domingo, 26 de junio de 2016

Del flux de lino a la braga naranja



Los años 80 marcaron el comienzo del deterioro para nuestro país, eso es indudable. El viernes negro de 1983 nos explotó en la cara, y no supimos bien cómo encarar esa situación, novísima para nosotros. Sin embargo, por lo menos al principio, procuramos hacer como que no pasaba nada, y por unos años logramos fingirlo decorosamente.

Esa década confluyó con mi inicio en el ámbito laboral. Terminé mis estudios justamente en el 83, con mis sueños de realizar un postgrado en  Francia frustrados gracias al acontecimiento del año, y tuve que resignarme a buscar trabajo y dejar para más tarde mi actualización académica. Logré entrar en una de las compañías más importantes del país para ese momento, en lo que a consultoría el el área de la computación se refiere: la Empresa Nacional de Informática, Automatización y Control, mejor conocida por su acrónimo ENIAC, un obvio guiño a la primera computadora digna de ese nombre. En ENIAC tenían una política bastante agresiva con los empleados: los soltaban al ruedo, es decir a los clientes, sin mucho miramiento, a hacer cosas que en teoría estaban a su alcance pero que todavía no habían puesto en práctica. La palabra clave aquí es clientes: la cartera de ENIAC era selecta, y abarcaba petroleras, manufacturadoras y empresas de servicio. Era normal estar sentado en el puesto de trabajo, leyendo un manual o experimentando en alguna de las computadoras, y recibir la orden: "ponte la corbata, que vamos a X". Eso de la corbata era literal: teníamos un perchero que parecía un arbolito de navidad, con la variedad más disparatada de corbatas que hubiera visto. Así que uno buscaba el trapo que mejor combinara con la camisa que tuviera puesta, y corría a la cita. Mi primer trabajo real fue para la Gallup, en apoyo a las elecciones que vieron triunfando a Lusinchi sobre un desgastado Caldera. Después tuve ocasión de trabajar en Lagovén, Corpovén y PDVSA, tanto en labores de programación como en calidad de instructor. Total que mi pasantía por ENIAC me sirvió para meterme de lleno en la profesión, y hubiera sido un lugar ideal para hacer carrera. Sin embargo, al año y medio de estar allí me llegaron cantos de sirena (de sireno en realidad, pues fue un ex empleado de ENIAC quien me lanzó el anzuelo) y recalé en una empresa que años más tarde estaría en boca de todo el mundo: Latinoamericana de Seguros.

De Orlando Castro padre se podrá decir cualquier cosa peyorativa, pero es innegable su carisma y el ascendente que tenía sobre su personal. Personaje venido de abajo en el ámbito empresarial, me contaban llenos de admiración mis colegas: comenzó vendiendo casas prefabricadas en los altos mirandinos, con un maletín por oficina,  a la orilla de la carretera. Su trabajo no era de puerta en puerta, sino de carro en carro. Poco a poco fue escalando posiciones, y para el momento de mi contratación ya era un señor cercano a los 60 años, dueño de algo que iba acercándose rápidamente a ser una corporación gigantesca. Pero nunca perdió de vista a sus empleados, conocedor de que la verdadera fuerza de su organización provenía justamente de ellos. Se empecinaba en conocer personalmente a cada uno, y con ese fin organizaba "el desayuno del mes", en el cual participaban los nuevos ingresos, y por supuesto él como anfitrión. Durante ese encuentro intercambiaba palabras con cada nuevo empleado. En realidad era una especie de cuestionario prefabricado, con preguntas obvias como nombre, edad y área en donde se laboraba. Pero el hombre derrochaba su encanto con acento cubano y lograba que por un breve instante uno se sintiera especial.

