domingo, 29 de abril de 2018

La soledad del domingo por la mañana

Caminar por Caracas en las horas tempranas del domingo es una experiencia solitaria. Sobre todo por las calles internas de una urbanización. Apenas uno se distancia de la avenida principal, la preminente presencia es la del silencio. No se oye más que el eventual ladrido de un perro, un carro desplazándose con tranquilidad de tanto en tanto, o alguna conversación en los pisos bajos de los edificios. La sensación es la de una ciudad desierta; a esto ayuda la ausencia de comercios prestando servicios. Hasta el reloj de la plaza está detenido en unas improbables 4:35, que no sabemos si fueron AM o PM. Casi nadie transita las vías, salvo algún residente de la zona, en pantuflas, acompañando a su mascota en su desahogo matutino, y esa figura triste que ya se ha vuelto parte del paisaje: el hombre que, con un morral al hombro, registra los contenedores de basura en búsqueda de los desperdicios de la semana. El que tengo al frente tuvo la fortuna de ser el primero en llegar, y por la cantidad de cosas que extrae parece haber tenido la suerte del madrugador. 
En mi deambular paso por el frente de un restaurant que proclama ofrecer una experiencia igual a la de la casa de uno, pero en la lista ningún precio baja de los siete dígitos; no sé en las demás, pero en mi casa todavía se puede comer un poco más económico.
Llego a una panadería, la única que presenta actividad en la zona, pero todavía no abre. Espero junto a otras dos o tres personas, que se preguntan si habrá salido pan. Ese no es mi motivo; yo voy por café. Transcurren si acaso unos cinco minutos, y el encargado de la puerta la abre. Todos titubeamos antes de entrar; parece que ninguno quiere ser el primero. Por fin lo hacemos, y cada quien se dirige al mostrador de su interés. Yo apunto decidido al de la cafetería, pero la dependiente me informa que la máquina todavía no ha alcanzado la presión necesaria, y que harán falta unos quince minutos más. Por mucho que el cuerpo me pida café, no tengo intenciones de esperar ese tiempo, así que me marcho a ver si corro con mejor suerte en otro lugar. Pregunto la hora, ya que ando sin ningún dispositivo encima que me la indique. Son las 7:15 AM.

viernes, 20 de abril de 2018

La historia de César

En estos días me acordé de César Montenegro. A pesar de parecer un nombre inventado para alguna telenovela, este César existió realmente, y lo conocí cuando estaba gerenciando un proyecto de migración de plataformas en una empresa de seguros. Lo subcontraté como analista programador, por su experiencia tanto en la plataforma como del negocio, ya que venía de trabajar en una compañía aseguradora que no soportó la crisis financiera de los 90: quebró, y sus activos fueron absorbidos por FOGADE. Esto que narro ocurrió a comienzos del siglo XXI, tal vez en 2003 o 2004 como mucho. César era un hombre algo mayor que yo, casado, con un hijo a punto de entrar a la universidad. Muy educado y respetuoso, tal vez no era el mejor en su profesión pero suplía sus carencias con escrupulosidad en su desempeño. Tenía una gran preocupación: al quebrar su antiguo empleador, le quedaron debiendo la liquidación, tanto a él como a el resto del personal. Hicieron toda la presión que estuvo a su alcance, hasta que por fin contrataron a un reputado jurista para que los representara en la querella. César, por esos días, pasaba de un estado de alegría a uno de frustración con gran facilidad, dependiendo de las noticias que recibía sobre el asunto. Un día, sin embargo, su preocupación pasó a ser otra. Unos meses atrás había comenzado a manifestar una leve cojera, causada por un dolor en la rodilla. No le paró mucho, al principio, pero llegó un momento en que comenzó a ser inaguantable el dolor, y fue al médico. El diagnóstico fue devastador: tenía cáncer. Lamentablemente no fue mucho lo que se pudo hacer por él; estaba contratado a destajo, no tenía seguridad social, y ya no podría trabajar pues debía someterse a los tratamientos usuales de quimio y radio. No supe más de él, hasta que me enteré de su cruel destino: primero le cercenaron la pierna, y poco tiempo después falleció. Murió sin recibir la satisfacción de haber obtenido la liquidación justa que le tocaba, entre otras cosas. El abogado que los representaba no les cumplió. Ah, un detalle final. Ese abogado era Hermann Escarrá.

jueves, 5 de abril de 2018

Vermicelli de domingo noche

Entonces montamos una olla con agua suficiente al fuego. Simultáneamente sofreímos unos cuantos ajos, agregamos unos tomates picados en cuatro, en cuatro, sal al gusto, esperamos que los tomates cedan su turgencia al calor del sartén, procesamos todo en la licuadora, regresamos al sartén - que no habremos despegado de la hornilla - el contenido de la licuadora, y esperamos que espese. Malo sería que no hubiera hervido el agua todavía, pero como estamos en estado de gracia eso no va a suceder. Salamos sin tacañería el agua hirviente, que quede así, salobre como un mar ligero del trópico. Seleccionamos unos 250 grs. de vermicelli, y los ponemos a nadar en el mar que fabricamos en la olla, durante unos seis o siete minutos. Al cabo de ese tiempo rescatamos los vermicelli como si fueran náufragos de una catástrofe marítima, los colamos escrupulosamente, los devolvemos a la olla, y le vaciamos encima la salsa, que estaba terminando de cocerse en el fogón. Mezclamos todo a conciencia, y nos sentamos frente a frente, con el cuenco del queso rallado de por medio, a consumar una cena que no por improvisada deja de ser confortante.