miércoles, 30 de octubre de 2019

De pañuelos y de gripes


Hoy tuve una epifanía. No fue una gran revelación, ni mucho menos. Fue una pequeña epifanía, una epifanía de miércoles, digamos. Es más, ahora que lo pienso mejor, me doy cuenta de que no fue una epifanía, sino una constatación imprevista, una curiosidad se le puede decir. El caso es que hoy caí en cuenta de que nunca, en lo que tengo de vida, he comprado un pañuelo para mí. Para otra gente, seguramente: los pañuelos son un gran regalo-comodín, un objeto que todo el mundo necesita, que no tiene talla, que a lo sumo tiene tres o cuatro grandes subdivisiones: niña-niño-mujer-hombre, y que no deja mal parado a nadie, salvo demostrar su gran ausencia de originalidad. Es el regalo ideal para alguien con quien se tiene cierto compromiso, pero no la confianza suficiente como para conocerle los gustos; por ejemplo, es el obsequio de elección para el futuro suegro, en la primera navidad a la que se es invitado a la mesa familiar la noche del 24. Mi suegro tuvo cuatro yernos, así que debe haber tenido una buena colección de pañuelos. Como para toda una vida.

Volviendo a mí, me he comprado muchas cosas de uso indispensable: ropa interior, medias, paraguas, impermeables. Hasta una plumafuente con su respectiva botella de tinta Pélican azul cobalto me he comprado. Pero pañuelos, jamás. En casa hay una gaveta en la cómoda en donde reposa una cantidad indeterminada de ellos, pero no tengo la menor idea de cómo pueden haber llegado allí. Supongo que algunos vienen de épocas lejanas, tal vez desde que hice maletas para abandonar la casa materna e ir a montar la mía propia, mientras que otros son producto de algún cumpleaños o de alguna navidad. Hay de varios modelos y estados de conservación, algunos ya francamente impresentables y que en cualquier momento van a parar al cesto de la basura, otros bastante nuevos. En ninguno de ellos aparece mi monograma, como he visto algunas veces cuando un colega extrae el suyo para secarse la frente y lo deja ver al descuido. Los míos son pañuelos comunes, de tela a rayas por lo general, sin mayores adornos. Es que, para sonarse la nariz, no hace falta mayor charm. Todo esto viene a cuento porque desde esta mañana ando rodeado de pañuelos, debido a que me ha agarrado una gripe que me tiene a la nariz como grifo mal cerrado, producto seguramente de estas lluvias impertinentes que nos acompañan cada tarde, en lo que va de octubre.

lunes, 28 de octubre de 2019

Una pareja, al atardecer

Había detenido las caminatas con la perra, por decisión de ella. Parece haber perdido el gusto de pasear, luego de la ausencia de su compañera. Ayer intentamos nuevamente hacerlo, y estuvo extrañamente entusiasmada por ello, así que volvimos a transitar las antiguas rutas. Era cerca de la hora del ocaso, y el atardecer se anunciaba dramático, con una acumulación de nubes hacia el poniente que se teñían de púrpuras, rosados y anaranjados. En un recodo del camino, en donde se abre una especie de valle desprovisto de obstáculos visuales y que permite apreciar una estupenda vista hacia el oeste, vimos aparcada una moticicleta, de esas inspiradas en las antiguas Harley, y un poco más allá, sentados en la grama, a dos jóvenes, ella de larga cabellera, él de barbita incipiente, ambos con indumentaria motera, con abundante cuero, flecos y tachones de metal, tomados de las manos y observando embelesados el espectáculo del cielo. Les pasamos al lado, continuamos caminando un rato, y emprendimos el regreso desandando el camino. Cuando volvimos a pasar cerca de la pareja de motociclistas pude, como curioso impenitente que soy, detallar mejor la escena, y vi que sobre el asiento trasero de la motocicleta estaba un morral que semejaba un peluche, esponjoso, de colores pastel, y una bolsa con una mano de cambures.

