La onda nueva es el género que me puede reconciliar
con la música popular venezolana. Sin ser un experto en el tema, con conocimientos
prácticamente nulos en temas como armonías, escalas, fusas y difusas, reduzco
todo a una cuestión de gustos. A pesar de haber forjado mis gustos musicales
alrededor del rock, y en segunda instancia del jazz, hay algo en el sonido
propuesto por Aldemaro Romero que “me hace click”. Tal vez sea el ritmo
particular, el esqueleto sobre el que se edifica todo el movimiento, que evoque
algo reconocido por mí como parte de mi herencia musical. Lo cierto es que, sin
tener ni una sola grabación de onda nueva en mi casa, es un sonido familiar y
grato.
Lo pude constatar ayer en el homenaje que le rindió este domingo 18 de agosto la
Orquesta Sinfónica Gran Mariscal de Ayacucho a Aldemaro Romero, un grandioso
espectáculo concebido por Federico Pacaníns. Bajo un cielo que al principio
amenazaba con diluviarnos encima, pero que luego se transmutó en un estupendo
atardecer, unos cuantos miles de personas lo atestiguamos. En un formato que ya
conocíamos de otras experiencias con la banda de jazz latino del CVA, la puesta
en escena nos propuso un viaje cronológico por la vida y obra de Aldemaro, tal
vez (a lo mejor estoy cometiendo una imprudencia, o diciendo una barbaridad) el
músico más universal que ha tenido Venezuela. O, por lo menos, uno de los más conocidos y reconocidos. Desde sus inicios en Valencia,
pasando con su migración a Caracas, donde a fuerza de terquedad e insistencia
fue penetrando en el cerrado y elitesco mundo musical de la capital; luego, su primer momento fulgurante, el de “Dinner
in Caracas”, que lo hizo grabar en Nueva York una placa fundamental, presente en las discotecas particulares más
importantes de Venezuela, en los años 50, y por fin su consagración con el movimiento
que lo hizo trascender, precisamente la onda nueva. Dieciocho canciones fueron
interpretadas esa noche, por seis cantantes que, además de tener grandes
aptitudes vocales, derrocharon escena. De esas piezas, todas las que fueron
compuestas bajo los cánones del nuevo formato eran conocidas por mí. Algunas de
ellas tal vez tendría yo unos treinta
años sin escucharlas, pero las tenía grabadas en algún sector cerebral, pues me
sorprendí tarareándolas.
Hubo algunos momentos bastante significativos, para mí. Uno
de ellos fue propiciado por el guión que sirvió de hilo conductor del
espectáculo, cuando el locutor de turno comentó que Aldemaro Romero se había
presentado en ese mismo escenario, en el año 1956. Me imaginé la apertura de un
portal temporal que comunicaba ambos eventos, que se produjeron con 63 años de
distancia el uno del otro. Quién sabe qué persona habrá estado sentada donde lo
hacía yo en ese momento, en esas gradas que hoy se presentan desgastadas por el
paso del tiempo, pero que en el 56 estaban nuevecitas, con sus mosaicos
completos y recién estrenados, bajo un cielo estrellado, mucho más estrellado que el que pudimos apreciar hoy. También me sorprendió una anticipación que
experimenté: estaba pensando en la pieza “toma lo que te ofrecí” algunos
instantes antes de que fuera interpretada; creo que el terreno se estaba preparando
para ello, y lo intuí. Por último, me pareció muy conmovedora la presencia de
la viuda de Aldemaro, la señora Elizabeth Rossi, quien ofreció unas sentidas
palabras sobre su compañero por dieciocho años.
Mención aparte merece la orquesta. Bajo la eficiente batuta de la directora
Elisa Vegas, brindó una actuación impecable y sentida. El sonido me lució impecable; un aplauso para quienes lo administraron desde la consola.Da gusto escuchar esa
agrupación, compuesta por jóvenes músicos formados en el país. Si en medio de
tantas adversidades podemos disfrutar de espectáculos de tal calidad, es
razonable albergar esperanzas en un futuro promisorio.
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