lunes, 20 de agosto de 2018

Pulp fiction

Mi única salida de ayer fue el inevitable paseo con las perras. Las calles que transito habitualmente son bastante tranquilas, con muy poco vehículo circulando. Pero ayer la soledad alcanzaba proporciones de pueblo fantasma. En el camino de ida ni un solo carro me pasó por el lado. De regreso, hubo una excepción. Una camioneta Explorer, del año, aminoró su paso cuando pasaba cerca de mí; bajó el vidrio del copiloto y éste me preguntó, sin fórmula de saludo previa: "¿Por dónde llegamos a la calle 12?" En esa fracción de tiempo que transcurrió entre la bajada del vidrio y la pregunta escueta, pude ver a los ocupantes del carro. No cuadraban con el lujo de la Explorer, por decirlo de una manera amable. Le di las indicaciones, y el conductor retrocedió lentamente hasta una bocacalle cercana para dar la vuelta, pues su destino quedaba en la dirección opuesta a la que lllevaban. A medida que eso pasaba, en la mente se me formaron varias teorías. Tal vez le había mandado la muerte a alguien, pues mis lacónicos interlocutores eran dos sicarios ubicando el lugar de un encargo, que en el camino venían hablando sobre las hamburguesas de McDonald's. Luego pensé en la posibilidad de que, en su afán de no dejar testigos, me hubiesen incrustado un balazo en algún lugar vital de mi anatomía, con un revólver provisto de silenciador para no despertar alarmas. Me imaginé agonizando en medio de un charco de sangre, las perras confundidas sin saber qué hacer, la vida escapando de mi cuerpo. Mientras pasaba esa película por mi cerebro, la camioneta se perdió de mi vista, rumbo a su destino en la calle 12.

sábado, 11 de agosto de 2018

La polenta

Aprovechando que hace un par de días conseguí harina de maíz amarillo en el supermercado, hoy al mediodía hice polenta para acompañar al almuerzo. Mientras la estaba preparando -requiere de un proceso fácil pero laborioso, debe ser removida constantemente con la paleta de madera por un largo rato- recordé una carta que me tocó examinar cuando estaba levantando la información para mi libro "La puerta que se cierra". Esa carta, llegada a casa unas cuantas semanas luego del fallecimiento de mi abuela, narraba con mucho detalle su último día. En particular, este pasaje: "Mamá (quien escribe es una tía) estaba pasando la tarde en casa. Cuando comenzó a anochecer decidió ir a su hogar pero, al pasar por la cocina, vio la polenta en el fuego y cambió de idea. Quiso quedarse a cenar con nosotros". Al par de horas se sintió mal y tuvo un infarto masivo, que no pudo superar. Uno de sus últimos actos estuvo ligado con el hecho gastronómico que, más de cincuenta años después y a 10.000 Km de distancia, repito cada tanto, como uno de los últimos bastiones de mi italianidad.

miércoles, 1 de agosto de 2018

Pasión país: charla sobre Caracas, la ciudad por vivir

Ayer asistimos a la charla sobre cómo se puede entender, planificar y gestionar una urbe tan compleja como Caracas, en el marco de la iniciativa “Pasión País” de la Escuela de Ideas, liderada por Inés Muñoz Aguirre y Mariam Krasner. Estuvieron como ponentes invitados la urbanista Zulma Bolívar y el decano de la facultad de Arquitectura de la UCV, Gustavo Izaguirre. A pesar de lo complicado que resultó el día, el evento pudo llevarse a cabo con normalidad y muy buena asistencia de público. Aunque se tocaron temas bastante técnicos, la charla fluyó amenamente, y permitió encauzar variadas reflexiones e inquietudes en la concurrencia, que fueron ventiladas al final de la charla.

Aunque yo no intervine –no suelo hacerlo en eventos, prefiero el diálogo directo, sin espectadores– sí tuve mi propia reflexión. Y fue en este sentido: Todos quienes habitamos este valle nos sentimos, y nos llamamos, caraqueños. Pero, ¿cuánto conocemos en realidad de la ciudad? ¿Qué porcentaje de su territorio es nuestro pateadero habitual? Hablo por mí: muy poco, en realidad. Soy habitante de una parcela minúscula de esta urbe, y cuando salgo de ella me dirijo a muy pocos lugares, bastante puntuales, y por lo general situados al este de Plaza Venezuela. Claro que he ido al centro, al oeste, al sur, pero en muy contadas, y lejanas en el tiempo, veces. La razón inmediata que se me ocurre es que no tengo nada que buscar en esos sitios. Pero es una muy pobre razón, en el fondo. Hay lugares que deberían ser visitados con asiduidad. El casco histórico –lo que queda de él, lamentablemente –; los parques; los museos; los teatros;  los bulevares antiguos y modernos. Cuando lo he hecho me he sentido gratificado, y me he preguntado por qué no lo haría más a menudo.

Hace poco, el día del cumpleaños de Caracas, publiqué en mi muro de Facebook una memoria de juventud, que voy a reproducir aquí: “Recuerdo la primera vez que fui al centro de Caracas solo, por mis propios medios. Bueno, no propiamente solo, pero sin compañía de adultos. Éramos tres, estábamos tal vez en el tercer año de bachillerato, y teníamos vacaciones. Tomamos el autobús en los bajos de la avenida Libertador, donde vivíamos. Uno que anunciaba Carmelitas como destino final. Lo abordamos y comenzó la travesía por esa larga calle que al final empalmó con la Andrés Bello. Yo iba pegado de la ventana, observando. Al llegar a la Urdaneta, lo que me llamó la atención fue el piso de las aceras, con su diseño ondulado blanquinegro. Nos bajamos en el cruce con la Fuerzas Armadas (en ese momento la nomenclatura de las vías era desconocida para mí, sin embargo), y proseguimos a pie. Era un turista en mi propia ciudad. Todo era nuevo, para mí. Visitamos algunas iglesias, y recalamos en la Plaza Bolívar. Yo, que en ese momento había visto muy poquito mundo, experimenté un mínimo síndrome de Stendhal. Tal vez en ese momento fue que comenzó mi real enamoramiento con la ciudad”.

Y es así: uno puede ser turista en la ciudad donde nació, sobre todo si se trata de una metrópolis del tamaño de Caracas. Deberíamos dar el paso siguiente: pasar de ser turistas a habitantes, con todo lo que esa palabra conlleva. Ejercer a cabalidad la ciudanía. Usar los espacios públicos, opinar sobre las políticas urbanas, proponer mejoras y criticar lo que a nuestro juicio está mal. Dejar de ser moradores pasivos, y asumir el protagonismo. A fin de cuentas, es nuestra ciudad, y deberíamos proponernos el objetivo de verla en mejores condiciones de las que está ahora.