Ayer asistimos a la charla sobre cómo se puede entender,
planificar y gestionar una urbe tan compleja como Caracas, en el marco de la
iniciativa “Pasión País” de la Escuela de Ideas, liderada por Inés Muñoz
Aguirre y Mariam Krasner. Estuvieron como ponentes invitados la urbanista Zulma
Bolívar y el decano de la facultad de Arquitectura de la UCV, Gustavo
Izaguirre. A pesar de lo complicado que resultó el día, el evento pudo llevarse
a cabo con normalidad y muy buena asistencia de público. Aunque se tocaron
temas bastante técnicos, la charla fluyó amenamente, y permitió encauzar
variadas reflexiones e inquietudes en la concurrencia, que fueron ventiladas al
final de la charla.
Aunque yo no intervine –no suelo hacerlo en eventos,
prefiero el diálogo directo, sin espectadores– sí tuve mi propia reflexión. Y
fue en este sentido: Todos quienes habitamos este valle nos sentimos, y nos
llamamos, caraqueños. Pero, ¿cuánto conocemos en realidad de la ciudad? ¿Qué
porcentaje de su territorio es nuestro pateadero habitual? Hablo por mí: muy
poco, en realidad. Soy habitante de una parcela minúscula de esta urbe, y
cuando salgo de ella me dirijo a muy pocos lugares, bastante puntuales, y por
lo general situados al este de Plaza Venezuela. Claro que he ido al centro, al
oeste, al sur, pero en muy contadas, y lejanas en el tiempo, veces. La razón
inmediata que se me ocurre es que no tengo nada que buscar en esos sitios. Pero
es una muy pobre razón, en el fondo. Hay lugares que deberían ser visitados con
asiduidad. El casco histórico –lo que queda de él, lamentablemente –; los
parques; los museos; los teatros; los
bulevares antiguos y modernos. Cuando lo he hecho me he sentido gratificado, y
me he preguntado por qué no lo haría más a menudo.
Hace poco, el día del cumpleaños de Caracas, publiqué en mi
muro de Facebook una memoria de juventud, que voy a reproducir aquí: “Recuerdo la primera vez que fui al centro de Caracas solo,
por mis propios medios. Bueno, no propiamente solo, pero sin compañía de
adultos. Éramos tres, estábamos tal vez en el tercer año de bachillerato, y
teníamos vacaciones. Tomamos el autobús en los bajos de la avenida Libertador,
donde vivíamos. Uno que anunciaba Carmelitas como destino final. Lo abordamos y
comenzó la travesía por esa larga calle que al final empalmó con la Andrés
Bello. Yo iba pegado de la ventana, observando. Al llegar a la Urdaneta, lo que
me llamó la atención fue el piso de las aceras, con su diseño ondulado
blanquinegro. Nos bajamos en el cruce con la Fuerzas Armadas (en ese momento la
nomenclatura de las vías era desconocida para mí, sin embargo), y proseguimos a
pie. Era un turista en mi propia ciudad. Todo era nuevo, para mí. Visitamos
algunas iglesias, y recalamos en la Plaza Bolívar. Yo, que en ese momento había
visto muy poquito mundo, experimenté un mínimo síndrome de Stendhal. Tal vez en
ese momento fue que comenzó mi real enamoramiento con la ciudad”.
Y es así: uno puede ser turista en la ciudad donde nació,
sobre todo si se trata de una metrópolis del tamaño de Caracas. Deberíamos dar
el paso siguiente: pasar de ser turistas a habitantes, con todo lo que esa
palabra conlleva. Ejercer a cabalidad la ciudanía. Usar los espacios públicos,
opinar sobre las políticas urbanas, proponer mejoras y criticar lo que a
nuestro juicio está mal. Dejar de ser moradores pasivos, y asumir el
protagonismo. A fin de cuentas, es nuestra ciudad, y deberíamos proponernos el
objetivo de verla en mejores condiciones de las que está ahora.
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