viernes, 30 de agosto de 2019

Tiempo de cambios

La transición de Latinoamericana a mi próximo empleo fue dándose de manera gradual. Estando todavía empleados en la primera empresa, se nos ofreció a un grupo de analistas y programadores la posibilidad de realizar un trabajo alterno, fuera de hora. Como nunca vienen mal unos ingresos extra, aceptamos con gusto, y algunos días a la semana, ahora ya no recuerdo cuántos, al salir de Concresa no nos íbamos a nuestras casas, sino que enfilábamos hacia la Torre La Primera, donde se hallaba, además del mítico restaurant Marco Polo, la sede de Seguros Horizonte. Enganchábamos a las 5, y salíamos cerca de las 10 de la noche. A los 28 años que tenía entonces, ese trote era tolerable, y duró tal vez unos tres o cuatro meses. Recuerdo que estaba cerca el día de mi primer aniversario de bodas, que caía un día lunes. El viernes anterior me había tocado trabajar en el tigrito nocturno, pero llegué a casa con una botella de vino y algunas “delikatessen”, para celebrar por anticipado tanto el aniversario como las buenas noticias en el ámbito laboral. Nos había contratado una empresa consultora llamada Computaciones SR, que era parte de un conglomerado denominado Grupo Ábaco. Había un fuerte conflicto de intereses, pues Latinoamericana era cliente de Ábaco y no podía ver con buenos ojos que varios de sus empleados estuvieran involucrados en un desarrollo de sistemas para la competencia, además liderado por uno de sus proveedores, por lo que se nos pidió estricta confidencialidad. Pero era inevitable que la cosa se supiera, así que un buen día nos llamaron a todos los implicados a una reunión. Por supuesto que nos olíamos el motivo, pero teníamos una carta bajo la manga: Computaciones SR, dado el éxito que habíamos alcanzado en ese proyecto mercenario, nos había ofrecido un contrato para participar en el desarrollo de un ambicioso software de gestión para empresas de seguros; en el paquete, además de una mejora substancial en el salario base (creo recordar que lo triplicaba), estaba un minúsculo porcentaje, tal vez el 1% para cada uno de nosotros, sobre las ganancias que produjera dicho software. Así que asistimos despreocupados a la reunión, nos aguantamos el chaparrón moral que nos quisieron impartir, y de allí salimos a preparar nuestras cartas de renuncia.
El dueño de la primera inicial de Computaciones SR era Carlos Senior. Un personaje muy interesante, aunque envuelto en una aureola de misterio. Se rumoraba que en el pasado había estado involucrado sentimentalmente con la pareja del momento de Teodoro Petkoff, cosa que luego me enteré, por una fuente de absoluta credibilidad, era cierta. Pero él ni afirmaba ni negaba tales chismes. Sin embargo, hacía gala de sus relaciones con la intelectualidad de la época, y con los dirigentes exguerrilleros de los partidos de izquierda, ya para ese momento pacificados, aburguesados y habitués de las barras de los mejores restaurantes, en donde componían al mundo un whisky a la vez. Además, Carlos estaba cursando la licenciatura en Letras en la Central, y ese motivo, para mí, era suficiente como para que me pareciera un tipo admirable. El otro socio, Tulio Rodríguez, era más apocado; más serio, digamos. Pero ninguno de ellos se perdía una oportunidad para rumbear. Prácticamente todos los viernes, después de una semana de dura brega en las oficinas del cliente o en las propias, nos invitaban a salir con ellos, casi siempre a La Estancia, en donde no escatimaban en atendernos a cuerpo de rey. El escocés corría generoso en esas largas veladas, amenizadas por los cuentos, galantes casi siempre, de aquel par de tigres resabiados.
Durante los tres años que duró esa aventura estuvimos viviendo una ficción muy agradable. Trabajábamos fuerte, eso es innegable, pero también nos divertíamos a un nivel bastante alto. Fuimos asiduos de los más famosos restaurantes de esos años, y de algunas de las discotecas más sonadas. También nos tocó presenciar, desde las ventanas de la Torre La Primera, los acontecimientos del 27 de febrero de 1989. Además, tuvimos oportunidad de alternar con los altos ejecutivos de las grandes empresas de seguros, a quienes les íbamos a ofrecer nuestro software, que estaba todavía en planos, pero prometía ser la panacea para controlar todas las operaciones para esa línea de negocios. Incluso llegamos a apuntar a la cabeza de la joya de la corona en ese momento, la mastodóntica Seguros Caracas. Estuvimos cerca de llegar a un acuerdo con ella, y realizamos un enorme trabajo de campo que nos llevó a todo el personal disponible a una gira por Venezuela, a las diferentes sucursales que mantenía la empresa en el interior del país. A mí me tocó ir a Valencia y a Maracay, en donde nos trataron regiamente. Sobre todo en la última, cuyo gerente resultó ser un sibarita. Habían estrenado recientemente “El festín de Babette”, y el hombre le dedicó buena parte de nuestra visita a contarnos sus impresiones sobre la película, antes de llevarnos a almorzar a uno de los mejores sitios de la ciudad en ese tiempo. 
Pero, como todo en la vida, a esa época le tocó su fin. De una manera bastante agridulce, por cierto. Habíamos notado que, a pesar de todos nuestros esfuerzos, no se notaban avances ni técnicos ni comerciales en el proyecto, y estábamos comenzando a estancarnos. Los sueldos, que en un principio parecían fabulosos, ya comenzaban a quedarnos estrechos y no se produjeron los aumentos que nos habían prometido. Así que cuatro de nosotros nos decidimos a abrir tienda aparte. Habíamos resuelto que dos de nosotros renunciarían, y los otros dos seguirían empleados mientras nuestra empresa agarrara fuelle. Yo fui uno de los que se quedaron, pues mi esposa estaba esperando nuestra primera hija y yo quise conservar un poco de estabilidad en ese período. Pero no fue posible. La semana antes de que naciera Ariana, me entregaron sin mucho protocolo mi carta de despido, junto con la noticia de que me habían sacado de la póliza colectiva de la empresa, por lo que el parto de mi esposa tuvimos que pagarlo de nuestro propio bolsillo. Comenzaba así el período más angustioso de mi vida profesional, justo a la víspera del año de los fallidos golpes de estado: 1992.

