Un turista en Las Mercedes
Ayer
tocó madrugar, más de lo habitual, sobre todo para un domingo, pues Marianella
se había inscrito en la carrera auspiciada por la Unión Europea bajo la
consigna de contrarrestar la violencia hacia la mujer. La competencia tenía
previsto iniciar a las 7:00, pero para retirar el chip que permitiría el
registro del tiempo empleado por cada corredor, adminículo que no había llegado
el día anterior cuando fuimos a buscar el material ofrecido, tuvimos que estar allí a
las 6:00. A esa hora todavía el cielo estaba oscuro, y un cachito de luna era
lo único que lo iluminaba. Hacía fresco, por lo menos para los parámetros de
nosotros los caraqueños que gozamos de una temperatura que oscila entre los 20
y los 30 grados durante casi todo el año. Claro que andar en shorts y franela
tampoco ayudaba mucho. Pero eso fue cambiando rápidamente a medida que el sol
iba despuntando por el este, y pronto la sensación térmica dejó de ser la que
experimentamos momentos antes. Luego de los trámites administrativos, Mary se
reunió con sus compañeros corredores, y yo aproveché el tiempo para hacer
turismo peatonal por Las Mercedes.
Me fui caminando desde la plaza Sadel hacia
el comienzo de la urbanización, por la avenida principal, vacía de carros por
la ocasión. El color predominante era el naranja, repetido hasta la saciedad en
los cuerpos de las cuatro mil personas que se inscribieron en el evento. Venían
bajando en grupos desde El Rosal, por el medio de la calle, e iban dejando
retazos de conversación a su paso.
Llegué hasta la esquina con la calle
Monterrey, donde se encuentra la Policlínica, ese pequeño edificio a caballo
entre los 50 y los 60 en donde me efectuaron la única cirugía que haya tenido.
La remoción de las amígdalas, a los tres años más o menos. Me detuve un rato
allí, a admirar el mural metálico que adorna su frente, y buscándole
similitudes con el que se encuentra en el edificio que fue un tiempo sede de la
embajada americana, y hoy ocupa un ministerio.
Luego me regresé por la acera
contraria, adornada por unas higueras que le dan un aire playero, tal vez
mayamero, a ese sector.
Pasé por una improvisada venta de artículos navideños,
cerrada por la hora, en donde vi un pino de tamaño descomunal, cuyo tronco ha
debido tener un diámetro cercano a los 30 cm, y sobrepasaba cómodamente los dos
metros y medio de altura. Me lo imaginé adornando el salón de alguna casa de
nuevorricos, que se lo llevarían amarrado del techo de su camioneta del año, y
lo saturarían de cuanta chuchería escarchada se consiguieran en las tiendas
navideñas. Después de esta disquisición socioeconómica continué mi paseo, y
decidí internarme por las calles laterales. Llegué a la California, en donde
varios parqueros competían por atender los carros que comenzaban a llegar para
estacionarse por los alrededores. En toda la esquina me topé con un edificio,
Residencias California, que me recordó inmediatamente a otro que también está
en Las Mercedes, y goza de cierta fama como construcción emblemática de los
años 50, el “La isla”. No sé si tendrán algún vínculo en común, pero ambos me
dan la misma impresión: me parece que estuvieran en blanco y negro, o en escala
de grises. Sumidos en la penumbra, de escasa altura pero amplios volúmenes,
sugieren la existencia de pocos y amplios apartamentos, y conservan su vocación
residencial en contraste con el resto de edificaciones de la zona, que han sido
remodeladas o derrumbadas para construir en los terrenos edificios que
cambiaron por completo la fisonomía de la urbanización. Continuando con mi
paseo, llegué a la calle que bordea el centro comercial El Tolón. Es
prácticamente imposible hacer alguna analogía con lo que había en esa zona
antes. Apenas el restaurant chino que exhibe unas fauces de dragón en la
entrada, y un Mc Donald’s de tal vez tardíos 80, sobreviven en la acera en
frente al centro comercial. Antes allí estuvieron dos locales muy de moda en
mis años mozos: Pida Pizza, el del salad bar y los toques de bandas de pop rock
que iniciaban sus carreras, y el Mr Ribs, antecesor de Tony Roma’s. Ahora unos
enormes edificios suplantan esos espacios, edificios todos iguales, uniformes
en sus revestimientos de tablilla, impersonales.
Quise quitarme el mal sabor de
boca, producido por la constatación de la pérdida de los lugares de diversión
de mi temprana adultez, antes de incorporarme a la masa de corredores que
inundarían en escasos instantes las calles que conducen hacia Chuao, y el
tiempo me alcanzó para llegar hasta una de las pocas muestras sobrevivientes
del estilo neovasco que proliferó en Las Mercedes, el edificio Donosti. Todavía
se mantiene imperturbable ante el paso del tiempo, sin modificaciones de importancia
en su fachada salvo la presencia inoportuna de algún aparato de aire
acondicionado, dejando entrever en su parte interior unas puertas azules que
sugieren cerrar unas cocheras, sin rejas ni mayores implementos de seguridad.
Parece una cápsula del tiempo, que permite apreciar cómo eran las cosas cuando
Caracas era una ciudad tranquila, apacible y segura.
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