sábado, 19 de octubre de 2019

Mis primeras utilidades


El año de la primera crisis económica ocurrida en la era democrática, que comenzó al caer la dictadura de Pérez Jiménez, el año del famoso viernes negro, ese infausto 1983 en el que reventó la burbuja del dólar a 4,30, coincidió con la culminación de mis estudios en el IUT-RC. Junto con la desaparición del dólar barato, más precisamente gracias a ella, desaparecieron también los planes que me habían hecho ingresar a ese tecnológico en particular, que ofrecía la posibilidad –a los mejores estudiantes de cada cohorte, claro está– de continuar los estudios en Francia, en una suerte de especialización, dado el convenio que mantenía esa institución con el Estado francés. La debacle económica se llevó al diablo el convenio, así que me tuve que resignar a ejercer profesionalmente con los conocimientos que había adquirido en el instituto. Que no eran malos, honestamente. Para ser un tecnológico, los egresados salían a competir sin mucha desventaja con los graduados de las mejores universidades nacionales, públicas y privadas, que ofrecían carreras relacionadas con la ciencia de la computación.
Pero, antes de recibir el título que me acreditaría como técnico superior universitario en informática, tenía que demostrar en la práctica que poseía las competencias necesarias para ello, mediante una pasantía en una empresa real. La fortuna me llevó a ocupar una de las cuatro plazas que dispuso para los estudiantes del IUT una de las mayores compañías consultoras en computación para la época, la celebérrima Empresa Nacional de Informática, Administración y Control, mejor conocida como ENIAC. Por supuesto que su nombre había sido escogido a propósito para que su acrónimo coincidiera con el del primer computador digno de ese nombre. Era la primera vez que ENIAC se arriesgaba de esa manera, ya que su cantera natural era la UCV, en dónde hacían vida, tanto como estudiantes como profesores, los tres socios mayoritarios de la firma, y de allí nutrían la nómina de su empresa, con los estudiantes más aventajados de los últimos semestres de la carrera. Pero ese año, gracias a las gestiones de uno de nuestros profesores, el muy francés Frank Cónsola, accedieron a darle una oportunidad al IUT. Seríamos una especie de ratas de laboratorio, entonces; tendríamos sobre nuestras cabezas la responsabilidad de dejar el nombre de nuestro instituto en alto, como nos los remachó el profesor que nos había conseguido el chance.
A pesar de haber pasado casi cuatro décadas, recuerdo mi primer día en ENIAC con alguna claridad. Dado que no conocía las facilidades de estacionamiento en la zona donde tenía su sede en ese momento, en el edificio Valores, a un costado de la Plaza Urdaneta, mejor conocida como La Candelaria, en plena avenida Urdaneta, pensé que sería más prudente ir ese primer día en Metro. En aquel momento el subterráneo tenía meses de haber sido inaugurado, y era una especie de servicio de lujo, muy novedoso todavía, por lo que no constituyó ningún sacrificio utilizarlo, salvo por las dos breves caminatas, de mi casa a la estación de Sabana Grande y de la estación de Parque Carabobo al edificio Valores, unas cuantas cuadras en total. Dada mi habitual tendencia a la puntualidad, máxime en ese importante “primer día”, tomé todas las previsiones necesarias para estar a tiempo, cosa que logré al llegar al Valores unos quince minutos antes, los cuales aproveché para tomar un café en la arepera de la planta baja, que tenía a la vista los rellenos más extravagantes y variados para arepas, entre los que destacaban el salpicón de mariscos y las orejitas de cochino, con pelo.
ENIAC, a pesar de todo su prestigio, en esos días era una suerte de pulpería de la informática. Esa oficina no destilaba el glamour aséptico que el imaginario legado por las series de televisión y las películas pretendía, con respecto a los ambientes destinados al procesamiento de datos. Más bien parecía el taller de algún artesano intelectual, con gran profusión de libros, mucha madera, y un desorden bien organizado. Estábamos en plena transición de la computación tradicional, aquella de los enormes “mainframes”, a la era de la computación personal. ENIAC había comprendido a cabalidad ese período histórico, así que se movía en ambos frentes, y representaba en el país a todo bicho de uña, norteamericano o europeo, que desarrollara software para alguno de esos ambientes. La planta física de la oficina contemplaba una pequeña recepción, tradicional, de escritorio de fórmica y unas cuantas sillas de espera al frente; una salita a mano derecha, de usos múltiples, en donde se impartían cursos corporativos o se probaban las novedades que de tanto en tanto llevaban los socios –vi allí por primera vez funcionando un plotter, y una computadora personal marca NCR, tal vez una competidora de las XT, entre otras maravillas tecnológicas–. A mano izquierda estaba situado el cuarto destinado al servidor, un enorme aparato IBM que estaba configurado para correr dos sistemas operativos simultáneamente, y varios escritorios con terminales conectados a él. Además, estaba el único procesador de palabras de la oficina, marca WANG, con su monitor, teclado, impresora y una unidad de disco duro, del tamaño de un horno de microondas y 10 megabytes de capacidad. Y, por supuesto, el árbol de las corbatas: un perchero del cual colgaban una veintena de esos accesorios, de los más variados modelos, colores y pintas. Un poco más adelante se nos aclararía la función de ese curioso objeto, que parecía un árbol de navidad temático.