martes, 27 de agosto de 2019

Mis inicios en la literatura



Ayer escribía sobre el momento en que se produjo el fracaso de mi primer intento empresarial, allá por los años 90. Fue algo que, a pesar de venir anunciándose desde hacía tiempo, pues la crisis bancaria de esa época golpeó a toda la economía en general y al sector financiero en particular, que era uno de nuestros nichos, ya que pensábamos comercializar un software para el control de las operaciones de las casas de bolsa, igual constituyó una debacle a nivel personal y familiar. Pero, como suele suceder, dicho fracaso sirvió para varias cosas. Primero, para aprender a juzgar mejor a las personas, y a mí mismo, pues es inevitable que esa crisis haya dejado algunas cicatrices en la amistad con mis anteriores socios. Segundo, para sincerarme en cuanto a mis ambiciones y capacidades, dentro de ese mercado tan convulso, competitivo y cambiante como lo era el desarrollo de software, que iba evolucionando tan rápidamente, y hacia tantas vertientes diferentes, que era difícil decidir cuál camino tomar en cuanto a la elección de la plataforma tecnológica a utilizar. Y, además, ese período de soledad forzada, aunado al comienzo de la masificación de internet, me permitió conocer algo que sería el acicate para comenzar a escribir narrativa: Letralia, esa iniciativa tan notable de Jorge Gómez Jiménez. Una de las primeras cosas que hice, al mudarme a mi oficina improvisada, fue conseguir una cuenta de internet. En esos días existían unas compañías que se encargaban de proveer el servicio; se les denominaba ISP (Internet Service Provider). La que yo escogí, creo recordar, se llamaba Eldish. Uno les compraba determinado cupo, en modalidad prepago, similar a lo que hacemos hoy con los planes de datos para los celulares, y se conectaba a la red a través de un módem que se acoplaba al PC y a la línea telefónica, y utilizaba lo que se denominaba una conexión “dial-up”, que andaba a unos miserables 24 kilobites por segundo; la banda ancha era una quimera. Creo recordar que yo tenía a disposición la fabulosa cantidad de 10 megabytes de datos, que me debían durar todo el mes. Claro que en esa época los contenidos no eran nada pesados, así que, si se tenía prudencia, se llegaba al vencimiento del plan con holgura. Además, el servicio venía con una innovación: una cuenta de correo electrónico. Esa fue la manera de conocer a Letralia, que en ese momento funcionaba como una lista de correo: uno se suscribía a ella, y la recibía en su buzón. No recuerdo cómo llegué a ella, pero fue una coincidencia afortunada. Jorge estaba solicitando colaboradores, y yo, que siempre había tenido inquietudes al respecto pero no oportunidades para canalizarlas, me animé a escribir unos relatos, bastante incipientes, pero que fueron incluidos en alguno de los números tempranos de la revista. Ver por primera vez mi nombre en caracteres impresos, así fuera en un medio electrónico, no lo puedo negar, fue deslumbrante. Y, además, comenzar a tener interacción con un público, por más incipiente que fuese, y además con otros autores, algunos tan novatos como yo, otros con recorrido andado, constituyó un gran aliciente, y también una especie de escuela. Así que, sacando cuentas ventitantos años después de que ocurriera, esa debacle en realidad fue una especie de nuevo comienzo.