De mi época en Latino, como le decíamos (no confundir con el Banco Latino, ese era otro grupo, diferentes filibusteros), tengo varias anécdotas, como la de las juergas interminables cuando picaba diciembre y a partir del 13 del mes nos declarábamos en fiesta permanente y abríamos el bar a las 10 de la mañana, con la anuencia de las cabezas del departamento (gente rumbosa por excelencia: la gerente estaba casada con el mánager de Los Melódicos, y alguna vez nos invitó a alguna de las versiones de la disco gigante del CCCT, creo que en ese momento era Palladium, a bailar con la popular orquesta como ejecutante) quienes solicitaban que su vaso nunca estuviera vacío, para lo cual había un servidor designado que se encargaba de mantenerlos contentos. O el cuento de la secretaria (en esa época todavía se estilaban) del VP de sistemas, que sufría de calor en sus partes bajas e iba frecuentemente al baño a refrescárselas, con el mismo vaso en el cual después le servía agua a su jefe. O el primer trabajo sucio que me encomendaron en mi vida laboral, un programa que redistribuyera los ingresos de la compañía por estados para evadir impuestos. O la gestación del Grupo Progreso: un día me contaron, literalmente: "El viejo (así le decían a Castro) se compró un computador y un banco, y ahora hay que ponerlos a funcionar". Se trataba del Banco Zulia, que posteriormente cambiaría su razón social a Banco Progreso, y funcionaría como soporte de Seguros Progreso, empresa que logró lo impensable: se dedicó al ramo más siniestroso en el país como lo es el de Vehículos y llegó a posicionarse entre las primeras cinco compañías del país en primas cobradas. O la vez que Orlando Castro convirtió a todos sus empleados en agentes de seguros, al entregarle a cada uno un talonario de pólizas de responsabilidad civil, aprovechando la ley que impuso la obligatoriedad de dichas pólizas para todos los vehículos automotores.

Pero el acontecimiento más celebrado durante mi estadía en Latinoamericana fue la invitación que me extendió un día Orlandito, como le decían al hijo de Castro. No recuerdo bien lo que motivó el hecho; tal vez fuera una estrategia de fidelización para empleados clave (en informática el robo de talento siempre ha sido moneda corriente, y es normal que las empresas procuren mantener al personal del área contento, ya que cuando se va se lleva parte importante del know how), o la recompensa por algún proyecto exitoso. El asunto fue que nos llegó a un pequeño grupo de empeados del departamento una comunicación formal, invitándonos a participar en un almuerzo ofrecido por Orlando Castro Junior, a nombre de la empresa, en el restaurant Da Emore. Valga resaltar que en ese momento Da Emore era uno de los grandes restaurantes de la ciudad, y que nos quedaba justo encima de la oficina, allá en el Centro Comercial  Concresa. El grupo de los elegidos, como nos bautizó algún compañero burlón, gozó durante la semana que medió entre la invitación y la fecha pautada para el almuerzo de una fama desproporcionada por lo inusual del hecho, y probablemente fue blanco de la envidia de ciertos individuos. En lo concerniente a mí, un pelado que no estaba todavía en la treintena, la incredulidad y la sospecha de no merecer tal distinción me hicieron esperar con cierta ansia el momento.

Esa fue tal vez la tercera vez que entraba en ese lugar, y también la última. Orlandito se sentó a la mesa con nosotros, trajeado como de costumbre con un flux de lino, que se notaba hecho a la medida (nada que ver con los puyaítos que llevábamos los demás comensales); seríamos tal vez unas 8 o 10 personas, contándolo a él. De ese almuerzo recuerdo, por supuesto, la comilona de 7 platos que constituía el menú de degustación del lugar, la generosidad y variedad de la bebida, con posibilidad de escoger entre escocés y vino, y la actitud entre solemne y embarazosa de Orlando Junior, que no calzaba los puntos de su padre a la hora de confraternizar con el personal. Sin embargo puso todo su empeño para hacernos sentir bien, como importantes figuras dentro de la organización. Ahora no recuerdo casi nada sobre los temas de conversación que abordamos durante el almuerzo - han pasado casi 30 años - pero sí  que al salir del restaurant, llenos y prendidos, jurábamos fidelidad eterna a la empresa.

A los tres meses más o menos ya había renunciado; es que las promesas de borracho no deben ser tomadas en cuenta. La canibalización empresarial me hizo convertirme en un mercenario, y me fui por una paga unas tres veces mayor a la que devengaba en Latino. De 8.000 Bs pasé a ganar 24.000, y me sentía como un magnate. El tiempo me enseñaría que no se le debe tomar cariño a los sueldos, por lo menos en Venezuela, ya que la inflación se los devora. Pero por un par de años, tal vez un poco más, estuve tranquilo en el aspecto económico, y hasta pude darme ciertos lujos.

