya de regreso, en la calle que sube del Locatel hacia Boleíta Norte, una alcabala del DGCIM impedía el paso. Por fortuna había una bocacalle antes de llegar a ella, por lo que no tuvimos inconvenientes. Pasamos por dos bombas de gasolina, y ninguna estaba prestando servicio. La mayoría de las santamarías de los negocios estaban abajo; solamente ofrecían servicio las ventas de víveres y las farmacias, de lo que pude ver.

miércoles, 18 de marzo de 2020

Bitácora del insilio. Día 6


En casa no teníamos tapabocas, pero lo que sí hay es una persona muy habilidosa con las manos (que no soy yo, por supuesto), así que fabricó uno “ad hoc” mirando un tutorial en youtube. Hacía falta, pues las provisiones caseras ya estaban por acabarse y tuve que salir a reponerlas al automercado, y ya estaba advertido de la necesidad del accesorio para poder entrar a los comercios. Muy, muy poco tránsito en el trayecto desde mi casa al lugar, a pesar de transitar por una vía principal como la Sanz. Cuando llegué al estacionamiento, conseguí puesto para parar el carro, pero tuve que pedirle permiso para pasar a las personas que aguardaban pacientemente en cola para entrar al negocio. Casi todas guardaban prudente distancia unas de otras, lo que hacía que unas 30 o 40 ocuparan el espacio que, en condiciones normales, ocuparía el doble de personas. No engrosé la fila en ese momento, ya que tenía previsto una primera visita a mi dealer de vicio, el inefable Joao que es quien me vende mis tabacos. Allí también había una colita, pero corta. Unas cuantas amas de casa buscando cigarros. Y nada más que cigarros, pues frente a la licorería un cartel advertía que la venta de licores estaba suspendida. Allí me entró cierta inquietud, porque también las reservas etílicas se nos habían acabado, y no hay manera de pasar sobrios esta contingencia. Mientras aguardábamos en la cola, cada quién con su tapaboca, vimos a un hombre agacharse frente a un charco en la avenida Rómulo Gallegos, y luego lavándose manos, brazos, y cara con esa agua. Él sí que no tenía tapaboca, por cierto. Cuando me tocó el turno para entrar a la licorería, después de hacer mi pedido, le pregunté a Joao si de verdad no estaba vendiendo licores, y me contestó que era una “sugerencia” de la alcaldía. Y que, de no acatarla, amenazaban con cerrarle el negocio. Pero ley seca no hay, le comenté. Esos hacen lo que les da la gana, fue su respuesta escueta.
Luego de satisfecha mi necesidad primaria de proveerme el tabaco, fui a ponerme en la cola del supermercado. La situación era la misma, la misma cantidad de gente aguardando. Pero, en honor a la verdad, fue rápido; dejaban pasar lotes grandes de personas a la vez, y me entretuve viendo los diferentes modelos de tapabocas que lucía la gente. Había de todo: desde los industriales que usan los pintores de pistola, los de tipo quirúrgico, y los caseros como el mío. El que más me llamó la atención fue uno que parecía hecho de macramé, y que asocié con los tejidos con ganchillo que solía hacer mi madre para fines menos utilitarios, sino decorativos. También unas cuantas personas tenían pañuelos en bandolera, como los malos de las películas de vaqueros que veíamos en blanco y negro por las tardes de nuestra infancia, en nuestros televisores de tubo catódico y 19 pulgadas. Un señor tenía una servilleta de papel y la acercaba a ratos a su nariz, como única protección.
Ya dentro del negocio, la compra se hizo de manera fácil y rápida, pues no había mayor aglomeración. Estaba bastante surtido, por lo menos yo encontré todo lo que estaba buscando. Con precios inflados, eso sí. La carne molida, que había comprado el viernes de la semana pasada en 210.000 Bs, estaba ya en 300.000. Y el dólar lo estaban cambiando unos siete bs. por debajo de aquel día. No noté mayor agitación en las personas; más bien el ambiente era relajado. Pareciera que el largo entrenamiento de los venezolanos nos hubiese preparado para este momento. Veremos en los próximos días.
Ah, por cierto. Al Luvebras no le ha llegado la "sugerencia" de la alcaldía, o no le pararon pelota, porque pude comprar mi botella para mitigar de alguna manera el insilio.