lunes, 26 de agosto de 2019

Club de video



A mitad de la década del noventa, en el año 96 más exactamente, me encontré en un hiato en mi carrera profesional. La compañía que había fundado algunos años antes con otros tres socios no terminó de levantar cabeza, y tuvimos que disolverla, buscando cada quien su camino de manera independiente. Nos quedamos con los clientes (pocos) que cada quien había conseguido, y tuvimos que desalojar la oficina que teníamos rentada. Entonces me vi obligado a pedirle refugio a mi madre, quien no tuvo ningún reparo en permitirme utilizar mi antigua habitación como improvisada oficina. Así que llevé allá mi computadora, mi impresora, mi archivo, compré un teléfono con contestadora, tiré una linea telefónica hasta allá, y comencé a operar en mi habitación de soltero. Como es natural, volví a hacer vida en esa zona que había dejado de frecuentar con asiduidad unos diez años antes, y ubiqué los servicios básicos que tenía cerca. Un barbero cuyo negocio estaba en el Pasaje Asunción, mejor conocido con el tendencioso y exagerado nombre de “Callejón de la puñalada”, se ocupaba de desmalezar mi cráneo cada mes y medio; volví a desayunar los cachitos, quesadillas y golfeados de la Panadería 900; de vez en cuando tomaba un espresso en El Gran Café, buscando un sabor que ya no existía. Y, justo en frente del edificio donde estaba el apartamento de mi madre, en el Centro Comercial Libertador, ubiqué una tienda de intercambio de películas. En formato VHS, todavía. Y me volví asiduo. No sé en donde conseguían las cintas. El caso es que tenían graves fallas: a veces se les iba el sonido, a veces los subtítulos no aparecían o aparecían a destiempo, a veces gruesas franjas negras, cual tachones de algún ente encargado de la censura, tapaban la mitad de la imagen. Pero la selección que ofrecían era interesante. Desde Sospechosos habituales, pasando por K-pax y varios otros filmes clásicos de esa década. Era barato, además. No recuerdo cuánto costaba, pero dado el estado de mis finanzas en ese momento sospecho que no era mayor cosa. El asunto es que un buen día el negocio cerró, sin aviso previo, y me vi de pronto con unos cinco o seis cassettes de VHS, que no me pertenecían, en mis manos. Un día, creo que fue por los lados del Centro Comercial del Este, tal vez en la oficina de la Electricidad, me conseguí a uno de los dueños del local, quien me explicó la causa del cierre, que olvidé por completo. Le comenté que conservaba algunas películas, y me dijo que le hubiese gustado que se las devolviera. Pero como pasa con frecuencia, no llegamos a nada en concreto –creo que el tipo no tenía ningún lugar fijo en ese momento- así que esas películas piratas, en todo el sentido de la palabra, quedaron acumulando polvo en algún clóset de mi apartamento, mucho tiempo después de que el último vhs dejara de funcionar, y de que ya nos hubiésemos mudado al formato que comenzó a imperar desde comienzos del 2000, el DVD. Sospecho que sobrevivieron a la última mudanza, y que están en alguna caja olvidada en el maletero, inútiles, meros recuerdos de uno de los escalones de la tecnología que tuvo su momento estelar a finales del siglo pasado pero que terminó pasándole el testigo a los nuevos medios, que también están en vías de alcanzar la obsolescencia, eclipsados por la nueva dictadura en materia de entretenimiento casero, el streaming.

