jueves, 13 de septiembre de 2018

Enfrentar los miedos

Como la mayoría de la gente de su generación y estrato social, mi mamá no cursó más estudios que la escuela primaria. Pero tenía una sabiduría atávica, aunada a una gran inteligencia. Autodidacta, sabía hacer una cantidad sorprendente de cosas. Sabía también cómo lidiar con cualquier aspecto de la vida cotidiana, de una manera práctica y expedita. Y también tenía unos modos peculiares para dar lecciones que se quedaban grabadas. Va de cuento: por alguna razón, a los once años desarrollé un temor específico: que un hampón penetrara de noche a la casa. Acabábamos de mudarnos a nuestro nuevo apartamento, más amplio que el anterior, tenía mi propio cuarto, y un amplio ventanal que al principio, por estar desprovisto de cortinas y persianas, era como una boca de lobo apenas alumbrada por una que otra luz que provenía del cerro de Colinas de Bello Monte, todavía poco urbanizado. Acostado en la cama, con la luz apagada, me imaginaba que unos ladrones sofisticados, escaladores de edificios, provistos de herramientas capaces de abrir cualquier cerradura, y despiadados, penetraban a nuestro hogar. No sé si llegué a manifestar esa fobia, aunque lo que voy a relatar sugiere que ella estaba enterada. Una noche llegamos más tarde que de costumbre a la casa. Al entrar, todo estaba oscuro, menos el baño de servicio, cuya ventana daba al lavandero interno del apartamento. Eso era totalmente inusual, ya que la cultura del ahorro, como en la mayoría de los hogares de inmigrantes, formaba parte de la rutina hogareña. Al ver la situación anómala creo que di muestras de nerviosismo. Mi mamá me siguió la corriente, magnificó el hecho, y me dijo que fuera a verificar que todo estuviera en orden. Con el corazón en la boca, pero incapaz de desobedecerla, fui a revisar el baño, en donde evidentemente no había pasado nada salvo el eventual descuido. Fue su particular manera de enseñarme a enfrentar mis miedos. Con la práctica.

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