lunes, 20 de enero de 2020

Los vericuetos de la memoria




En estos días estábamos en el taller de Mary, al final de la tarde, conversando al calor de unos tragos. Mientras lo hacíamos, pasé la mirada por los libros que estaban en un estante de usos múltiples, que había sido la biblioteca original de mi casa paterna, y que, tras varias transformaciones, una de las cuales la vio forrada, muy setentosamente, de Fórmica blanca, ahora es el depósito de materiales de mi esposa. Me llamó la atención un libro enparticular, encuadernado en pasta dura de esa que se usaba antes, con textura de tela, de un color que había sido verde esmeralda pero hoy en día ya perdió su lustre original. Se trataba de una edición ilustrada para el público infantil y juvenil de la novela “Sin familia”, de H. Malot. Recordaba a trazos gruesos el argumento de aquél folletín francés: la historia de un joven que había sido recogido de la calle por una familia, y que luego de mil peripecias llegaría a conocer a su familia de sangre. Tenía un recuerdo muy vivo, sin embargo: la mención de un condumio llamado “buñuelo de viento”. Desde que leí ese nombre, se me quedó grabado, tal vez por mi inveterada glotonería. Tomé el libro del estante, y lo ojeé en busca de esa referencia, que hallé casi al principio de la narración. Según ella, se preparaban a base de leche y mantequilla. Supongo que, además, llevarían algo de harina o alguna otra fécula. Satisfecha esa curiosidad inicial, me fui al final del libro para ver cómo terminaba. El párrafo final dice: “-‘¡Bravo, Capi!- Dijo sir Milligan-. Con lo que has recogido y esto que yo añado, más lo que nos vayan dando almas caritativas, fundaremos un hogar para músicos trnshumantes”. Una revelación se me presentó en ese momento. Leí un poco más arriba, para confirmar lo que sospechaba: Capi era un perro, el fiel acompañante de Remí, el protagonista de la historia. Tal vez no lo sepan, pero uno de los perros de mi primera novela “Vidas de perros”, el segundo en orden de aparición, y el primero en ser bautizado por Tomás, el protagonista, se llama precisamente Capi. Y no fue adrede, por lo menos no conscientemente; de hecho, en la novela, la elección del nombre proviene de otra lectura, la novela histórica “Capitán de navío Horacio Hornblower”, que tal vez había leído un poco después de “Sin familia”. Lo que deduje es que ese nombre, Capi, había estado aguardando en algún lugar de mi subconsciente, hasta que tuvo la oportunidad de salir a flote.

viernes, 17 de enero de 2020

La fábula del árbol presuntuoso


En el bosque que lindaba desde hacía tiempos inmemoriales con la ciudad, crecían árboles de las más diversas especies: desde aquellos cuyo origen era tropical, como los mangos y los cítricos, así como los propios de regiones más septentrionales, como los abetos y los pinos. Entre estos últimos, descollaba uno, altísimo, cuya copa, a pesar de no estar sembrado en el punto más alto del bosque, era notoriamente visible desde cualquier punto de la ciudad, ya que sobrepasaba a cualquier otra. Este pino, centenario, algunos decían que hasta milenario, era altivo y presuntuoso. Miraba a los demás árboles con cierta condescendencia, sintiéndose muy superior a ellos. Tenía una convicción: estaba para grandes cosas. Cosas del espíritu, por supuesto. Cuando le llegase la hora de su caída, su madera no iba a ser aprovechada para cosas tan banales como la fabricación de muebles, o, peor aún, para servir de combustible para las chimeneas. No. De él se procesaría pulpa de papel, papel en el que serían impresos los libros más extraordinarios que autor alguno hubiese escrito. El pino vivía cada uno de sus días alimentando esa creencia, que tal vez le fuera inculcada por alguno de sus ancestros. Mientras tanto, la ciudad, cuya fundación había visto el árbol, crecía a pasos agigantados, y pronto comenzó a robarle terreno al bosque. Día a día, hectáreas de aquella floresta, antaño impenetrable, eran fagocitadas por el crecimiento urbano. El estruendo de las motosierras talando árboles formaba parte de los sonidos ambientales. Fatalmente, un día le tocó al pino. Éste no temió el momento: más bien lo aguardaba, porque sabía que su destino estaba escrito e iba a trascender. Su derribe fue lento, laborioso y largo, dado su descomunal tamaño. Tras unos tres días de trabajo, los obreros habían transformado al enorme árbol en un inmenso atado de madera. La empaquetaron, y la subieron a un camión, que emprendió camino hacia la fábrica de papeles sanitarios de la ciudad, que producía el papel higiénico más económico y de mayor demanda por parte de los habitantes más humildes de la localidad, gracias a su precio tan económico, y a pesar de su ínfima calidad.