domingo, 27 de noviembre de 2016

La calle de Armando

Uno nunca termina de conocer a una ciudad, ni siquiera aquella que ha habitado durante toda su vida. Y si es una urbe que se desparramó de manera avasallante sobre todo lo que hace unos 60 años era su periferia, las "parroquias foráneas" de la geografía política de la primera mitad del siglo pasado, pues mucho más.

Ayer nos tocó conocer un trozo de Caracas que, a pesar de estar enclavado en todo el corazón de la zona donde viví durante mi juventud, nunca había tenido ni la necesidad ni la curiosidad de visitar. Poco importa cuál es el lugar exacto, puede ser cualquiera. Bástese decir que se trata de una zona vastamente urbanizada, que de ser residencial trocó a un uso mixto, donde lo comercial tiene preponderancia. Las antiguas casas unifamiliares mutaron a hoteles de alta rotatividad, algunas, mientras que otras desaparecieron para hacerle lugar a grandes edificios de apartamentos vendidos como propiedades horizontales.
Nuestro destino estaba tras una caseta de vigilancia, que no produjo freno alguno. Bastó un medio saludo con la mano hacia el vigilante, para que éste levantara la barrera. Una estrecha calle serpenteaba frente a nosotros. El paisaje, de netamente urbano, trocó a una especie de ruralismo. Pequeñas casitas se apiñan a lo largo de la vía, alternadas con algunos galpones. Hay de todo: fachadas primorosas, bien cuidadas, con matas que  crecen de manera ordenada, y construcciones que no saben del cariño y ostentan matorrales al descuido. El parque automotor también es variopinto: carros recientes contrastan con anticuallas de los años 70. Un poderoso Javelin, muy bien mantenido, es la pieza mecánica más resaltante. Tal vez el clima lluvioso de la tarde contribuyó a acentuar el aspecto bucólico del lugar, pero tuve la impresión de haber recalado en algún pueblito de la carretera trasandina.
La estrecha calle no lleva a ningún lugar. Acaba en una especie de redoma, remate de calle ciega que permite a los vehículos dar vuelta para regresar por donde vinieron. Antes de llegar a ese destino, empero, al lado de una zona libre de casas, se erige un toldo como los de las casas de fiesta. Debajo del toldo la decoración emula un bar, donde predomina el color negro. Una cartelera informa la oferta espirituosa que se puede consumir en el improvisado botiquín. Destacan nombres de coctéles exóticos. El lugar está desierto, tal vez por la hora. Todo hace presumir que su función es nocturna.
No pudimos materializar nuestras intenciones, que nos llevaron a conocer ese lugar pintoresco de la ciudad. La lluvia que se desató pertinaz y la imposibilidad de conseguir un lugar cercano para estacionar nos hicieron desistir. Nos despidió la efigie de Reverón, vaciada en bronce, especie de guardián de esa callecita que lleva su nombre.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Digan lo que digan, la luna tiene siempre el mismo tamaño

Un día, cuando estaba pequeño, mi padre llegó a casa con una novedad, que venía dentro de una caja. Al desambalarla, vi con asombro que su contenido constaba de dos pelotas. Pero no eran pelotas para jugar: Una de ellas, la mayor, tenía un soporte semicircular que permitía darle vueltas, y era de todos los colores, aunque predominaba el azul. Y tenía muchísimas letras estampadas sobre ella. Yo no sabía leer todavía, y me explicaron que eso no era un juguete, sino un globo terráqueo. Allí estaban todos los países del mundo, me dijeron. "¿También Venezuela?" "¡Claro!" "¿I Italia?" "También". No seguí preguntando, porque allí se acababan mis nociones de geografía planetaria.
La otra pelota era bastante más pequeña, y gris. También tenía nombres sobre ella, pero no tenía un soporte como su hermana mayor, sino que venía sobre una pieza de plástico que simulaba rocas. "Esa es La Luna", me dijeron. Al principio la miraba con veneración, como lo hacía con el globo terráqueo. Pero poco a poco fui agarrándole confianza, y cuando nadie me veía la tomaba en mis manos, y pasaba largos ratos examinándola, recorriendo con las manos sus protuberancias y depresiones.
Cuando aprendí a leer, supe que tenía lugares llamados "mar de la serenidad", "Mar de la tranqulidad", "Océano proceloso", lo que me llamaba mucho la atención porque por otra parte sabía que en la Luna agua no había, pero no indagué más. Poco a poco mi familiaridad con aquel objeto se convirtió en abusiva, y ya lo usaba como pelota de fútbol. La pobre fue descascarándose y deformándose, hasta que un día no dio más y se abrió por la mitad. El bajante de la basura fue testigo de su baja deshonrosa de los activos de mi hogar, baja obligada por su degradación de objeto para el estudio a implemento deportivo. Así que la Luna, digan lo que digan, para mí tiene siempre el mismo tamaño: una pelota de unos 20 cm. de diámetro.

viernes, 18 de noviembre de 2016

La religiosidad perdida

En la actualidad, mi postura hacia el tema religioso es un agnosticismo cada día más fundamentado. Tal vez, más que agnóstico, sea escéptico. Tanto he visto, leído y escuchado, que he perdido la fe.