Pasó el tiempo, y ya me había olvidado de mis antiguos patrones, hasta que una cuña estremeció el ambiente: la famosa "aquí estamos, aquí seguimos", transmitida cuando ya Orlando padre e hijo habían picado cabos. El castillo de naipes de las finanzas criollas comenzaba a derrumbarse. La siguiente vez que vi a los Castro, esta vez gracias a una foto en algún periódico, habían desechado el flux de marca, luciendo en su lugar una reluciente braga color anaranjado.

sábado, 25 de junio de 2016

El CNE, guardaespaldas de Maduro



Lo que voy a decir no es una novedad, y todo el mundo lo sabe, pero lo hago por amor a la crónica y para dejar registro. Voy a apuntar los hechos que recuerdo, y seguramente se me van a quedar muchos por fuera, por lo que agradezco cualquier ayuda para compilar la historia.
Desde el primer momento en que se habló de revocatorio, el CNE no ha hecho otra cosa que buscar entorpecer o evitar el proceso. Comenzando por el absurdo requisito de recoger el 1% de las firmas de acuerdo a distribución proporcional de la población por estado. Esto ya es un exabrupto, ya que no estamos compuestos por colegios electorales, como es el caso de EEUU. En Venezuela un voto en Maturín cuenta lo mismo que un voto en la Sierra de Perijá. El sitio en donde se recojan las firmas es irrelevante, la letra de la constitución solamente indica que basta con que el 1% de la población solicite el referendum revocatorio para activarlo. Otra arbitrariedad, hija de la anterior, es que la firma debió ser recogida en la entidad federal en donde está registrado el elector. Un abuso total. Si alguien estaba de viaje en el momento de la recolección de las firmas no pudo ejercer su derecho.
Otro hecho que sin duda está dirigido a torpedear la iniciativa es el relajo de los lapsos que se toma el CNE para cada etapa del proceso, y la discrecionalidad para decidir si una firma es válida o no. Todos sabemos cuántas personas conocidas denunciaron que su firma no fue aprobada, sin saber la causa y sin derecho a revisión. Los casos más patéticos, por supuesto, son los de los dirigentes políticos. Haberle rechazado la firma a Capriles y a Machado no puede sino catalogarse como provocación. Pero son apenas dos de los 600.000 venezolanos a quienes se le negó su derecho a convocar el revocatorio.
Llegamos al capítulo de la validación de las firmas, y aquí es en donde toda la estulticia de las rectoras del CNE se pone de manifiesto de la manera más evidente. Primero se estimuló el arrepentimiento, agregando un paso totalmente inútil como la retirada voluntaria de la firma y con ello alargando una semana más el proceso. Ese paso es una ridiculez ya que si alguien estuvo arrepentido con no ir a revalidar tenía. Luego, el diseño del proceso de validación tuvo como objetivo que se pudieran obtener el menor número de firmas posibles, tanto por la cantidad de máquinas puestas a disposición del proceso (un déficit de mil, según indican los expertos) como por la ubicación geográfica de las mismas. También se debe mencionar la operación morrocoy y el cierre de los centros de validación a pesar de haber personas en la cola, gente a la que se le conculcó su derecho político al no permitirle validar su firma.
Un paréntesis: El proceso de validación de firmas ha servido para demostrar la falacia de uno de los argumentos que esgrime el CNE para proclamarse como "el sistema electoral más seguro del mundo". Me refiero a la garantía de "un elector, un voto", que supuestamente estaría avalado por el sistema de identificación biométrico, la tristemente popular captahuellas. Ese mecanismo debería garantizar dos cosas: que no haya suplantación de identidad, al cotejar la huella del votante con la huella almacenada en la base de datos, asociada al número de la cédula que presente el votante; y garantizar que esa persona vote una sola vez. Conceptualmente es algo posible, y es un algoritmo que cualquier estudiante de primer año de alguna de las carreras que tienen que ver con computación está capacitado para resolver. Ahora bien, si tuvieran ese mecanismo activado y suficientemente probado, la validación de firmas debería ser automática y al instante. Bastaría con cotejar la huella en la base de datos, ver si el elector asociado a la huella pertenece a la entidad en donde está realizando la validación, y confirmar que no ha validado aún. Pero no es así: el CNE se va a tomar 20 días hábiles para chequear esas validaciones. Para menos de 400.000 firmas, que es un universo muchísimo más pequeño que el de los votantes en cualquier elección ya sea regional o nacional. Esto debería encender las alarmas: el CNE monta unas elecciones con un mecanismo que no es capaz de garantizar la identidad y la unicidad de los votos, y lo da por bueno sin ningún tipo de verificación posterior, verificación que por otra parte es realizada con todo el celo del mundo cuando se trata de un evento que atenta contra el oficialismo.
A pesar de todos estos obstáculos la ciudadanía se mostró digna del compromiso, y se logró la meta de acuerdo a los números de la oposición. Pero las zancadillas continúan: se van a tomar 20 días hábiles para revisar algo que debería estar revisado de origen por el carácter automatizado del proceso, por lo explicado más arriba,  y tal vez tengan la osadía de decir que no se alcanzó el número de firmas necesarias. Aunque no creo que lleguen a tanto, no me sorprendería. La pregunta es: ¿qué vamos a hacer si eso sucede?

