A lo largo de más de treinta años de vida laboral, es inevitable haber tratado con una gran cantidad de personas. Uno puede armar una nutrida galería virtual con la gente que conoció a través del trabajo. Gente de todo tipo, de todos los estratos sociales, de las profesiones más disparatadas. Desde dueños de modestas empresas hasta ministros. Y, eventualmente, también personajes interesantes.
Uno de ellos fue el inefable M.J. Cartea. La primera vez que lo vi fue cuando entró a las oficinas que compartíamos con una empresa de refrigeración, en la Torre Cemica, el edificio de Chacao tristemente célebre por el incendio de los años 80. Era de tarde avanzada, casi lindando con la noche, cuando escuchamos el timbre. Al abrir, precedido por la persona que nos lo iba a presentar, vimos pasar a un hombre cuyos atributos más resaltantes eran su gran tamaño y el pelo engominado, peinado hacia atrás. Traía en la mano el libro “Técnica del golpe de estado”, de Curzio Malaparte. Me llamó la atención ese hecho, pues precisamente estábamos todavía bajo los efectos de los golpes del 92, y había rumores frecuentes de nuevos levantamientos. De Cartea no sabía mucho en ese momento, salvo haber leído la pinta “Cartea fascista” en algunas paredes de La Florida. El propósito de su visita fue proponernos que lo acompañáramos en un proyecto para la modernización de los hospitales públicos. Quería que nosotros fuéramos su apoyo tecnológico en lo concerniente a la automatización de las actividades administrativas de los centros de salud, que estaban sumidas en un caos. A partir de ese momento tuvimos algunas reuniones de trabajo, e hicimos visitas al Hospital Clínico Universitario y al JM De Los Ríos. Pero ese proyecto, como muchos otros que tuvimos en la mira, no pasó de la etapa embrionaria, y creo que no llegamos siquiera a la formulación de la oferta. Sin embargo, conservamos el contacto con él, y logramos cristalizar un trabajo para uno de los ministros sin cartera de Ramón J. Velásquez; creo que fue Ramón Espinoza, encargado de la Secretaría de la Presidencia. Se trató de un software para el control de las actas de reuniones, si mal no recuerdo. En todo caso, tuvimos la oportunidad de conocer en persona al ministro, y conversar brevemente con él. Como breve fue su permanencia en el cargo, por otra parte: a los pocos meses culminaría el período presidencial de Ramón J., opacado por la desafortunada firma del indulto aquel. Pero, en el plano personal, la actividad que más me gustó, entre las que nos involucró Cartea, fue la de visitar la sede de la Editorial Monteavila, para revisar una de las computadoras. Allí me presentó a Rafael Arraiz Lucca, presidente de la institución para la época, cosa que para mí, un lector ávido de la prensa cultural, y coleccionista de los volúmenes de Eldorado, fue un gran privilegio. Mientras yo revisaba el equipo, Arráiz y Cartea conversaron largamente; si algo tenía Cartea era labia, y capacidad para pronunciar frases brillantes y descollantes. Esa fue también la última interacción que tuvimos con MJ; con el cambio de gobierno, decidió aceptar la oferta de irse a Valencia para asesorar al recién electo alcalde, y más nunca lo vi.
Más o menos en la misma época, paralelamente con las actividades que comenté en el párrafo anterior, comenzó nuestra colaboración con una de las empresas pioneras en el campo de la computación especializada para el ramo de la construcción: CSP, acrónimo de Computación y Servicios Profesionales. Todo ingeniero que haya trabajado en Venezuela durante los años 90, haciendo presupuestos para la construcción, debe haber consultado las guías de precios que con cadencia periódica publicaba esa empresa. Se trataba de unos gordos volúmenes que contenían los precios actualizados de todos los implementos, materia prima, repuestos y demás periquitos usados en la actividad. Era la Biblia a la que estaban suscritas todas las empresas del ramo, hasta bien entrado el siglo XXI. Nuestra asociación comenzó de manera fortuita: ellos habían publicado un aviso en prensa buscando desarrolladores en Clipper para un proyecto, y nosotros mandamos nuestras credenciales. Al parecer quedaron satisfechos con lo que leyeron, pues nos convocaron a una reunión, y quedamos contratados para codificar un sistema concebido para la empresa EDELCA. Nuestro contacto directo, y la persona designada para dirigir el proyecto, se llamaba Calixto Meza. He conocido pocas personas tan folckóricas como él. Era un tipo de aspecto aindiado, con bigotes chorreados, que conducía un Camaro todo desperolado y tenía los cuentos más estrafalarios que pueda recordar. En un principio las cosas anduvieron por un camino áspero, para decir la verdad. Nuestras metodologías de trabajo eran muy distintas, y tuvimos que amoldarnos a las de la casa que nos estaba contratando, lo que ameritó una curva de aprendizaje que atentó contra el avance del proyecto y, por ende, nuestro flujo de caja, pues nos pagaban por entrega efectiva. Sin embargo, con ellos apareció otra oportunidad de negocios, que contribuiría a equilibrar nuestras inestables finanzas. A CSP la contrataron como ente contralor en un proyecto para la automatización del SARPI, el servicio autónomo para el registro de la propiedad industrial. El presidente de CSP en persona iba a ser el líder de esa actividad, y me llamó un día para ofrecerme ser su apoyo técnico en tal labor. En el plano profesional no constituyó un gran logro, pues al final terminé siendo una especie de secretario de actas, redactor de las agendas y los alcances de cada una de las reuniones que sosteníamos religiosamente todas las semanas en las oficinas del SARPI, que quedaban en la Torre Norte del CSB. Pero sí fue rentable en el aspecto gastronómico: una vez por mes, aproximadamente, la empresa contratada para el desarrollo del software nos invitaba a almorzar en alguno de los restaurantes más conocidos de la ciudad. En uno de ellos, el Lar del Jabugo, propiedad de Ángel Lozano, nos tocó una situación bastante penosa. Habíamos ordenado un arroz negro, que compartiríamos los cinco o seis comensales que ocupábamos la mesa. Dispusieron la gran paellera en el centro, nos sirvieron un plato generoso a cada uno, y comenzamos a comer. De pronto, uno de los invitados dijo “¡Peligroso!” y nos mostró el objeto que había mordido en su último bocado: un trozo de vidrio. Lo indignante fue la reacción del personal del local: se limitaron a retirar la paellera, con la simple excusa de que “son cosas que pasan”. Ni un méndigo trago de la casa nos ofrecieron como para suavizar el “impasse”. Este trabajo significó para mí transcurrir muchas horas junto con el presidente de CSP, para trazar estrategias, revisar las agendas y las actas de reunión, y pensaba que había llegado a conocerlo medianamente bien. Sabía que había estudiado en Londres, en donde se casó, y luego regresó a Caracas para montar su empresa, que en un principio operó en el edificio de la Electricidad de Caracas, pues era cuñado de uno de los Machado, y eso le abrió las puertas. A pesar de que por sus conversaciones daba a entender que conocía a muchos dirigentes políticos, sobre todo de izquierda, nunca emitió en mi presencia opinión alguna que dejase traslucir su posición ideológica. Por eso fue toda una sorpresa para mí saber, muchos años después de que terminara nuestro trabajo en conjunto, que Juan Carlos Parisca, tío de María Corina Machado, había sido el guerrillero conocido con el alias de Comandante Pedro Manuel, que participó en la Brigada 31 bajo las órdenes de Argimiro Gabaldón. Como memoria de esa época dejó escrito un libro, llamado precisamente “La brigada 31”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario