viernes, 27 de julio de 2018

Guaica, el poeta

El primer poeta que conocí en mi vida fue Guaicaipuro Rodríguez, conocido por todos como Guaica. En ese momento yo tenía dieciocho o diecinueve años, y naufragaba lentamente en una carrera universitaria cuyos días estaban contados. Ocurrió de manera casual, como casi todo lo memorable en la vida. Unos amigos comunes me lo presentaron, parece que le caí en gracia, y muy pronto llegué a ser parte de su “entourage”.

Guaica no sabía estar solo, y se especializaba en reclutar mascotas para que, después de someterlas a un descoñetamiento riguroso, pudieran enfrentarse con cierto éxito a la vida. O por lo menos eso decía. En esa época él tenía unos treinta y cuatro años, y un camión de anécdotas al uso, para cualquier ocasión. No le conocí obra escrita, pero, según me enteré, había ganado más de un concurso literario con su lenguaje. Era, eso sí, un orador excelso, y podía utilizar como tarima el capó de un carro estacionado en el callejón de la puñalada, abriendo su perorata con un “¡Colombianos!”, a la usanza de Bolívar. Aunque su hábitat natural estaba poblado por gente de la izquierda, creo que en el fondo él los despreciaba un poco, y se burlaba de soslayo de sus delirios revolucionarios. Apreciaba la buena vida, a pesar de haber nacido en una familia algo pobre y afincada en la ruralidad del interior de Venezuela. Todo esto lo fui sabiendo de a poco, mientras me fui internando en las intimidades que solía asomar durante sus charlas.

Dije que Guaica no tiene obra escrita conocida; tal vez eso sea una inexactitud. Una vez me permitió hurgar una parte de su museo de servilletas. En esos trozos de papel está el verdadero Guaica: no el artificioso maestro de ceremonias que era el centro de atracción cada vez que se dejaba ver en público, impostado, de una intelectualidad estudiada para lograr un determinado efecto en su audiencia; no, en esas servilletas Guaica, sin falsos pudores, descubre su vida interior, sus luces y sus sombras.

Una noche, no sé muy bien cómo, terminé en el asiento trasero del Mustang de una muchacha espectacular, que tenía ojos solo para Guaica. Esa noche fue loquísima: comenzó con una parada en la autopista, al pie de la estatua de Maria Lionza, a la cual Guaica le ajustó el sostén de Graciela (me parece que se llamaba así la mujer, pero ha pasado tanto); tras una serie de acontecimientos bastante disparatados, fragmentarios como un rompecabezas al que le faltan algunas piezas en mis recuerdos, terminó en un paseo a la playa, todos amanecidos, pero extrañamente lúcidos. Guaica el primero, manejando el carro de Graciela con el índice de su mano izquierda. La dulce locura. 

Creo que es normal que un muchacho de diecinueve años, con debilidad por la literatura, se deje deslumbrar por un personaje así. Luego, al crecer, comencé a verle las costuras, a saberle los trucos, a hallarle contradicciones en las diferentes versiones de los derrapes que decía haber presenciado. Pero uno aprende a perdonar esas cosas. Hoy, Guaica vive en mi biblioteca. Sigue teniendo los mismos treinta y cuatro años, aunque las canas digan lo contrario. Y me sigue diciendo poeta, aunque yo de poeta no tenga absolutamente nada.

miércoles, 25 de julio de 2018

Stendhal en Caracas

Recuerdo la primera vez que fui al centro de Caracas solo, por mis propios medios. Bueno, no propiamente solo, pero sin compañía de adultos. Éramos tres, estábamos tal vez en el tercer año de bachillerato, y teníamos vacaciones. Tomamos el autobús en los bajos de la avenida Libertador, donde vivíamos. Uno que anunciaba Carmelitas como destino final. Lo abordamos y comenzó la travesía por esa larga calle que al final empalmó con la Andrés Bello. Yo iba pegado de la ventana, observando. Al llegar a la Urdaneta, lo que me llamó la atención fue el piso de las aceras, con su diseño ondulado blanquinegro. Nos bajamos en el cruce con la Fuerzas Armadas (en ese momento la nomenclatura de las vías era desconocida para mí, sin embargo), y proseguimos a pie. Era un turista en mi propia ciudad. Todo era nuevo, para mí. Visitamos algunas iglesias, y recalamos en la Plaza Bolívar. Yo, que en ese momento había visto muy poquito mundo, experimenté un mínimo síndrome de Stendhal. Tal vez en ese momento fue que comenzó mi real enamoramiento con la ciudad.

Los vasos comunicantes


A veces, en mis lecturas en diversos medios, me encuentro con algunas coincidencias curiosas, ya sea en temas, imágenes, personajes o circunstancias. Me acaba de pasar esta mañana, por ejemplo. Ayer terminé de leer “Kitchen confidential”, de Anthony Burdain, y comencé “Los días animales” de Keila Vall de la Ville. Son dos libros que pudiéramos catalogar como testimoniales, aunque el de Keila es, formalmente, una novela. De temática totalmente distinta, pues Burdain habla de su pasión por la gastronomía mientras que Keila se enfoca en el montañismo como hilo conductor de su libro. En un pasaje, ella describe a detalle las heridas causadas por la actividad de escalada en sus manos: ampollas, llagas, callos; cicatrices producidas por el contacto con las rocas que le permiten el ascenso hacia la cumbre que planea conquistar, y que son testigos tangibles de su vivencia. Había leído casi exactamente lo mismo en el de Bourdain: en una parte de su libro, también nos ofrece un detallado panorama de sus manos, callosas por los cuchillos, ampolladas por salpicaduras de frituras, quemadas por el calor de las hornillas. Manos de cocinero, como constata con orgullo. Allí estaba el pasadizo entre dos libros en apariencia totalmente diferentes, y yo fui el espeleólogo que lo descubrió. Las manos son el vínculo. Las manos materializan los anhelos de ambos escritores, y también cargan con las consecuencias.