martes, 17 de marzo de 2020

Bitácora del insilio. Día 5


Paso por la caseta de vigilancia de la calle, a pie, luego de haber sacado un momento a la perra. El vigilante está afuera de ella, mirando hacia el bonito cielo que nos obsequia la tarde. Me dice: "No quieren que haya nadie en la calle, después de las seis". Yo respondo: "¿Será que le caen a tiros al que vean?" se ríe, y replica: "el hampa, con el hampa no se puede. Antes uno iba a una tasca a tomarse sus traguitos, pero entre esto (y hace el gesto universal con el pulgar y el índice que significa dinero) y los choros, ya no provoca ni eso". Desde dentro de la caseta, seguramente mediante un aparato de radio, se escucha un audio de Maduro, anunciando la construcción de la vivienda numero muchos mil chorrocientos zillones.

viernes, 13 de marzo de 2020

Bitácora del insilio. Día 1


Como de pronóstico, el supermercado del barrio estaba lleno a reventar. El estacionamiento, previsiblemente, abarrotado, y hubo que parar fuera. Ya dentro del establecimiento, la locura típica a la que estamos acostumbrados cuando ocurre algún evento de este tipo, con el añadido de dependientes, y no pocos clientes, portando sus mascarillas y guantes de látex. Algunas personas, pero no era el común, llevaban mercancía como para un mes: pacas completas de arroz y harina, leche en polvo, granos, enlatados. Las colas en las cajas hacían prever una estancia de por lo menos una hora para poder pagar. Nosotros también hicimos nuestra comprita nerviosa, pero como solo somos dos, no fue tan escandalosa. El ambiente era de un nerviosismo contenido; no noté mayor desabastecimiento salvo en las neveras de carnes, que solamente tenían pollo y cerdo. Al rato, repusieron algo de carne, básicamente costillas de res. En la calle, muy poco tráfico, y colas en las bombas de gasolina. Se respiraba la misma atmósfera de los días del apagón, para hacer una comparación.

lunes, 9 de marzo de 2020

El regalo de un domingo


Después de un sábado pasado por humo, cortesía del CNE y sus guardianes que no pudieron evitar que se destruyera todo el aparataje necesario para celebrar elecciones en Venezuela, el domingo decidió resarcirnos de los sinsabores del día anterior y nos obsequió la oportunidad de ver la puesta en escena de mi ópera favorita, Carmina Burana. Y, además, nos permitió hacer un poco de turismo, obligado por la gran afluencia de personas, por las calles de Colinas de Bello Monte. Nos tocó buscar puesto en una de las calles aledañas a la Caurimare, esas que trepan colina arriba. El trayecto desde allí hasta la Concha nos permitió observar muestras de la arquitectura residencial de los años 50, con todo su espíritu modernista e imaginativo, representado en pérgolas, balcones, barandas, ventanales que los habitantes actuales, en una asombrosa mayoría, se empeñan en conservar. Aunque se notan algunas restauraciones infelices, por lo que pudimos ver en nuestro recorrido no son la norma, todavía. 
Cuando llegamos al anfiteatro, estaba más a menos tres cuartos de ocupación, a pesar de que faltaban todavía 45 minutos para las seis, hora (mentirosa, como es costumbre en estas convocatorias) de inicio del concierto. En esos 45 minutos terminó de llenarse por completo. No pensaba que un evento de esas características tuviese tal capacidad de convocatoria. Gente de todas las edades colmó las gradas de concreto. Como es de esperarse, tuvimos algunos encuentros con personas conocidas, halladas al azar en medio de la multitud. Como a eso de las 6:30 comenzaron los anuncios oficiales que darían comienzo al evento. La música arrancó tal vez quince minutos más tarde, con el Concierto nro. 2 de Saint Saens, que fue bien recibido por el público. El pianista retornó tres veces más al escenario, para tocar piezas de compositoras venezolanas, como homenaje a las mujeres cuyo día se conmemoraba. Cuando terminó ese "primer tiempo", hubo que hacer modificaciones sobre el escenario para acomodar a las doscientas personas que necesitaba el montaje que íbamos a presenciar a continuación. Mientras tanto, la luna despuntaba por el este, sumándose a la fiesta de luces que atraparía nuestra atención minutos después. Cuando todo estuvo dispuesto, entraron al escenario los distintos coros, los músicos, los solistas, y por último la directora, y en ese momento comenzaron los acordes de "O fortuna", una de las oberturas más famosas de la música académica. 
Sin ser un experto, ni mucho menos, puedo dar mis impresiones como espectador: para mí, fue un espectáculo de alto nivel tanto escénico como interpretativo, con maravillosas prestaciones de todos los artistas presentes. En el plano técnico, salvo algunos inconvenientes con el sonido en el primer tiempo, todo salió a la perfección. Fueron unas tres horas de profundo goce musical, por lo menos para mí, y sospecho que para la gran mayoría del público que colmó las instalaciones de la Concha, a juzgar por la reacción colectiva al terminar la obra. Fue tanto el furor que la directora decidió congregar de nuevo a los músicos y los coros para regalarnos como encore la obertura.






