El episodio más pintoresco de mi vida laboral ocurrió alrededor de 1993. Estaban frescas las heridas de las dos intentonas golpistas del año anterior, pero había algo nuevo en el acontecer político: la descentralización. Contra todo pronóstico, la asonada de noviembre no impidió la realización de las primeras elecciones regionales que se dieron en Venezuela, y los nuevos mandatarios estadales y municipales fueron electos por el pueblo. Esto significó una apertura inédita, y también un nicho de negocios interesante, pues las autoridades recién electas venían con espíritu de renovación. Gracias a ese afán innovador, fuimos contactados por una persona, que había trabajado con la esposa de uno de mis socios, pero que se había regresado a su terruño de San José de Guaribe para colaborar con el alcalde recién electo. Nos había buscado porque sabía de nuestra línea de negocios, y el nuevo burgomaestre estaba interesado en automatizar algunas funciones administrativas en la alcaldía. En esa época no le decíamos no a ninguna oportunidad de negocios, por remota que fuera, así que un día cualquiera de la semana, a las 6:30, mi socio y yo estábamos enfilando rumbo a oriente en mi Malibú 84, cuya máquina recién había sido rectificada. Ese viaje también me serviría para “sacarle el rodaje” al motor, y para evaluar qué tan bien había salido el trabajo.
No recuerdo por cual motivo decidimos tomar la vía que atraviesa el parque Guatopo, para conectar con la carretera de Los Llanos. El caso es que nos fuimos por allí, cosa que no tardamos mucho en lamentar. La vía, a pesar de transitar por un paisaje hermoso, de densa y variada vegetación en la cual destacaban los líquenes y los helechos, además de las enormes uñas de danta y otras plantas de grandes hojas, estaba en unas condiciones pésimas. Eran más los tramos de tierra que los asfaltados, y entre la maleza que invadía el camino y los huecos que lo perforaban, avanzábamos a paso desesperantemente lento. Tras un par de horas dejamos atrás esa maltratada trocha, y pudimos elevar un poco la velocidad en las largas rectas de la carretera que nos iba a llevar hasta nuestro destino. Creo que hicimos tal vez una parada para cargar gasolina y tomar café, pero a toda prisa, pues el reloj avanzaba implacable hacia las 10, hora en la que habíamos pautado nuestro encuentro con quien nos había contactado.
Por fin llegamos al pueblo. Era parecido a todas las poblaciones de la zona: largas calles polvorientas, flanqueadas por casas de un piso, despintadas, y una que otra construcción un poco más elevada, que llamaban edificio. Poca gente transitando las calles, la mayoría a pie o en bicicleta. A esa hora ya el sol pegaba fuerte, así que los habitantes parecían resguardarse en el poco fresco que pudieran hallar bajo techo. Ni mi socio ni yo teníamos idea sobre la ubicación de la casa de nuestro contacto; solamente teníamos anotada la dirección en un papel. Así que tuvimos que recurrir a los locales para que nos hicieran la caridad de orientarnos. Por suerte, en ese pueblo todos se conocían, así que bastó con preguntarle a una persona para que nos indicara el camino al lugar que estábamos buscando.
Valga acotar que yo no había visto jamás a la persona que buscábamos, pues el contacto había sido a través del socio que me acompañaba. Así que no me causó ninguna impresión ver a un hombre sentado en el porche de la casa, en shorts, franelilla y cholas petroleras, sentado detrás de un cuñete de pintura y enfrascado en una actividad que no me era familiar. Pero quien sí se alarmó fue mi socio, quien al verlo le dijo, tras saludarlo: “¿Qué estás haciendo?¿No tenemos una reunión con el alcalde dentro de un ratico?” a lo que el tipo respondió, con una calma inconmovible: “Gua, estoy haciendo queso, ¿no ves? No hay prisa, total el alcalde no llega sino a mediodía”.
Después de esa recepción, no nos quedó más remedio que amoldarnos a la particular concepción del tiempo de ese remoto lugar, y buscamos refugio bajo unos árboles, mientras esperábamos a que el hombre culminara su labor, se vistiera y nos acompañara a la alcaldía, que quedaba, como de costumbre, al lado de la Plaza Bolívar y frente a la iglesia.
El interior de la alcaldía no era ni mejor ni peor de lo que me esperaba. Tenía la misma estética de todas las dependencias gubernamentales que había conocido en mi vida: paredes desconchadas, escritorios pesados, metálicos, grises, algunas sillas desperdigadas, varias máquinas de escribir y, como casi único ornato, las fotografías del presidente de la República, el gobernador del Estado y el flamante alcalde del pueblo, en orden de jerarquía y tamaño, colgadas de uno de los muros del local en el que aguardábamos a ser recibidos.
Nuestro contacto no había exagerado con respecto a la hora de llegada del funcionario: eran las doce pasadas cuando el hombre llegó, con gran escándalo, saludando a todos los empleados por su nombre. Se detuvo un momento a conversar con nosotros, luego de que nos presentaran; le preguntó a nuestro acompañante sobre sus actividades, y él le refirió con bastante orgullo que esa mañana había fabricado ocho kilos de queso, a lo que el alcalde manifestó su complacencia; después, nos comentó someramente los planes que tenía para la alcaldía, y se dirigió a su despacho. Nuestro acompañante se le pegó detrás, entró con él, y tras unos minutos salió, para decirnos: “Cuánto lo siento, vale. Perdieron el viaje; hoy el hombre está muy ocupado, pero la semana que viene segurito los atiende”. Supongo que nuestra cara de decepción y enojo fue bastante evidente, pues se nos ofreció como guía turístico; nos llevó a almorzar, y luego a conocer una quesera. Del almuerzo no guardo memoria; de la quesera sí, y no es muy agradable: nunca había visto tal cantidad de moscas juntas, sobrevolando las grandes piletas en donde se procesaba la leche con el cuajo para producir el queso típico de esa región. No nos fuimos con las manos vacías: nos regalaron algunos envases con muestras de sus productos.
A las tres de la tarde, aproximadamente, emprendimos el regreso a Caracas, tras uno de los días más improductivos de nuestra empresa. Huelga decir que más nunca pusimos pie en San José de Guaribe, a pesar de la insistencia posterior de nuestro conocido. Si así había sido el recibimiento, no pensábamos averiguar cómo sería la negociación. Al perro lo capan una sola vez, diría un llanero.
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