La sala
de la casa, como supongo que la mayoría de las salas de todas las casas, se ha
vuelto el centro de actividades de la familia. Sobre la mesa del comedor está
la pc, en donde me siento generalmente a escribir y a procrastinar (más de lo
segundo, lamentablemente). Al otro lado de la estancia, Marianella montó su
improvisado estudio de grabación, desde el cual transmite sus lecciones
gratuitas de dibujo y pintura para una audiencia en pleno crecimiento. Hoy
estábamos en eso, cuando constatamos en vivo el fenómeno de la naturaleza
retomando sus espacios. O algo similar. Una ardillita se paseaba tranquilamente
por el salón, curioseando. No demostraba ninguna intranquilidad; parecía estar
de visita. Pero dentro de la casa vive uno de sus depredadores naturales,
nuestra gata, que, a pesar de su edad y peso, sigue siendo una gran cazadora.
No quería que la sala se volviera el escenario de una cruenta cacería, así que,
para prevenir males mayores, la busqué y la mantuve cargada mientras la graciosa
intrusa buscaba su salida. Parece que ella notó el movimiento, y actuó en
consecuencia: trató de encaramarse por la puerta que permite la salida al
jardín, que tiene una especie de respiradero por la parte superior, pero no
halló el modo. Mientras tanto, la gata forcejeaba conmigo para que la soltara.
Luego de varios intentos fallidos, la ardilla cambió de estrategia y buscó
salir por una de las ventanas. Tras unos minutos angustiosos, por fin logró su
cometido, y corrió, o mejor dicho saltó, hacia el espacio abierto. Cuando todo
pasó, deposité a la gata en el piso; me echó una mirada de reproche, me dio la
espalda, y se abalanzó hacia la misma ventana por la cual logró el escape la
ardilla, pero ya era demasiado tarde. El animalito ya se había encaramado en la
mata de mango de la vecina, y desapareció de nuestra vista.
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