martes, 3 de marzo de 2020

Olores


Esta mañana, al pasar al frente de la antigua fábrica de la Bigott, en Los Ruices, mi esposa me preguntó qué había allí. Le recordé lo que solía ser, y a la vez le pregunté si no se acordaba del olor a tabaco que había siempre en el lugar. Ella recordaba eso, pero lo asociaba más a la Rómulo Gallegos, cosa explicable porque la fábrica llegaba hasta allá. Eso dio pie para que recordara los diferentes olores que caracterizaban algunas zonas de la ciudad.

Desde pequeño, una de mis tareas hogareñas era realizar algunas compras menores en los comercios cercanos a mi casa, sobre todo el pan. Al principio lo hacía en una panadería que quedaba en la calle Negrín, un negocio muy sui generis, de precaria higiene, pero era la única cercana. Pero, unos años después, abrieron la Adelina, en Los Jabillos, y a partir de ese momento comencé a frecuentarla. En el breve trayecto entre mi edificio y ella, cuatro olores muy agradables amenizaban mi paseo: el primero venía de la frutería, que siempre me recibía con su aroma a compuesto. A continuación, le tocaba el turno a un restaurancito que quedaba en la esquina, que nunca tuvo una vocación definida pero siempre olía a frituras. Luego, en la propia avenida Los Jabillos, justo al lado de la funeraria, un penetrante olor a flores provenía de la floristería de la que salían las coronas y los arreglos destinados a los velorios que se celebraban en La Vallés. Y, por último, el aroma cálido y provocativo de pan recién horneado que emanaba de la Adelina (procuraba llegar justo cuando el pan estaba recién hecho, y de las ocho piezas de pan de a locha que solía comprar llegaban solamente siete a casa, ya que una era mi recompensa por la diligencia). Ese pancito recién salido del horno, que me quemaba los dedos y los labios de lo caliente que estaba todavía, era la gloria. 

Pero esos eran olores, digamos, domésticos. Olores que no salían de ese entorno parroquiano, y que apreciaban solo los peatones que transitaban por el lugar. En cambio, dada la transición acelerada de la ciudad y su crecimiento hacia el este, los caraqueños nos compenetramos con olores provenientes de la actividad industrial que perduró por algunos años en esos sectores. Recuerdo en concreto cinco, cuatro muy gratos y otro, en cambio, nauseabundo: me refiero al que salía de la fábrica de aceite Branca, en los bajos de Chacao, que impregnaba el lugar con una pestilencia a aceite concentrado que duró algún tiempo después de que la fábrica fuera desmantelada. Los otros olores, agradables para mí, eran el que ya comenté, de tabaco, en Los Ruices; el de chicle de la fábrica de la Adam’s en la zona industrial de La Trinidad, que me llenaba el carro cada tarde al regreso de la universidad Simón Bolívar; el del café que provenía de la torrefactora San Antonio, por los lados de Boleíta, y uno que perdura hasta el sol de hoy, el de cebada cocinada que sale de las chimeneas de la Polar, en Los Cortijos. 

Esos son los olores que recuerdo de mi ciudad y mi adolescencia; tal vez hubo más, pero no tuvieron el impacto suficiente para dejar marca. Y, en el caso de ustedes, ¿cuáles olores ocupan su memoria olfativa?