Pero no siempre fue así. De pequeño, a pesar de que mi hogar no fuera muy dado a la religiosidad, le tomé gusto a la ceremonia de la misa, y me la pasaba ojeando el misal con el que mi hermana se había catequizado. Era bastante antiguo, de portada nacarada,  y era de la época cuando la misa todavía se efectuaba en latín. Recuerdo las ilustraciones: en ellas un cura, de espaldas a los feligreses, celebraba la ceremonia, y a pie de página aparecían unos latinazos de los cuales trataba de entender el significado. Todo me parecía entre místico y misterioso, y podía pasar horas estudiándolo. Eso fue, conjeturando, cuando tenía alrededor de seis o siete años, ya que sabía leer con cierta capacidad de entendimiento.

Un poco más tarde ocurrieron dos hechos, más o menos en paralelo, que cimentaron más mi incipiente acercamiento a lo religioso: mi propio proceso de catequesis, y la afiliación a una revista parroquial italiana, llamada "El mensajero de San Antonio". Dicha afiliación fue cortesía de la conserje del edificio en donde vivía, una señora bastante mayor y, creo, beata; sin mayores obligaciones ni distracciones, dado que no estaba casada ni tenía hijos, volcaba toda su necesidad de familia hacia los inquilinos, y nosotros,por ser italianos y de la misma región que la conserje, teníamos rango de consentidos. La revista tenía cadencia mensual, y yo aguardaba con ansias su llegada, de manos del cartero. Según recuerdo, era bastante variada, y abarcaba, además del inevitable artículo piadoso que era el centro de cada número, en el cual se documentaba algún episodio de la vida de uno de los miembros del vasto santoral, temas de cultura general, deportivos, geográficos. Tenía su sección de humor y una de cartas al director, en la cual se ventilaban asuntos de la más variada índole. Yo mismo me inauguré en el género epistolar enviándole una misiva que contenía la siguiente pregunta: "¿Cuál es el origen de mi nombre?". Un par de meses después tuve la satisfacción de ver por primera vez mi nombre en un medio impreso.

Con respecto a mi catequesis, recuerdo dos ansiedades: la referente a la confesión, a pesar de que a esas edades no tuviera alguna cuota de pecados dignos de ese nombre, y el aspecto técnico de la materialización de la comunión, simbolizado en la ingestión de la ostia: ¿se podía partir, o era pecado?¿había que dejarla disolver sobre la lengua antes de deglutirla? Por supuesto, recuerdo las clases de religión previas al acto, y mi dedicación meticulosa al estudio del evangelio. En ese momento no cuestionaba nada, y todo lo que se me decía pasaba sin filtros a ocupar alguna parte de mi cerebro, desde donde controlaba y censuraba todos mis pensamientos y actos, no fueran a ser impuros. Creo que mi iniciación en el mundo religioso  fue el primer gran evento del que tengo memoria, desde los prolegómenos que incluyeron la elaboración de mi primer (y único, hasta los momentos) traje hecho a la medida por un sastre, hasta su cierre con una recepción en las entonces nuevas y elegantes instalaciones de La Casa De Italia. Curiosamente, de lo que no guardo grandes recuerdos es de la misa en sí.

En los meses siguientes a ese acto mi vida sufrió algunos cambios, el mayor de los cuales fue la mudanza hacia un apartamento mucho más grande, en el cual tendría mi cuarto propio (donde, todo hay que decirlo, cometería posteriormente uno que otro pecadillo venial, dentro del departamento de la carne). Fue un período agridulce, de aprendizaje sobre cómo enfrentar el desapego, la experiencia de hacer nuevas amistades, y la familiarización con las nuevas calles que formarían parte de mi vida cotidiana a partir de ese momento. Y también significó mi primer desencanto con la Iglesia. A partir de mi primera comunión, trataba de respetar el precepto de santificar las fiestas, e iba a misa regularmente. Uno de los padres que la oficiaba, en la iglesia a la que acudía. era un español alto y corpulento, cuyo ceceo era característico e inconfundible. Por su colosal aspecto ejerció una fuerte influencia sobre mí, y lo tenía por persona recta e incorruptible. Pues bien, un día estaba yo en el abasto, de espaldas a la puerta, tal vez tomando una chicha A-1 que acababa de sacar de la nevera, cuando escuché un castizo, que no casto, "¡Coño!", en una voz que no me era desconocida. Me volteé para constatar que quien había proferido esa gruesa expresión era el cura que tanto respetaba.