A pesar
de que mi fuerte siempre fue el ramo de seguros, durante mi vida profesional tuve la
oportunidad de desarrollar aplicaciones para las actividades más dispares: disqueras,
casas de bolsa, importadoras de licores,
fabricantes de agregados livianos para la construcción, camas de bronceado, y
muchas otras. Pero lo más inusual y tétrico que me tocó estuvo relacionado con
el ramo funerario. Más concretamente, la venta de servicios fúnebres por
adelantado: pague ahora y muérase después, digamos. Era una empresa de seguros
de la corporación de Funerarias Vallés, evidentemente especializada en el ramo
funerario.
Para
acentuar el aspecto tenebroso del asunto, la compañía tenía sus oficinas en la
misma quinta en la que se efectuaban los velatorios. Eso significó que las reuniones de trabajo se
efectuaran pared de por medio con los velorios, con la inevitable contaminación
auditiva y olfativa que se puede esperar en esos ambientes. Como era natural, nuestros interlocutores
estaban acostumbrados a ello, por lo que no daban muestras de incomodidad
alguna cuando alguno de los deudos del difunto se desahogaban en llanto y
lamentaciones. Pero para mí, por lo menos, era bastante penoso, también por el
hecho de que en ese mismo lugar habíamos velado a mi padre algunos años atrás,
y era inevitable revivir esos momentos de dolor. Como corresponde en esta
profesión, nos tuvimos que empapar de todos los detalles del negocio, así que
por un tiempo nos familiarizamos con términos como servicios funerarios,
ataúdes, cementerios, y todo lo que gira alrededor de esa actividad tan
inevitable como lucrativa para quien la presta.
Un día
nos ofrecieron un recorrido por las instalaciones, cosa a la que accedimos muy
a nuestro pesar. Era un día de poca actividad: apenas una de las capillas
velatorias estaba ocupada, con muy pocos deudos congregados, tal vez por la
hora, las siete de la mañana. Nuestro guía nos fue llevando por todas las áreas
de la funeraria: las capillas, las salas de descanso y el depósito de urnas. El
lugar estaba sumido en una semipenumbra, por lo que nos tomó un tiempo acostumbrarnos
a la oscuridad. Allí nos mostró todos los modelos de ataúdes disponibles: desde
los más económicos, de latón dorado, hasta unos que derrochaban lujo, de
maderas preciosas con incrustaciones de metales nobles. Al fondo del depósito
había una puerta, cerrada. Le preguntamos al hombre sobre ella, y nos dijo que
era la entrada al cuarto en donde arreglaban a los muertos. Nos preguntó si
queríamos entrar, pero nuestra curiosidad no dio para tanto, y más bien hicimos
el ademán de devolvernos. Pero en ese momento se abrió la puerta, y un vaho
indescriptible nos arropó. Una mezcla de perfumes, alcanfor y cloroformo que no
lograba enmascarar por completo el olor a descomposición. Por la puerta salió caminando con
despreocupación un hombre vestido con un mono verde, parecido al de los
enfermeros de hospital. Llevaba en la mano un sándwich a medio comer. Tras
saludarnos, se dirigió hacia una de las esquinas del depósito, y abrió la
puerta de una neverita, que alumbró momentáneamente el lugar gracias a su luz
interior. Extrajo de ella un pote de jugo, y se regresó a su cuartico, a
terminar su desayuno y, tal vez, su labor pendiente.
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