sábado, 24 de agosto de 2019

Anotaciones del sábado 24 de agosto de 2059



Esa mañana se despertó nostálgico. Algo había soñado, algo que en ese momento no sabía precisar con detalle alguno, pero que le removió los recuerdos más lejanos que guardaba. Tal vez, el haber llegado a la significativa edad de los 40 años, o el cuarto piso con el que lo molestaban sus compañeros de trabajo cada vez que realizaban una teleconferencia, fuera el disparador de esa situación. Ante la perspectiva de un fin de semana sin mayores actividades planificadas, y con pereza para organizar algo de último momento, decidió satisfacer ese impulso con el que lo recibió el día y, luego de consumir el desayuno que halló preparado en la unidad procesadora de alimentos, según las órdenes que había girado la noche anterior, se fue a la terraza techada, en donde le esperaba la tumbona sensorial. Se tendió sobre ella, cerró los ojos, giró las instrucciones mentales correspondientes, y en seguida una película personalizada sobre su vida comenzó a rodar en su mente, conectada en ese momento a la nube. El algoritmo recopiló las miles de imágenes y  textos que consiguió sobre él, en cuestión de segundos y,  tras un breve análisis, compuso una animación de un par de horas, de acuerdo a los parámetros que le habían sido proporcionados: duración, período de la vida a considerar, personas que deberían aparecer, personas que no deberían aparecer, localidades.

Este ejercicio imaginativo futurista se me ocurrió ayer, reflexionando sobre la cantidad de información que guardan las redes sociales sobre nosotros. Cualquier persona que haya nacido a partir de la segunda década del siglo XXI puede tener su vida volcada en los alojamientos de datos empleados por Facebook, Twitter, Instagram, Tinder, y cualquier otra plataforma de intercambio social, dependiendo del grado de interacción de sus padres, en primera instancia, y luego de él mismo. Lo que hacíamos nosotros para averiguar nuestro pasado familiar, o para recrearlo, que era básicamente recurrir a los polvorientos álbumes de fotos, a los carretes de películas super 8, los cartuchos de betamax o vhs, o los cassettes de audio, hoy en día se logra con un dispositivo conectado a internet y unos cuantos clicks. Mi intención no es hurgar en los peligros potenciales que eso involucra, que están muy bien documentados por expertos. Más bien me propongo una reflexión sobre cómo han evolucionado las costumbres y nuestra manera de relacionarnos con el mundo, con el presente y con el pasado, en esta era arropada por la tecnología. Tal vez estemos componiendo en tiempo real la película de nuestras vidas, y la podamos disfrutar, empaquetada, editada y musicalizada, ya en el ocaso de la existencia. O será material de estudio para las futuras generaciones, que tendrán a su disposición un árbol genealógico animado, y podrán conocer a detalle cómo fue la cotidianidad de sus ancestros, comentada en primera persona por ellos mismos.

