Éste es mi cuarto de juegos. Siéntanse libres de tomar lo que gusten; si quieren dejar algo, también sirve.
martes, 3 de marzo de 2020
Olores
Esta mañana, al pasar al frente de la antigua fábrica de la Bigott, en Los Ruices, mi esposa me preguntó qué había allí. Le recordé lo que solía ser, y a la vez le pregunté si no se acordaba del olor a tabaco que había siempre en el lugar. Ella recordaba eso, pero lo asociaba más a la Rómulo Gallegos, cosa explicable porque la fábrica llegaba hasta allá. Eso dio pie para que recordara los diferentes olores que caracterizaban algunas zonas de la ciudad.
Desde pequeño, una de mis tareas hogareñas era realizar algunas compras menores en los comercios cercanos a mi casa, sobre todo el pan. Al principio lo hacía en una panadería que quedaba en la calle Negrín, un negocio muy sui generis, de precaria higiene, pero era la única cercana. Pero, unos años después, abrieron la Adelina, en Los Jabillos, y a partir de ese momento comencé a frecuentarla. En el breve trayecto entre mi edificio y ella, cuatro olores muy agradables amenizaban mi paseo: el primero venía de la frutería, que siempre me recibía con su aroma a compuesto. A continuación, le tocaba el turno a un restaurancito que quedaba en la esquina, que nunca tuvo una vocación definida pero siempre olía a frituras. Luego, en la propia avenida Los Jabillos, justo al lado de la funeraria, un penetrante olor a flores provenía de la floristería de la que salían las coronas y los arreglos destinados a los velorios que se celebraban en La Vallés. Y, por último, el aroma cálido y provocativo de pan recién horneado que emanaba de la Adelina (procuraba llegar justo cuando el pan estaba recién hecho, y de las ocho piezas de pan de a locha que solía comprar llegaban solamente siete a casa, ya que una era mi recompensa por la diligencia). Ese pancito recién salido del horno, que me quemaba los dedos y los labios de lo caliente que estaba todavía, era la gloria.
Pero esos eran olores, digamos, domésticos. Olores que no salían de ese entorno parroquiano, y que apreciaban solo los peatones que transitaban por el lugar. En cambio, dada la transición acelerada de la ciudad y su crecimiento hacia el este, los caraqueños nos compenetramos con olores provenientes de la actividad industrial que perduró por algunos años en esos sectores. Recuerdo en concreto cinco, cuatro muy gratos y otro, en cambio, nauseabundo: me refiero al que salía de la fábrica de aceite Branca, en los bajos de Chacao, que impregnaba el lugar con una pestilencia a aceite concentrado que duró algún tiempo después de que la fábrica fuera desmantelada. Los otros olores, agradables para mí, eran el que ya comenté, de tabaco, en Los Ruices; el de chicle de la fábrica de la Adam’s en la zona industrial de La Trinidad, que me llenaba el carro cada tarde al regreso de la universidad Simón Bolívar; el del café que provenía de la torrefactora San Antonio, por los lados de Boleíta, y uno que perdura hasta el sol de hoy, el de cebada cocinada que sale de las chimeneas de la Polar, en Los Cortijos.
Esos son los olores que recuerdo de mi ciudad y mi adolescencia; tal vez hubo más, pero no tuvieron el impacto suficiente para dejar marca. Y, en el caso de ustedes, ¿cuáles olores ocupan su memoria olfativa?
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El de la extinta fábrica de chocolate La India, ubicada en Catia como preámbulo de su entierro. Era el olor que me llenaba cuando salía del colegio. Y cuando las monjas nos llevaron un día en excursión, me sentí como Charlie Buckett a punto de conocer a Willy Wonka o como las niñas que entraban a conocer el trapiche en "Memorias de Mamá Blanca"
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