viernes, 28 de febrero de 2020

Lo único seguro es la muerte


A pesar de que mi fuerte siempre fue el ramo de seguros, durante mi vida profesional tuve la oportunidad de desarrollar aplicaciones para las actividades más dispares: disqueras, casas de bolsa,  importadoras de licores, fabricantes de agregados livianos para la construcción, camas de bronceado, y muchas otras. Pero lo más inusual y tétrico que me tocó estuvo relacionado con el ramo funerario. Más concretamente, la venta de servicios fúnebres por adelantado: pague ahora y muérase después, digamos. Era una empresa de seguros de la corporación de Funerarias Vallés, evidentemente especializada en el ramo funerario.
Para acentuar el aspecto tenebroso del asunto, la compañía tenía sus oficinas en la misma quinta en la que se efectuaban los velatorios.  Eso significó que las reuniones de trabajo se efectuaran pared de por medio con  los velorios, con la inevitable contaminación auditiva y olfativa que se puede esperar en esos ambientes.  Como era natural, nuestros interlocutores estaban acostumbrados a ello, por lo que no daban muestras de incomodidad alguna cuando alguno de los deudos del difunto se desahogaban en llanto y lamentaciones. Pero para mí, por lo menos, era bastante penoso, también por el hecho de que en ese mismo lugar habíamos velado a mi padre algunos años atrás, y era inevitable revivir esos momentos de dolor. Como corresponde en esta profesión, nos tuvimos que empapar de todos los detalles del negocio, así que por un tiempo nos familiarizamos con términos como servicios funerarios, ataúdes, cementerios, y todo lo que gira alrededor de esa actividad tan inevitable como lucrativa para quien la presta.
Un día nos ofrecieron un recorrido por las instalaciones, cosa a la que accedimos muy a nuestro pesar. Era un día de poca actividad: apenas una de las capillas velatorias estaba ocupada, con muy pocos deudos congregados, tal vez por la hora, las siete de la mañana. Nuestro guía nos fue llevando por todas las áreas de la funeraria: las capillas, las salas de descanso y el depósito de urnas. El lugar estaba sumido en una semipenumbra, por lo que nos tomó un tiempo acostumbrarnos a la oscuridad. Allí nos mostró todos los modelos de ataúdes disponibles: desde los más económicos, de latón dorado, hasta unos que derrochaban lujo, de maderas preciosas con incrustaciones de metales nobles. Al fondo del depósito había una puerta, cerrada. Le preguntamos al hombre sobre ella, y nos dijo que era la entrada al cuarto en donde arreglaban a los muertos. Nos preguntó si queríamos entrar, pero nuestra curiosidad no dio para tanto, y más bien hicimos el ademán de devolvernos. Pero en ese momento se abrió la puerta, y un vaho indescriptible nos arropó. Una mezcla de perfumes, alcanfor y cloroformo que no lograba enmascarar por completo el olor a descomposición.  Por la puerta salió caminando con despreocupación un hombre vestido con un mono verde, parecido al de los enfermeros de hospital. Llevaba en la mano un sándwich a medio comer. Tras saludarnos, se dirigió hacia una de las esquinas del depósito, y abrió la puerta de una neverita, que alumbró momentáneamente el lugar gracias a su luz interior. Extrajo de ella un pote de jugo, y se regresó a su cuartico, a terminar su desayuno y, tal vez, su labor pendiente.