domingo, 19 de junio de 2016

La lógica, el surrealismo y la poesía


Tal vez la única materia relacionada con las matemáticas que en realidad disfruté durante mi pasantía por la universidad fue la que en el pénsum de entonces se denominaba Lógica simbólica. El motivo de ese disfrute obedeció a que, paradójicamente, dicha materia tiene que ver más con la palabra que con el número. Es la disciplina que, entre otros temas, lidia con los silogismos, esas construcciones con dos premisas y una conclusión que debe deducirse de ellas,  tipo:

"Todos los árboles tienen raíces;
Las salamandras no tienen raíces;
Las salamandras no son árboles".

El aspecto lúdico de esa especie de acertijos, a pesar de estar soportado por una fuerte teoría, me hizo enamorar de la materia, y la seguí explorando aún cuando ya no estaba dentro de mis deberes formales.

Las clases nos las daba un profesor bastante excéntrico, que nos invitaba siempre a pensar fuera de la caja, y nos proponía adivinanzas que a veces no tenían mucho que ver con la materia, para expandir nuestras mentes. También fue quién nos hizo saber que uno de los grandes teóricos de la lógica fue el diácono Charles Dogson. Ese nombre no le sonará conocido a mucha gente, pero su seudónimo como escritor seguramente sí: Lewis Carroll.

Personaje complejo, este Carroll: diácono de la Iglesia de Inglaterra, a pesar de no creer en el castigo eterno para los pecadores; fotógrafo con gustos, para definirlos de una manera que no busque la polémica, peculiares; escritor de novelas fantásticas y poesía absurda; y además, matemático, con unos cuantos libros de texto de mucha reputación en su tiempo. En particular descolló en el campo de la lógica, y tiene un librito delicioso llamado "El juego de la lógica" que de alguna manera conjuga sus dos facetas de científico y artista, pues aúna unas aburridas páginas dedicadas a la teoría de la lógica a unas demenciales demostraciones de su aplicación. Lo veo como una especie de precursor del surrealismo, al leer lo siguiente:

"Ninguna rana es poética;
Algunos ánades están desprovistos de poesía;
Algunos ánades no son ranas".

O esto:

"Ningún perro terrier corretea entre los signos del zodíaco;
Nada que no corretee entre los signos del zodíaco es un cometa;
Nadie sino un terrier tiene una cola rizada".

Estos son apenas dos ejemplos sacados al vuelo de las páginas de ese libro. Pero hay mucho más, como la paradoja lógica que busca adivinar mediante ciertas premisas y reducciones al absurdo la presencia o ausencia de uno de los tres barberos que atienden en el pueblo, o el delicioso escrito "Lo que Aquiles  le dijo a la tortuga", que conjuga una hermosa prosa de clara tendencia surrealista con consideraciones sobre la teoría euclidiana.

Tal vez su obra novelística no haya sido sino una expansión de su obsesión por la lógica y su antítesis, el absurdo. Alicia en el país de las maravillas, por ejemplo, propone varias paradojas y acertijos que la protagonista debe resolver para seguir con vida, en medio de situaciones desquiciadas. Acertijos que fueron debatidos hasta mucho tiempo después de la publicación del libro, como el conocido "¿En qué se parece un cuervo a un escritorio?" que ha obtenido soluciones tan brillantes como "En que Poe escribió sobre ambos", o la surrealista "Porque hay una A en ambos". Puede que Charles Dogson haya escrito su obra literaria para su propio solaz, pero probablemente nunca imaginó cuánto habría de divertir a las generaciones futuras.

Para terminar, copio la primera estrofa de una poesía de Carroll  que se encuentra en el prólogo de la edición española del libro "El juego de la lógica":

"Creía ver un elefante,
un elefante que tocaba el pífano;
mirando mejor vio que era
una carta de su esposa.
'De esta vida, finalmente' -dijo-
'siento la amargura'"