martes, 20 de agosto de 2019

Dinner in Caracas


Rescaté del "archivo muerto" de mi colección este lp, que me traje robado hace años de casa de mis suegros, para contestar una pregunta que me hicieron en twitter sobre lo que hay en la portada del disco. Es todo un testimonio de la época: en tonos sepia, un hombre inmerso en la oscuridad -un detalle, el blanco del puño de la camisa que sobresale de la manga del saco, revela que está trajeado elegantemente- le acerca un yesquero a la dama en la cual está concentrada la luz de la imagen. Ella sostiene con gracia un cigarrillo inserto en una boquilla. Sobre la mesa se adivina una copa. Eso es suficiente para sugerir la escena: una mesa íntima, en un restorán o una "boite", en la cual, sobre una tarima, la orquesta de salón está interpretando las melodías grabadas en el acetato. La contratapa, además de la lista de las piezas del álbum, trae un artículo de un tal Bill Zeitung, escrito en 1955, que describe para el público norteamericano su visión de Venezuela, con mucho énfasis en Caracas. La describe como una ciudad de contrastes, en donde la modernidad emergente de la arquitectura se contrapone a las construcciones coloniales de la era española por doquier. Habla sobre las instalaciones disponibles para los turistas. En su elenco, nombra 128 hoteles, entre los que resaltan el Tamanaco, el Ávila, el Conde y el Savoy; 32 night clubs, como Le Mazot, Mi vaca y yo y el Pasapoga. Y en el rubro de los restaurantes, la cuenta es de 427, de los cuales los más importantes, para el cronista, son Napoleón, El Chicote, Quasimodo y El punto criollo. Nombres que, salvo los de los hoteles, ya son desconocidos para el grueso de la población. Testimonio de una época en la que parecía que tanto la capital como el país estaban para grandes cosas.

lunes, 19 de agosto de 2019

La onda nueva suena de nuevo





La onda nueva es el género que me puede reconciliar con la música popular venezolana. Sin ser un experto en el tema, con conocimientos prácticamente nulos en temas como armonías, escalas, fusas y difusas, reduzco todo a una cuestión de gustos. A pesar de haber forjado mis gustos musicales alrededor del rock, y en segunda instancia del jazz, hay algo en el sonido propuesto por Aldemaro Romero que “me hace click”. Tal vez sea el ritmo particular, el esqueleto sobre el que se edifica todo el movimiento, que evoque algo reconocido por mí como parte de mi herencia musical. Lo cierto es que, sin tener ni una sola grabación de onda nueva en mi casa, es un sonido familiar y grato.
Lo pude constatar ayer en el homenaje que le rindió este domingo 18 de agosto la Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho a Aldemaro Romero, un grandioso espectáculo concebido por Federico Pacaníns. Bajo un cielo que al principio amenazaba con diluviarnos encima, pero que luego se transmutó en un estupendo atardecer, unos cuantos miles de personas lo atestiguamos. En un formato que ya conocíamos de otras experiencias con la banda de jazz latino del CVA, la puesta en escena nos propuso un viaje cronológico por la vida y obra de Aldemaro, tal vez (a lo mejor estoy cometiendo una imprudencia, o diciendo una barbaridad) el músico más universal que ha tenido Venezuela. O, por lo menos, uno de los más conocidos y reconocidos. Desde sus inicios en Valencia, pasando con su migración a Caracas, donde a fuerza de terquedad e insistencia fue penetrando en el cerrado y elitesco mundo musical de la capital; luego, su primer momento fulgurante, el de “Dinner in Caracas”, que lo hizo grabar en Nueva York una placa fundamental,  presente en las discotecas particulares más importantes de Venezuela, en los años 50, y por fin su consagración con el movimiento que lo hizo trascender, precisamente la onda nueva. Dieciocho canciones fueron interpretadas esa noche, por seis cantantes que, además de tener grandes aptitudes vocales, derrocharon escena. De esas piezas, todas las que fueron compuestas bajo los cánones del nuevo formato eran conocidas por mí. Algunas de ellas tal vez tendría yo  unos treinta años sin escucharlas, pero las tenía grabadas en algún sector cerebral, pues me sorprendí tarareándolas.
Hubo algunos momentos bastante significativos, para mí. Uno de ellos fue propiciado por el guión que sirvió de hilo conductor del espectáculo, cuando el locutor de turno comentó que Aldemaro Romero se había presentado en ese mismo escenario, en el año 1956. Me imaginé la apertura de un portal temporal que comunicaba ambos eventos, que se produjeron con 63 años de distancia el uno del otro. Quién sabe qué persona habrá estado sentada donde lo hacía yo en ese momento, en esas gradas que hoy se presentan desgastadas por el paso del tiempo, pero que en el 56 estaban nuevecitas, con sus mosaicos completos y recién estrenados, bajo un cielo estrellado, mucho más estrellado que el que pudimos apreciar hoy. También me sorprendió una anticipación que experimenté: estaba pensando en la pieza “toma lo que te ofrecí” algunos instantes antes de que fuera interpretada; creo que el terreno se estaba preparando para ello, y lo intuí. Por último, me pareció muy conmovedora la presencia de la viuda de Aldemaro, la señora Elizabeth Rossi, quien ofreció unas sentidas palabras sobre su compañero por dieciocho años.
Mención aparte merece la orquesta. Bajo la eficiente batuta de la directora Elisa Vegas, brindó una actuación impecable y sentida. El sonido me lució impecable; un aplauso para quienes lo administraron desde la consola.Da gusto escuchar esa agrupación, compuesta por jóvenes músicos formados en el país. Si en medio de tantas adversidades podemos disfrutar de espectáculos de tal calidad, es razonable albergar esperanzas en un futuro promisorio.