viernes, 14 de febrero de 2020

Personajes, personalidades

A lo largo de más de treinta años de vida laboral, es inevitable haber tratado con una gran cantidad de personas. Uno puede armar una nutrida galería virtual con la gente que conoció a través del trabajo. Gente de todo tipo, de todos los estratos sociales, de las profesiones más disparatadas. Desde dueños de modestas empresas hasta ministros. Y, eventualmente, también personajes interesantes. 
Uno de ellos fue el inefable M.J. Cartea. La primera vez que lo vi fue cuando entró a las oficinas que compartíamos con una empresa de refrigeración, en la Torre Cemica, el edificio de Chacao tristemente célebre por el incendio de los años 80. Era de tarde avanzada, casi lindando con la noche, cuando escuchamos el timbre. Al abrir, precedido por la persona que nos lo iba a presentar, vimos pasar a un hombre cuyos atributos más resaltantes eran su gran tamaño y el pelo engominado, peinado hacia atrás. Traía en la mano el libro “Técnica del golpe de estado”, de Curzio Malaparte. Me llamó la atención ese hecho, pues precisamente estábamos todavía bajo los efectos de los golpes del 92, y había rumores frecuentes de nuevos levantamientos. De Cartea no sabía mucho en ese momento, salvo haber leído la pinta “Cartea fascista” en algunas paredes de La Florida. El propósito de su visita fue proponernos que lo acompañáramos en un proyecto para la modernización de los hospitales públicos. Quería que nosotros fuéramos su apoyo tecnológico en lo concerniente a la automatización de las actividades administrativas de los centros de salud, que estaban sumidas en un caos. A partir de ese momento tuvimos algunas reuniones de trabajo, e hicimos visitas al Hospital Clínico Universitario y al JM De Los Ríos. Pero ese proyecto, como muchos otros que tuvimos en la mira, no pasó de la etapa embrionaria, y creo que no llegamos siquiera a la formulación de la oferta. Sin embargo, conservamos el contacto con él, y logramos cristalizar un trabajo para uno de los ministros sin cartera de Ramón J. Velásquez; creo que fue Ramón Espinoza, encargado de la Secretaría de la Presidencia. Se trató de un software para el control de las actas de reuniones, si mal no recuerdo. En todo caso, tuvimos la oportunidad de conocer en persona al ministro, y conversar brevemente con él. Como breve fue su permanencia en el cargo, por otra parte: a los pocos meses culminaría el período presidencial de Ramón J., opacado por la desafortunada firma del indulto aquel. Pero, en el plano personal, la actividad que más me gustó, entre las que nos involucró Cartea, fue la de visitar la sede de la Editorial Monteavila, para revisar una de las computadoras. Allí me presentó a Rafael Arraiz Lucca, presidente de la institución para la época, cosa que para mí, un lector ávido de la prensa cultural, y coleccionista de los volúmenes de Eldorado, fue un gran privilegio. Mientras yo revisaba el equipo, Arráiz y Cartea conversaron largamente; si algo tenía Cartea era labia, y capacidad para pronunciar frases brillantes y descollantes. Esa fue también la última interacción que tuvimos con MJ; con el cambio de gobierno, decidió aceptar la oferta de irse a Valencia para asesorar al recién electo alcalde, y más nunca lo vi. 
Más o menos en la misma época, paralelamente con las actividades que comenté en el párrafo anterior, comenzó nuestra colaboración con una de las empresas pioneras en el campo de la computación especializada para el ramo de la construcción: CSP, acrónimo de Computación y Servicios Profesionales. Todo ingeniero que haya trabajado en Venezuela durante los años 90, haciendo presupuestos para la construcción, debe haber consultado las guías de precios que con cadencia periódica publicaba esa empresa. Se trataba de unos gordos volúmenes que contenían los precios actualizados de todos los implementos, materia