lunes, 5 de agosto de 2019

La pedrada

Mi madre era una persona de carácter, y no descansaba hasta que sus determinaciones llegaran a las últimas consecuencias. Y también creía en el ejemplo como la mejor manera de inculcar los valores y los conocimientos. Recuerdo una oportunidad en la que recurrió a ese expediente para darme una lección de vida. La cuadra en donde vivíamos era una zona de transición entre los resabios provinciales, casi pueblerinos, de Sabana Grande, y la modernidad grandiosa representada por la gran avenida Libertador. Por consiguiente, allí residía todo tipo de personas, de todos los estratos sociales; abundaban los inmigrantes, tanto del interior del país como del exterior. Muchos maracuchos, trujillanos, merideños, además de italianos, españoles y portugueses, habían venido a radicarse en la zona, con su respectiva prole, y la calle se convertía en el crisol que nos terminaba amalgamando. Todos nos conocíamos, en mayor o menor grado. Dentro de esa fauna infantil había una pareja de hermanos, de origen zuliano, que vivían en los altos de Castellino, en la Solano. No se sabía mucho de ellos, pero se sospechaba que no andaban en buenos pasos. Unos malandritos, como se les diría hoy en día. Alguna vez llegaron a compartir con nosotros en unas partidas de beisbol que se llevaban a cabo en el estacionamiento de un edificio que quedaba detrás del nuestro, en la calle Las Flores; en esa ocasión trajeron unos aperos de cátcher que, según ellos, se los había regalado un tío, pero todos sospechábamos que los habían hurtado. El caso fue que poco a poco fueron ensamblando una banda con otros muchachos, y se divertían azotando a sus pares, aprovechando su ventaja numérica. Un día me tocó a mí tener que salir huyendo de ellos. Recuerdo que era un domingo en la tarde, cuando me avistaron en la calle frente a mi casa y comenzaron a perseguirme. Yo tuve el tiempo suficiente para guarecerme detrás de las puertas de vidrio de la entrada a mi edificio, pero a los segundos una pedrada certera dio contra una de las hojas templadas, que se desintegró en miles de cuadritos cristalinos, desparramándose por el piso. Por supuesto no me quedé allí, sino que subí a mi casa, en donde por mi agitación mi madre supuso que algo había pasado. Cuando se lo conté, bajó en seguida a constatar los daños, y entró en cólera. A continuación, tras un breve interrogatorio, me sacó la identidad de los miembros de la banda, y me llevó con ella a sus respectivas casas, a pedir cuentas y encarar a los muchachos. Recuerdo dos de esas visitas: la primera fue en el edificio Davolca, en la calle Negrín, en donde no nos fue posible dar con el indiciado. De mala manera la persona que nos abrió la puerta nos dijo que no veía a su hijo desde la mañana, y nos invitó a desaparecer. En la segunda nos fue mejor. Fue en la casa del menor de los bandoleros, un chiquillo apenas, que vivía en un edificio en la esquina de la Solano con Los Jabillos, que luego fue derrumbado. Fue una de las situaciones más penosas que recuerdo en mi primera juventud. Una escena que en mi imaginación parecía salida de las páginas de alguna novela de Dickens, autor del que había leído algo por entonces. Nos abrió la puerta de la humilde casa un caballero español; un anciano encorvado, de barba, bastón y pantuflas, quien nos preguntó qué nos había hecho llegar hasta su hogar. En ese instante pudimos ver el interior de la morada: un lugar algo lúgubre, escasamente iluminado, de exiguo y desvencijado mobiliario. Mi madre le explicó la situación, y en la cara del señor se dibujó una mueca de decepción e incredulidad. Acto seguido llamó a su nieto, que estaba en alguno de los recodos del apartamento. Este se acercó temeroso, y al verme no tuvo el nervio necesario para negar su participación en el hecho. La tristeza de la mirada de su abuelo me quedó registrada en la memoria. Creo que hasta mi madre se ablandó, al ver la precariedad de la situación de esa familia, y tras intercambiar algunas palabras con el anciano, decidió dejar las cosas hasta allí, en lo que respectaba a ellos. A los “malandros mayores” no nos fue posible localizarlos, según recuerdo. Se desaparecieron de la zona, por meses. Estuvimos un par de semanas sin una de las puertas en el edificio, hasta que el condominio la reemplazó por otra, que nunca fue igual a la original, y desentonaba ligeramente con su compañera, como para recordarme ese episodio durante todo el tiempo que continué viviendo en ese edificio.

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