viernes, 9 de agosto de 2019

Una aventura en el este

Dos semanas ubicando la merca. Decenas de llamadas, mensajes por whatsapp, pistas falsas, contradicciones, viajes perdidos. Por fin, un conocido nos proporcionó los datos un jíbaro de confianza, si es que se puede confiar en alguien que se desempeñe en esa línea de trabajo. Me pasó buscando Luis, en el Swift que había sido mío, blanco crema año 94 -era extraño para mí ocupar el puesto de copiloto de aquel vehículo que tantos sinsabores me había producido en el pasado, pero que igual me llevó a muchos lugares de la geografía nacional, y ahora acusaba los estragos que el tiempo y el trato rudo de su actual propietario le habían infligido-, y nos dirigimos al sitio. La pata de un barrio, el 19 de abril. Fue fácil dar con el lugar: opera a puertas abiertas, y nadie los molesta. Una breve conversación con el hombre que nos atendió medió la transacción; por fin, acordamos el precio. Faltaba solamente la entrega. El hombre se desapareció calle arriba, mientras esperábamos recelosos en la aparente calma del mediodía. Un radiecito sonaba algún tema de moda, pero a un volumen modesto, nada estridente. De vez en cuando alguna moto pasaba por el lugar, pero tranquila. Al cabo de unos minutos que nos parecieron más de los que en realidad transcurrieron, apareció el hombre, diciendo que lo nuestro no estaba en donde él pensaba, y que deberíamos irlo a buscar con él a un lugar cercano al Terminal de Oriente. Luis no titubeó, pues era uno de los principales interesados en que todo cesase, y no puso ninguna objeción. Yo tampoco, por supuesto. Era su carro, y si no tenía inconvenientes con eso pues yo menos. Se montó atrás, y nos fue dirigiendo por la zona, como el baquiano que es. Nos hizo parar en un lugar, en donde se bajó y, tras abrazar con efusión a una de las personas que estaban allí, recibió de ella un manojo de llaves. Se volvió a montar en el carro, y seguimos rumbo a la autopista de oriente. Al llegar a la entrada a Turumo, le pidió a Luis que se saliera de la autopista, para retomarla en sentido contrario, hacia Caracas. Había un caserío al borde de la vía, y allí nos indicó que nos detuviéramos. Se bajó del carro y, con las llaves que le habían dado previamente, abrió un grueso portón metálico, entró a la edificación que custodiaba, y al par de minutos salió con nuestro encargo. Regresamos al sitio de origen, en donde verificamos que nos estaban entregando lo que habíamos pedido. Sellamos la transacción entregando los billetes que habíamos acordado, que fueron minuciosamente revisados uno por uno por el hombre, y recibiendo por fin el motor de arranque del carro, la pieza que nos había vuelto la vida triste en estos días. Espero que este sea el fin de las crónicas del peatón a juro, por lo menos por una temporada.