Nos dieron la bienvenida a los cuatro pichones de computistas los tres socios en conjunto: Roger Bonet, Roberto Albánez y Jaime Fontecillas. En una brevísima inducción nos hablaron de la empresa, de su estructura, sus clientes, su filosofía, y nos hicieron entender que allí se iba a trabajar duro y no a perder el tiempo. Siempre habría algo que hacer, así fuera estudiar un nuevo software, instalar un dispositivo donde un cliente, o impartir algún curso. No había posibilidades de tiempos muertos, por supuesto. Luego,  pasaron a indicarnos nuestros respectivos proyectos: a dos de los compañeros les asignaron el diseño de un software para una agencia de viajes; a otro, ingresar a un equipo dedicado al desarrollo de una aplicación para Lagoven; a mí, en cambio, me designaron para que programara un sistema para la interpretación de encuestas realizadas por la empresa Gallup, mediante un novedoso lenguaje de quinta generación, del cual había adquirido la representación ENIAC durante esos días: se denominaba RAMIS IV, y prometía revolucionar el negocio gracias a su cambio de paradigma. El enfoque del producto era, sí, bastante revolucionario: uno le decía el “qué”, y el software determinaba el “cómo”. Es decir, en teoría uno se desentendía de todos los aspectos fastidiosos de la programación, y se enfocaba en las especificaciones de alto nivel, y luego el lenguaje escribía todo el código necesario. Eso venía siendo algo así como el Santo Grial para los programadores, y me sentí sumamente afortunado por haber sido el elegido para ese proyecto. Además, había un aliciente adicional: la pasantía era con honorarios, 1.500 Bs por mes, así que además de la oportunidad laboral teníamos algo de flujo de caja.
ENIAC fue una espléndida empresa para iniciar en la carrera. Con su “mix” de personal experto y caballos de batalla jojoticos, como nosotros, atendía a una cartera de clientes entre los que destacaban los nombres de las cuatro grandes de la industria petrolera en aquel momento: Lagoven, Corpoven, Maraven y la propia PDVSA, que todavía no se habían fusionado en la gran corporación que mantuvo el nombre de la última mencionada. También atendían al sector bancario, y al industrial. Todo ello constituía para nosotros una gran vitrina, en la cual teníamos la oportunidad de mostrarnos y demostrar nuestras habilidades en el campo de la informática, con miras al futuro, puesto que no teníamos intenciones de hacer carrera allí. Ahora me cuestiono un poco esa visión, y no sé si fue la mejor decisión. Ya es fútil especular sobre esos temas, claro. Pero me estoy adelantando: nuestro período de pasantías era como las ofertas de los grandes almacenes, por tiempo limitado. Tal vez un par de meses; ahora no recuerdo bien. Al llegar al momento cumbre, todos los cuatro estábamos bastante nerviosos y ansiosos por saber si alguno se iba a quedar en la empresa, luego de ese período de prueba que terminó siendo la pasantía. Habíamos cumplido con solvencia nuestras asignaciones, pero no sabíamos qué pasaba por las mentes de los socios.
Un día nos fueron llamando uno a uno para comunicarnos su veredicto. La sorpresa fue que nos ofrecieron empleo a todos. Con el mismo sueldo: 4.000 Bs, que de no haber mediado el viernes negro hubiesen sido casi mil dólares. De todas maneras no era para nada un mal sueldo, para ese momento. El cambio estaba entre los seis y los siete Bs. por dólar, así que nos embolsillábamos el equivalente a unos 600 dólares cada mes, una cantidad exorbitante para quienes un par de meses atrás éramos unos estudiantes mantenidos por nuestros padres. Lo divertido fue que nuestra primera quincena cayó justo en diciembre, y nos pagaron, además del sueldo, las utilidades a cuenta del período de pasantía. Esas utilidades, sumamente pobres obviamente, nos permitieron, no obstante, darnos un almuerzo con todos los juguetes en un sitio que estaba de moda en esos tiempos, el Floridita, situado en la torre La Previsora. Corrieron con generosidad mojitos, congrí, masitas de puerco, y otras especialidades cubanas durante esa tarde memorable, que selló nuestro ingreso oficial al mundo corporativo. O, por lo menos, eso era lo que pensábamos en aquel momento.