Lo
bueno (y lo malo, dependiendo de la manera de pensar de cada quien) de la
literatura es su infinitud, en términos prácticos. Entre los millones de libros
ya escritos y los miles que se escriben cada año, es imposible que una persona
asimile un porcentaje importante del patrimonio literario universal. Eso a la
vez es deleite y frustración, pues vaya a saber uno cuáles joyas desconoce.
Uno de
los placeres más grandes que me ofrece la literatura es el descubrimiento de un
autor importante, o por lo menos de uno cuya obra sea deslumbrante ante mis
ojos. Es la apertura de un universo repleto de personajes, parajes, obsesiones
y reflexiones que a veces tienen el poder de funcionar como espejos, o cajas de
resonancia de las propias. Es adentrarse en la mente de cada escritor, y
maravillarse por su poder, expresado mediante la palabra. Últimamente he podido
experimentar ese placer algunas veces. 2016, por ejemplo, fue el año de Foster
Wallace, y la lectura de su obra máxima “La broma infinita”. Si debiera hacer
un paralelismo, diría que obró sobre mí el mismo efecto que hizo en su tiempo
la lectura de “Cien años de soledad”, por mucho que hoy en día me sienta
distante de la literatura del Gabo. 2019, en cambio, está siendo el año de
Sándor Márai. Estoy leyendo el cuarto libro, y todos me han dejado maravillado,
y admirado por el enorme conocimiento del ser humano que demuestra el húngaro
en su obra. Tanto en sus novelas como en sus diarios, Márai no deja de dar
testimonios sobre su visión del mundo y de los hombres que lo pueblan, hurgando
hasta el hueso para dejar al descubierto sus motivaciones para hacer lo que
hacen. Uno puede estar de acuerdo o no con él, pero no puede negar su maestría
y su oficio. Un grande, definitivamente.
La
literatura no salva de nada, pero entretiene. Espero con fruición los descubrimientos
que me esperan el próximo año.
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