Esa mañana se
despertó nostálgico. Algo había soñado, algo que en ese momento no sabía
precisar con detalle alguno, pero que le removió los recuerdos más lejanos que
guardaba. Tal vez, el haber llegado a la significativa edad de los 40 años, o
el cuarto piso con el que lo molestaban sus compañeros de trabajo cada vez que
realizaban una teleconferencia, fuera el disparador de esa situación. Ante la
perspectiva de un fin de semana sin mayores actividades planificadas, y con
pereza para organizar algo de último momento, decidió satisfacer ese impulso
con el que lo recibió el día y, luego de consumir el desayuno que halló
preparado en la unidad procesadora de alimentos, según las órdenes que había
girado la noche anterior, se fue a la terraza techada, en donde le esperaba la
tumbona sensorial. Se tendió sobre ella, cerró los ojos, giró las instrucciones
mentales correspondientes, y en seguida una película personalizada sobre su
vida comenzó a rodar en su mente, conectada en ese momento a la nube. El
algoritmo recopiló las miles de imágenes y textos que consiguió sobre él, en cuestión de
segundos y, tras un breve análisis,
compuso una animación de un par de horas, de acuerdo a los parámetros que le
habían sido proporcionados: duración, período de la vida a considerar, personas
que deberían aparecer, personas que no deberían aparecer, localidades.
Este ejercicio imaginativo futurista se me ocurrió ayer,
reflexionando sobre la cantidad de información que guardan las redes sociales
sobre nosotros. Cualquier persona que haya nacido a partir de la segunda década
del siglo XXI puede tener su vida volcada en los alojamientos de datos
empleados por Facebook, Twitter, Instagram, Tinder, y cualquier otra plataforma
de intercambio social, dependiendo del grado de interacción de sus padres, en
primera instancia, y luego de él mismo. Lo que hacíamos nosotros para averiguar
nuestro pasado familiar, o para recrearlo, que era básicamente recurrir a los
polvorientos álbumes de fotos, a los carretes de películas super 8, los
cartuchos de betamax o vhs, o los cassettes de audio, hoy en día se logra con
un dispositivo conectado a internet y unos cuantos clicks. Mi intención no es
hurgar en los peligros potenciales que eso involucra, que están muy bien
documentados por expertos. Más bien me propongo una reflexión sobre cómo han evolucionado
las costumbres y nuestra manera de relacionarnos con el mundo, con el presente
y con el pasado, en esta era arropada por la tecnología. Tal vez estemos
componiendo en tiempo real la película de nuestras vidas, y la podamos
disfrutar, empaquetada, editada y musicalizada, ya en el ocaso de la
existencia. O será material de estudio para las futuras generaciones, que
tendrán a su disposición un árbol genealógico animado, y podrán conocer a
detalle cómo fue la cotidianidad de sus ancestros, comentada en primera persona
por ellos mismos.
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