sábado, 24 de agosto de 2019

Anotaciones del sábado 24 de agosto de 2059



Esa mañana se despertó nostálgico. Algo había soñado, algo que en ese momento no sabía precisar con detalle alguno, pero que le removió los recuerdos más lejanos que guardaba. Tal vez, el haber llegado a la significativa edad de los 40 años, o el cuarto piso con el que lo molestaban sus compañeros de trabajo cada vez que realizaban una teleconferencia, fuera el disparador de esa situación. Ante la perspectiva de un fin de semana sin mayores actividades planificadas, y con pereza para organizar algo de último momento, decidió satisfacer ese impulso con el que lo recibió el día y, luego de consumir el desayuno que halló preparado en la unidad procesadora de alimentos, según las órdenes que había girado la noche anterior, se fue a la terraza techada, en donde le esperaba la tumbona sensorial. Se tendió sobre ella, cerró los ojos, giró las instrucciones mentales correspondientes, y en seguida una película personalizada sobre su vida comenzó a rodar en su mente, conectada en ese momento a la nube. El algoritmo recopiló las miles de imágenes y  textos que consiguió sobre él, en cuestión de segundos y,  tras un breve análisis, compuso una animación de un par de horas, de acuerdo a los parámetros que le habían sido proporcionados: duración, período de la vida a considerar, personas que deberían aparecer, personas que no deberían aparecer, localidades.

Este ejercicio imaginativo futurista se me ocurrió ayer, reflexionando sobre la cantidad de información que guardan las redes sociales sobre nosotros. Cualquier persona que haya nacido a partir de la segunda década del siglo XXI puede tener su vida volcada en los alojamientos de datos empleados por Facebook, Twitter, Instagram, Tinder, y cualquier otra plataforma de intercambio social, dependiendo del grado de interacción de sus padres, en primera instancia, y luego de él mismo. Lo que hacíamos nosotros para averiguar nuestro pasado familiar, o para recrearlo, que era básicamente recurrir a los polvorientos álbumes de fotos, a los carretes de películas super 8, los cartuchos de betamax o vhs, o los cassettes de audio, hoy en día se logra con un dispositivo conectado a internet y unos cuantos clicks. Mi intención no es hurgar en los peligros potenciales que eso involucra, que están muy bien documentados por expertos. Más bien me propongo una reflexión sobre cómo han evolucionado las costumbres y nuestra manera de relacionarnos con el mundo, con el presente y con el pasado, en esta era arropada por la tecnología. Tal vez estemos componiendo en tiempo real la película de nuestras vidas, y la podamos disfrutar, empaquetada, editada y musicalizada, ya en el ocaso de la existencia. O será material de estudio para las futuras generaciones, que tendrán a su disposición un árbol genealógico animado, y podrán conocer a detalle cómo fue la cotidianidad de sus ancestros, comentada en primera persona por ellos mismos.

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