En casa no teníamos tapabocas, pero lo que sí hay es una persona muy habilidosa con las manos (que no soy yo, por supuesto), así que fabricó uno “ad hoc” mirando un tutorial en youtube. Hacía falta, pues las provisiones caseras ya estaban por acabarse y tuve que salir a reponerlas al automercado, y ya estaba advertido de la necesidad del accesorio para poder entrar a los comercios. Muy, muy poco tránsito en el trayecto desde mi casa al lugar, a pesar de transitar por una vía principal como la Sanz. Cuando llegué al estacionamiento, conseguí puesto para parar el carro, pero tuve que pedirle permiso para pasar a las personas que aguardaban pacientemente en cola para entrar al negocio. Casi todas guardaban prudente distancia unas de otras, lo que hacía que unas 30 o 40 ocuparan el espacio que, en condiciones normales, ocuparía el doble de personas. No engrosé la fila en ese momento, ya que tenía previsto una primera visita a mi dealer de vicio, el inefable Joao que es quien me vende mis tabacos. Allí también había una colita, pero corta. Unas cuantas amas de casa buscando cigarros. Y nada más que cigarros, pues frente a la licorería un cartel advertía que la venta de licores estaba suspendida. Allí me entró cierta inquietud, porque también las reservas etílicas se nos habían acabado, y no hay manera de pasar sobrios esta contingencia. Mientras aguardábamos en la cola, cada quién con su tapaboca, vimos a un hombre agacharse frente a un charco en la avenida Rómulo Gallegos, y luego lavándose manos, brazos, y cara con esa agua. Él sí que no tenía tapaboca, por cierto. Cuando me tocó el turno para entrar a la licorería, después de hacer mi pedido, le pregunté a Joao si de verdad no estaba vendiendo licores, y me contestó que era una “sugerencia” de la alcaldía. Y que, de no acatarla, amenazaban con cerrarle el negocio. Pero ley seca no hay, le comenté. Esos hacen lo que les da la gana, fue su respuesta escueta.
Luego de satisfecha mi necesidad primaria de proveerme el tabaco, fui a ponerme en la cola del supermercado. La situación era la misma, la misma cantidad de gente aguardando. Pero, en honor a la verdad, fue rápido; dejaban pasar lotes grandes de personas a la vez, y me entretuve viendo los diferentes modelos de tapabocas que lucía la gente. Había de todo: desde los industriales que usan los pintores de pistola, los de tipo quirúrgico, y los caseros como el mío. El que más me llamó la atención fue uno que parecía hecho de macramé, y que asocié con los tejidos con ganchillo que solía hacer mi madre para fines menos utilitarios, sino decorativos. También unas cuantas personas tenían pañuelos en bandolera, como los malos de las películas de vaqueros que veíamos en blanco y negro por las tardes de nuestra infancia, en nuestros televisores de tubo catódico y 19 pulgadas. Un señor tenía una servilleta de papel y la acercaba a ratos a su nariz, como única protección.
Ya dentro del negocio, la compra se hizo de manera fácil y rápida, pues no había mayor aglomeración. Estaba bastante surtido, por lo menos yo encontré todo lo que estaba buscando. Con precios inflados, eso sí. La carne molida, que había comprado el viernes de la semana pasada en 210.000 Bs, estaba ya en 300.000. Y el dólar lo estaban cambiando unos siete bs. por debajo de aquel día. No noté mayor agitación en las personas; más bien el ambiente era relajado. Pareciera que el largo entrenamiento de los venezolanos nos hubiese preparado para este momento. Veremos en los próximos días.
Ah, por cierto. Al Luvebras no le ha llegado la "sugerencia" de la alcaldía, o no le pararon pelota, porque pude comprar mi botella para mitigar de alguna manera el insilio.
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