El primer poeta que conocí en mi vida fue Guaicaipuro
Rodríguez, conocido por todos como Guaica. En ese momento yo tenía dieciocho o diecinueve años, y
naufragaba lentamente en una carrera universitaria cuyos días estaban contados.
Ocurrió de manera casual, como casi todo lo memorable en la vida. Unos
amigos comunes me lo presentaron, parece que le caí en gracia, y muy pronto llegué a ser parte de su “entourage”.
Guaica no sabía estar solo, y se especializaba en reclutar
mascotas para que, después de someterlas a un descoñetamiento riguroso, pudieran
enfrentarse con cierto éxito a la vida. O por lo menos eso decía. En esa época
él tenía unos treinta y cuatro años, y un camión de anécdotas al uso, para
cualquier ocasión. No le conocí obra escrita, pero, según me enteré, había ganado más de un concurso literario con
su lenguaje. Era, eso sí, un orador excelso, y podía utilizar como tarima el
capó de un carro estacionado en el callejón de la puñalada, abriendo su
perorata con un “¡Colombianos!”, a la usanza de Bolívar. Aunque su hábitat
natural estaba poblado por gente de la izquierda, creo que en el fondo él los
despreciaba un poco, y se burlaba de soslayo de sus delirios revolucionarios.
Apreciaba la buena vida, a pesar de haber nacido en una familia algo pobre y
afincada en la ruralidad del interior de Venezuela. Todo esto lo fui sabiendo
de a poco, mientras me fui internando en las intimidades que solía asomar
durante sus charlas.
Dije que Guaica no tiene obra escrita conocida; tal vez eso sea una inexactitud. Una vez me permitió hurgar una parte de su museo de servilletas. En esos trozos de papel está el verdadero Guaica: no el artificioso maestro de ceremonias que era el centro de atracción cada vez que se dejaba ver en público, impostado, de una intelectualidad estudiada para lograr un determinado efecto en su audiencia; no, en esas servilletas Guaica, sin falsos pudores, descubre su vida interior, sus luces y sus sombras.
Dije que Guaica no tiene obra escrita conocida; tal vez eso sea una inexactitud. Una vez me permitió hurgar una parte de su museo de servilletas. En esos trozos de papel está el verdadero Guaica: no el artificioso maestro de ceremonias que era el centro de atracción cada vez que se dejaba ver en público, impostado, de una intelectualidad estudiada para lograr un determinado efecto en su audiencia; no, en esas servilletas Guaica, sin falsos pudores, descubre su vida interior, sus luces y sus sombras.
Una noche, no sé muy bien cómo, terminé en el asiento
trasero del Mustang de una muchacha espectacular, que tenía ojos solo para
Guaica. Esa noche fue loquísima: comenzó con una parada en la autopista, al pie
de la estatua de Maria Lionza, a la cual Guaica le ajustó el sostén de Graciela
(me parece que se llamaba así la mujer, pero ha pasado tanto); tras una serie de acontecimientos bastante disparatados, fragmentarios como un rompecabezas al que le faltan algunas piezas en mis recuerdos, terminó en un
paseo a la playa, todos amanecidos, pero extrañamente lúcidos. Guaica el
primero, manejando el carro de Graciela con el índice de su mano izquierda. La dulce locura.
Creo que es normal que un muchacho de diecinueve años, con debilidad
por la literatura, se deje deslumbrar por un personaje así. Luego, al crecer,
comencé a verle las costuras, a saberle los trucos, a hallarle contradicciones
en las diferentes versiones de los derrapes que decía haber presenciado. Pero
uno aprende a perdonar esas cosas. Hoy, Guaica vive en mi biblioteca. Sigue
teniendo los mismos treinta y cuatro años, aunque las canas digan lo contrario.
Y me sigue diciendo poeta, aunque yo de poeta no tenga absolutamente nada.
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