prima, repuestos y demás periquitos usados en la actividad. Era la Biblia a la que estaban suscritas todas las empresas del ramo, hasta bien entrado el siglo XXI. Nuestra asociación comenzó de manera fortuita: ellos habían publicado un aviso en prensa buscando desarrolladores en Clipper para un proyecto, y nosotros mandamos nuestras credenciales. Al parecer quedaron satisfechos con lo que leyeron, pues nos convocaron a una reunión, y quedamos contratados para codificar un sistema concebido para la empresa EDELCA. Nuestro contacto directo, y la persona designada para dirigir el proyecto, se llamaba Calixto Meza. He conocido pocas personas tan folckóricas como él. Era un tipo de aspecto aindiado, con bigotes chorreados, que conducía un Camaro todo desperolado y tenía los cuentos más estrafalarios que pueda recordar. En un principio las cosas anduvieron por un camino áspero, para decir la verdad. Nuestras metodologías de trabajo eran muy distintas, y tuvimos que amoldarnos a las de la casa que nos estaba contratando, lo que ameritó una curva de aprendizaje que atentó contra el avance del proyecto y, por ende, nuestro flujo de caja, pues nos pagaban por entrega efectiva. Sin embargo, con ellos apareció otra oportunidad de negocios, que contribuiría a equilibrar nuestras inestables finanzas. A CSP la contrataron como ente contralor en un proyecto para la automatización del SARPI, el servicio autónomo para el registro de la propiedad industrial. El presidente de CSP en persona iba a ser el líder de esa actividad, y me llamó un día para ofrecerme ser su apoyo técnico en tal labor. En el plano profesional no constituyó un gran logro, pues al final terminé siendo una especie de secretario de actas, redactor de las agendas y los alcances de cada una de las reuniones que sosteníamos religiosamente todas las semanas en las oficinas del SARPI, que quedaban en la Torre Norte del CSB. Pero sí fue rentable en el aspecto gastronómico: una vez por mes, aproximadamente, la empresa contratada para el desarrollo del software nos invitaba a almorzar en alguno de los restaurantes más conocidos de la ciudad. En uno de ellos, el Lar del Jabugo, propiedad de Ángel Lozano, nos tocó una situación bastante penosa. Habíamos ordenado un arroz negro, que compartiríamos los cinco o seis comensales que ocupábamos la mesa. Dispusieron la gran paellera en el centro, nos sirvieron un plato generoso a cada uno, y comenzamos a comer. De pronto, uno de los invitados dijo “¡Peligroso!” y nos mostró el objeto que había mordido en su último bocado: un trozo de vidrio. Lo indignante fue la reacción del personal del local: se limitaron a retirar la paellera, con la simple excusa de que “son cosas que pasan”. Ni un méndigo trago de la casa nos ofrecieron como para suavizar el “impasse”. Este trabajo significó para mí transcurrir muchas horas junto con el presidente de CSP, para trazar estrategias, revisar las agendas y las actas de reunión, y pensaba que había llegado a conocerlo medianamente bien. Sabía que había estudiado en Londres, en donde se casó, y luego regresó a Caracas para montar su empresa, que en un principio operó en el edificio de la Electricidad de Caracas, pues era cuñado de uno de los Machado, y eso le abrió las puertas. A pesar de que por sus conversaciones daba a entender que conocía a muchos dirigentes políticos, sobre todo de izquierda, nunca emitió en mi presencia opinión alguna que dejase traslucir su posición ideológica. Por eso fue toda una sorpresa para mí saber, muchos años después de que terminara nuestro trabajo en conjunto, que Juan Carlos Parisca, tío de María Corina Machado, había sido el guerrillero conocido con el alias de Comandante Pedro Manuel, que participó en la Brigada 31 bajo las órdenes de Argimiro Gabaldón. Como memoria de esa época dejó escrito un libro, llamado precisamente “La brigada 31”.

