Víspera de la boda de mi hermana, por lo que puedo fijar con precisión la fecha: 27 de marzo, 1981. Un viernes, dado que la ceremonia ocurrió un sábado. Por alguna razón imprecisa, mi padre y yo pasamos ese viernes en el apartamento de Macuto, ese pequeño espacio uno –un cuarto un baño un balcón- cuyos escasos 50 m2 constituían el parnaso para mi papá, el auténtico reposo del guerrero. Desde que lo había comprado, en 1979, fue raro el fin de semana que no fuera visitado por mis padres, por lo general llevados por mí, que aprovechaba de rebote la independencia de disponer del apartamento de Caracas por entero durante dos días.
Teníamos
un ritual, en esas bajadas semanales: antes de llegar al apartamento, hacíamos
una parada en el restaurant Los Roques, que quedaba en la avenida Costanera, al
lado del Hotel Macuto. Lugar de buen comer y beber, en sus mejores tiempos; de
decoración vagamente marinera, en donde destacaba la madera y los detalles
alusivos a lo marítimo. Su carta era abigarrada, pantagruélica, y representaba
fielmente la bonanza por la que transitaba el país durante esos años, pues
ofrecía mucha variedad de productos importados. Entre ellos, unas grandes
tenazas de cangrejo provenientes de Alaska, el plato más costoso del menú. Y lo
que pedía mi padre siempre, casi sin excepción. Yo, en cambio, solía
despacharme una canoa de mariscos, ese plato que servían en dos mitades de
piña, una rellena de frutos del mar y la otra de un arroz “salvaje”. Mi madre,
que completaba el trío, pedía algo sencillo: un pescado, tal vez poché,
acompañado de papas al vapor o, si se sentía aventurera, tostones con salsa de
ajo.
Ese 30
de marzo de 1981 las cosas fueron distintas. No éramos tres comensales. Y no
pedí la canoa. Mi padre me preguntó por qué no pedía su plato predilecto. Yo
tenía una razón secreta: me parecía carísimo. 80 Bs, el doble de lo que costaba
mi comida de elección. Por supuesto que no se lo dije, pero él lo adivinó. Y,
sin esperar mi respuesta, ordenó por mí. Por primera vez tuve delante de mí
esas enormes tenazas, envueltas en su caparazón que había sido fracturada para
poder extraer con comodidad la carne sin perder la parte pintoresca del asunto.
A distancia de casi cuatro décadas, no puedo decir sin pecar de fantasioso qué
tal estuvo esa degustación. Supongo que divina. Lo que sí puedo asegurar es que
esa noche fue sumamente nostálgica para mi padre, pues sabía que a partir del
día siguiente ya no estaría su hija en casa. Y tal vez quiso sellar un pacto de
camaradería conmigo, algo que había postergado durante tanto tiempo. Ese
cangrejo fue una especie de ritual de iniciación, un gesto atávico que sella un
pacto frente a un sacrificio animal. No conversamos mucho esa noche; no fue muy
diferente a las demás. Pero algo había cambiado. Ambos lo supimos.
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