miércoles, 7 de agosto de 2019

El vértigo

Llevar un libro a una librería para leerlo allí parece un sinsentido, similar al de ver una película en el celular cuando se está en una sala de cine; sin embargo, ayer tenía un par de horas ociosas por delante, que iban a transcurrir justo en Kálathos, así que empaqué en el morral, que contenía parte del material de apoyo necesario para que Mary impartiera su taller de arte, la novela de Rodrigo Blanco, “The night” y, ya instalado en uno de los cómodos sillones de la librería, me sumergí en su trama. No voy a hablar de la novela, porque apenas llevo leído si acaso un tercio y es muy temprano para sacar conclusiones. Más bien me propongo comentar una sensación de vértigo que experimenté por unos breves instantes allí adentro. Tras una media hora de lectura, me levanté para estirar las piernas y despejar la vista que había estado fija en las páginas del libro, y de paso conversar un rato con José Ramón Gutiérrez sobre las vicisitudes del sitio, y los planes que tiene para fomentar la asistencia del público. Luego de ello, comencé a pasear por los pasillos, y revisar un poco los anaqueles. Y allí fue cuando tuve la revelación: en ese local, de medianas dimensiones, hay más libros de los que yo pueda leer en mi vida, así me propusiera leer doce horas diarias, y viviera otros treinta años (que es una aspiración desproporcionada). No tengo manera de conocer el porcentaje de libros que pueda representar el contenido de esa librería con respecto al total mundial, pero sospecho que puede calcularse si acaso en centésimas de unidad, si no en milésimas. Cuánto conocimiento, cuánto entretenimiento, cuánta información estará fuera de mi alcance, es algo incuantificable. Pienso en los 700 u 800 libros que habré leído en mi vida, y me parecen tan pocos, tan insignificantemente pocos para todo lo que hay que leer. Y, además, sé que mucho de lo leído es prescindible, menor, desechable. Pero no hay manera de recoger esa agua derramada; si acaso, queda es el aprendizaje, la sabiduría aprehendida por la fuerza, la sagacidad de escoger mejor, de ahora en adelante.

lunes, 5 de agosto de 2019

La pedrada

Mi madre era una persona de carácter, y no descansaba hasta que sus determinaciones llegaran a las últimas consecuencias. Y también creía en el ejemplo como la mejor manera de inculcar los valores y los conocimientos. Recuerdo una oportunidad en la que recurrió a ese expediente para darme una lección de vida. La cuadra en donde vivíamos era una zona de transición entre los resabios provinciales, casi pueblerinos, de Sabana Grande, y la modernidad grandiosa representada por la gran avenida Libertador. Por consiguiente, allí residía todo tipo de personas, de todos los estratos sociales; abundaban los inmigrantes, tanto del interior del país como del exterior. Muchos maracuchos, trujillanos, merideños, además de italianos, españoles y portugueses, habían venido a radicarse en la zona, con su respectiva prole, y la calle se convertía en el crisol que nos terminaba amalgamando. Todos nos conocíamos, en mayor o menor grado. Dentro de esa fauna infantil había una pareja de hermanos, de origen zuliano, que vivían en los altos de Castellino, en la Solano. No se sabía mucho de ellos, pero se sospechaba que no andaban en buenos pasos. Unos malandritos, como se les diría hoy en día. Alguna vez llegaron a compartir con nosotros en unas partidas de beisbol que se llevaban a cabo en el estacionamiento de un edificio que quedaba detrás del nuestro, en la calle Las Flores; en esa ocasión trajeron unos aperos de cátcher que, según ellos, se los había regalado un tío, pero todos sospechábamos que los habían hurtado. El caso fue que poco a poco fueron ensamblando una banda con otros muchachos, y se divertían azotando a sus pares, aprovechando su ventaja numérica. Un día me tocó a mí tener que salir huyendo de ellos. Recuerdo que era un domingo en la tarde, cuando me avistaron en la calle frente a mi casa y comenzaron a perseguirme. Yo tuve el tiempo suficiente para guarecerme detrás de las puertas de vidrio de la entrada a mi edificio, pero a los segundos una pedrada certera dio contra una de las hojas templadas, que se desintegró en miles de cuadritos cristalinos, desparramándose por el piso. Por supuesto no me quedé allí, sino que subí a mi casa, en donde por mi agitación mi madre supuso que algo había pasado. Cuando se lo conté, bajó en seguida a constatar los daños, y entró en cólera. A continuación, tras un breve interrogatorio, me sacó la identidad de los miembros de la banda, y me llevó con ella a sus respectivas casas, a pedir cuentas y encarar a los muchachos. Recuerdo dos de esas visitas: la primera fue en el edificio Davolca, en la calle Negrín, en donde no nos fue posible dar con el indiciado. De mala manera la persona que nos abrió la puerta nos dijo que no veía a su hijo desde la mañana, y nos invitó a desaparecer. En la segunda nos fue mejor. Fue en la casa del menor de los bandoleros, un chiquillo apenas, que vivía en un edificio en la esquina de la Solano con Los Jabillos, que luego fue derrumbado. Fue una de las situaciones más penosas que recuerdo en mi primera juventud. Una escena que en mi imaginación parecía salida de las páginas de alguna novela de Dickens, autor del que había leído algo por entonces. Nos abrió la puerta de la humilde casa un caballero español; un anciano encorvado, de barba, bastón y pantuflas, quien nos preguntó qué nos había hecho llegar hasta su hogar. En ese instante pudimos ver el interior de la morada: un lugar algo lúgubre, escasamente iluminado, de exiguo y desvencijado mobiliario. Mi madre le explicó la situación, y en la cara del señor se dibujó una mueca de decepción e incredulidad. Acto seguido llamó a su nieto, que estaba en alguno de los recodos del apartamento. Este se acercó temeroso, y al verme no tuvo el nervio necesario para negar su participación en el hecho. La tristeza de la mirada de su abuelo me quedó registrada en la memoria. Creo que hasta mi madre se ablandó, al ver la precariedad de la situación de esa familia, y tras intercambiar algunas palabras con el anciano, decidió dejar las cosas hasta allí, en lo que respectaba a ellos. A los “malandros mayores” no nos fue posible localizarlos, según recuerdo. Se desaparecieron de la zona, por meses. Estuvimos un par de semanas sin una de las puertas en el edificio, hasta que el condominio la reemplazó por otra, que nunca fue igual a la original, y desentonaba ligeramente con su compañera, como para recordarme ese episodio durante todo el tiempo que continué viviendo en ese edificio.

