Hoy
tuve una epifanía. No fue una gran revelación, ni mucho menos. Fue una pequeña
epifanía, una epifanía de miércoles, digamos. Es más, ahora que lo pienso
mejor, me doy cuenta de que no fue una epifanía, sino una constatación imprevista,
una curiosidad se le puede decir. El caso es que hoy caí en cuenta de que
nunca, en lo que tengo de vida, he comprado un pañuelo para mí. Para otra
gente, seguramente: los pañuelos son un gran regalo-comodín, un objeto que todo
el mundo necesita, que no tiene talla, que a lo sumo tiene tres o cuatro grandes
subdivisiones: niña-niño-mujer-hombre, y que no deja mal parado a nadie, salvo
demostrar su gran ausencia de originalidad. Es el regalo ideal para alguien con
quien se tiene cierto compromiso, pero no la confianza suficiente como para
conocerle los gustos; por ejemplo, es el obsequio de elección para el futuro
suegro, en la primera navidad a la que se es invitado a la mesa familiar la
noche del 24. Mi suegro tuvo cuatro yernos, así que debe haber tenido una buena
colección de pañuelos. Como para toda una vida.
Volviendo
a mí, me he comprado muchas cosas de uso indispensable: ropa interior, medias,
paraguas, impermeables. Hasta una plumafuente con su respectiva botella de
tinta Pélican azul cobalto me he comprado. Pero pañuelos, jamás. En casa hay
una gaveta en la cómoda en donde reposa una cantidad indeterminada de ellos,
pero no tengo la menor idea de cómo pueden haber llegado allí. Supongo que algunos
vienen de épocas lejanas, tal vez desde que hice maletas para abandonar la casa
materna e ir a montar la mía propia, mientras que otros son producto de algún
cumpleaños o de alguna navidad. Hay de varios modelos y estados de
conservación, algunos ya francamente impresentables y que en cualquier momento
van a parar al cesto de la basura, otros bastante nuevos. En ninguno de ellos
aparece mi monograma, como he visto algunas veces cuando un colega extrae el
suyo para secarse la frente y lo deja ver al descuido. Los míos son pañuelos
comunes, de tela a rayas por lo general, sin mayores adornos. Es que, para
sonarse la nariz, no hace falta mayor charm. Todo esto viene a cuento porque
desde esta mañana ando rodeado de pañuelos, debido a que me ha agarrado una
gripe que me tiene a la nariz como grifo mal cerrado, producto seguramente de
estas lluvias impertinentes que nos acompañan cada tarde, en lo que va de
octubre.
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