viernes, 7 de febrero de 2020

Mosca con el queso

El episodio más pintoresco de mi vida laboral ocurrió alrededor de 1993. Estaban frescas las heridas de las dos intentonas golpistas del año anterior, pero había algo nuevo en el acontecer político: la descentralización. Contra todo pronóstico, la asonada de noviembre no impidió la realización de las primeras elecciones regionales que se dieron en Venezuela, y los nuevos mandatarios estadales y municipales fueron electos por el pueblo. Esto significó una apertura inédita, y también un nicho de negocios interesante, pues las autoridades recién electas venían con espíritu de renovación. Gracias a ese afán innovador, fuimos contactados por una persona, que había trabajado con la esposa de uno de mis socios, pero que se había regresado a su terruño de San José de Guaribe para colaborar con el alcalde recién electo. Nos había buscado porque sabía de nuestra línea de negocios, y el nuevo burgomaestre estaba interesado en automatizar algunas funciones administrativas en la alcaldía. En esa época no le decíamos no a ninguna oportunidad de negocios, por remota que fuera, así que un día cualquiera de la semana, a las 6:30, mi socio y yo estábamos enfilando rumbo a oriente en mi Malibú 84, cuya máquina recién había sido rectificada. Ese viaje también me serviría para “sacarle el rodaje” al motor, y para evaluar qué tan bien había salido el trabajo. 
No recuerdo por cual motivo decidimos tomar la vía que atraviesa el parque Guatopo, para conectar con la carretera de Los Llanos. El caso es que nos fuimos por allí, cosa que no tardamos mucho en lamentar. La vía, a pesar de transitar por un paisaje hermoso, de densa y variada vegetación en la cual destacaban los líquenes y los helechos, además de las enormes uñas de danta y otras plantas de grandes hojas, estaba en unas condiciones pésimas. Eran más los tramos de tierra que los asfaltados, y entre la maleza que invadía el camino y los huecos que lo perforaban, avanzábamos a paso desesperantemente lento. Tras un par de horas dejamos atrás esa maltratada trocha, y pudimos elevar un poco la velocidad en las largas rectas de la carretera que nos iba a llevar hasta nuestro destino. Creo que hicimos tal vez una parada para cargar gasolina y tomar café, pero a toda prisa, pues el reloj avanzaba implacable hacia las 10, hora en la que habíamos pautado nuestro encuentro con quien nos había contactado. 
Por fin llegamos al pueblo. Era parecido a todas las poblaciones de la zona: largas calles polvorientas, flanqueadas por casas de un piso, despintadas, y una que otra construcción un poco más elevada, que llamaban edificio. Poca gente transitando las calles, la mayoría a pie o en bicicleta. A esa hora ya el sol pegaba fuerte, así que los habitantes parecían resguardarse en el poco fresco que pudieran hallar bajo techo. Ni mi socio ni yo teníamos idea sobre la ubicación de la casa de nuestro contacto; solamente teníamos anotada la dirección en un papel. Así que tuvimos que recurrir a los locales para que nos hicieran la caridad de orientarnos. Por suerte, en ese pueblo todos se conocían, así que bastó con preguntarle a una persona para que nos indicara el camino al lugar que estábamos buscando. 
Valga acotar que yo no había visto jamás a la persona que buscábamos, pues el contacto había sido a través del socio que me acompañaba. Así que no me causó ninguna impresión ver a un hombre sentado en el porche de la casa, en shorts, franelilla y cholas petroleras, sentado detrás de un cuñete de pintura y enfrascado en una actividad que no me era familiar. Pero quien sí se alarmó fue mi socio, quien al verlo le dijo, tras saludarlo: “¿Qué estás haciendo?¿No tenemos una reunión con el alcalde dentro de un ratico?” a lo que el tipo respondió, con una calma inconmovible: “Gua, estoy haciendo queso, ¿no ves? No hay prisa, total el alcalde no llega sino a mediodía”. 
Después de esa recepción, no nos quedó más remedio que amoldarnos a la particular concepción del tiempo de ese remoto lugar, y buscamos refugio bajo unos árboles, mientras esperábamos a que el hombre culminara su labor, se vistiera y nos acompañara a la alcaldía, que quedaba, como de costumbre, al lado de la Plaza Bolívar y frente a la iglesia. 
El interior de la alcaldía no era ni mejor ni peor de lo que me esperaba. Tenía la misma estética de todas las dependencias gubernamentales que había conocido en mi vida: paredes desconchadas, escritorios pesados, metálicos, grises, algunas sillas desperdigadas, varias máquinas de escribir y, como casi único ornato, las fotografías del presidente de la República, el gobernador del Estado y el flamante alcalde del pueblo, en orden de jerarquía y tamaño, colgadas de uno de los muros del local en el que aguardábamos a ser recibidos. 
Nuestro contacto no había exagerado con respecto a la hora de llegada del funcionario: eran las doce pasadas cuando el hombre llegó, con gran escándalo, saludando a todos los empleados por su nombre. Se detuvo un momento a conversar con nosotros, luego de que nos presentaran; le preguntó a nuestro acompañante sobre sus actividades, y él le refirió con bastante orgullo que esa mañana había fabricado ocho kilos de queso, a lo que el alcalde manifestó su complacencia; después, nos comentó someramente los planes que tenía para la alcaldía, y se dirigió a su despacho. Nuestro acompañante se le pegó detrás, entró con él, y tras unos minutos salió, para decirnos: “Cuánto lo siento, vale. Perdieron el viaje; hoy el hombre está muy ocupado, pero la semana que viene segurito los atiende”. Supongo que nuestra cara de decepción y enojo fue bastante evidente, pues se nos ofreció como guía turístico; nos llevó a almorzar, y luego a conocer una quesera. Del almuerzo no guardo memoria; de la quesera sí, y no es muy agradable: nunca había visto tal cantidad de moscas juntas, sobrevolando las grandes piletas en donde se procesaba la leche con el cuajo para producir el queso típico de esa región. No nos fuimos con las manos vacías: nos regalaron algunos envases con muestras de sus productos.
A las tres de la tarde, aproximadamente, emprendimos el regreso a Caracas, tras uno de los días más improductivos de nuestra empresa. Huelga decir que más nunca pusimos pie en San José de Guaribe, a pesar de la insistencia posterior de nuestro conocido. Si así había sido el recibimiento, no pensábamos averiguar cómo sería la negociación. Al perro lo capan una sola vez, diría un llanero.