viernes, 2 de agosto de 2019

El ocaso de los centros comerciales

Esta es la crónica de un centro comercial específico, pero que pudiera ser cualquiera. Un centro comercial pujante en otro tiempo, con negocios que fueron referentes en sus respectivos ramos. Y no solamente tiendas: cines, tascas, restaurantes, estaciones de radio que “daban la hora” y dictaban tendencia, tuvieron sus sedes en ese reducto del este. Hoy en día es penoso pasear por sus pasillos. No por el estado de conservación de las instalaciones, que a pesar de no ser impecable, es razonablemente aceptable, así como la limpieza. El problema es otro. Muchas de sus tiendas, tal vez un porcentaje que pudiera rozar el 50, tienen sus santamarías abajo. Una de las principales atracciones para los muchachos que éramos en los años 70, unas rampas mecánicas que comunicaban la planta baja con el piso superior, fueron eliminadas, y ahora son simplemente una construcción en cemento. Una antigua joyería que todavía mantiene sus vidrieras a la vista del público, muestra una colección de cajitas destinadas a la salvaguarda de joyas preciosas, abiertas y vacías, desparramadas sin orden ni concierto. Una tienda de ropa masculina, cerrada hace años, todavía tiene en sus vitrinas la moda de varias temporadas atrás; me dio la impresión de que sus dueños, un buen día, pasaron el cerrojo de las rejas y se fueron sin recoger nada, sin mirar atrás, y los maniquíes quedaron vestidos con prendas que van envejeciendo sobre sus cuerpos atemporales. El negocio de sonido para vehículos, en donde todos los audiófilos que queríamos gozar de la mejor calidad musical en nuestros carros visitamos alguna vez, hoy ofrece chucherías electrónicas sin ninguna gracia. La antigua casa del fumador tiene sus letreros tapados con una gruesa capa de pintura, que obliga a adivinar qué cosa anunciaban antes. El supermercado, que alguna vez fue famoso por la sección de pescadería, en donde podíamos conseguir los mariscos y los pescados más frescos de la ciudad sin necesidad de ir a los mercados municipales o bajar al “mosquero” de La Guaira, hoy tiene más o menos el 30 % de su área ociosa. Fue triste constatar su lento desmantelamiento. Y es admirable el espíritu de los comerciantes que quedan, que pese a todo luchan por la supervivencia de ese lugar, en donde edificaron sus sueños y hoy amenaza con su desaparición.