lunes, 20 de enero de 2020

Los vericuetos de la memoria




En estos días estábamos en el taller de Mary, al final de la tarde, conversando al calor de unos tragos. Mientras lo hacíamos, pasé la mirada por los libros que estaban en un estante de usos múltiples, que había sido la biblioteca original de mi casa paterna, y que, tras varias transformaciones, una de las cuales la vio forrada, muy setentosamente, de Fórmica blanca, ahora es el depósito de materiales de mi esposa. Me llamó la atención un libro enparticular, encuadernado en pasta dura de esa que se usaba antes, con textura de tela, de un color que había sido verde esmeralda pero hoy en día ya perdió su lustre original. Se trataba de una edición ilustrada para el público infantil y juvenil de la novela “Sin familia”, de H. Malot. Recordaba a trazos gruesos el argumento de aquél folletín francés: la historia de un joven que había sido recogido de la calle por una familia, y que luego de mil peripecias llegaría a conocer a su familia de sangre. Tenía un recuerdo muy vivo, sin embargo: la mención de un condumio llamado “buñuelo de viento”. Desde que leí ese nombre, se me quedó grabado, tal vez por mi inveterada glotonería. Tomé el libro del estante, y lo ojeé en busca de esa referencia, que hallé casi al principio de la narración. Según ella, se preparaban a base de leche y mantequilla. Supongo que, además, llevarían algo de harina o alguna otra fécula. Satisfecha esa curiosidad inicial, me fui al final del libro para ver cómo terminaba. El párrafo final dice: “-‘¡Bravo, Capi!- Dijo sir Milligan-. Con lo que has recogido y esto que yo añado, más lo que nos vayan dando almas caritativas, fundaremos un hogar para músicos trnshumantes”. Una revelación se me presentó en ese momento. Leí un poco más arriba, para confirmar lo que sospechaba: Capi era un perro, el fiel acompañante de Remí, el protagonista de la historia. Tal vez no lo sepan, pero uno de los perros de mi primera novela “Vidas de perros”, el segundo en orden de aparición, y el primero en ser bautizado por Tomás, el protagonista, se llama precisamente Capi. Y no fue adrede, por lo menos no conscientemente; de hecho, en la novela, la elección del nombre proviene de otra lectura, la novela histórica “Capitán de navío Horacio Hornblower”, que tal vez había leído un poco después de “Sin familia”. Lo que deduje es que ese nombre, Capi, había estado aguardando en algún lugar de mi subconsciente, hasta que tuvo la oportunidad de salir a flote.

viernes, 17 de enero de 2020

La fábula del árbol presuntuoso


En el bosque que lindaba desde hacía tiempos inmemoriales con la ciudad, crecían árboles de las más diversas especies: desde aquellos cuyo origen era tropical, como los mangos y los cítricos, así como los propios de regiones más septentrionales, como los abetos y los pinos. Entre estos últimos, descollaba uno, altísimo, cuya copa, a pesar de no estar sembrado en el punto más alto del bosque, era notoriamente visible desde cualquier punto de la ciudad, ya que sobrepasaba a cualquier otra. Este pino, centenario, algunos decían que hasta milenario, era altivo y presuntuoso. Miraba a los demás árboles con cierta condescendencia, sintiéndose muy superior a ellos. Tenía una convicción: estaba para grandes cosas. Cosas del espíritu, por supuesto. Cuando le llegase la hora de su caída, su madera no iba a ser aprovechada para cosas tan banales como la fabricación de muebles, o, peor aún, para servir de combustible para las chimeneas. No. De él se procesaría pulpa de papel, papel en el que serían impresos los libros más extraordinarios que autor alguno hubiese escrito. El pino vivía cada uno de sus días alimentando esa creencia, que tal vez le fuera inculcada por alguno de sus ancestros. Mientras tanto, la ciudad, cuya fundación había visto el árbol, crecía a pasos agigantados, y pronto comenzó a robarle terreno al bosque. Día a día, hectáreas de aquella floresta, antaño impenetrable, eran fagocitadas por el crecimiento urbano. El estruendo de las motosierras talando árboles formaba parte de los sonidos ambientales. Fatalmente, un día le tocó al pino. Éste no temió el momento: más bien lo aguardaba, porque sabía que su destino estaba escrito e iba a trascender. Su derribe fue lento, laborioso y largo, dado su descomunal tamaño. Tras unos tres días de trabajo, los obreros habían transformado al enorme árbol en un inmenso atado de madera. La empaquetaron, y la subieron a un camión, que emprendió camino hacia la fábrica de papeles sanitarios de la ciudad, que producía el papel higiénico más económico y de mayor demanda por parte de los habitantes más humildes de la localidad, gracias a su precio tan económico, y a pesar de su ínfima calidad.