lunes, 19 de junio de 2017

El club de los 17



Todo el mundo conoce cierta leyenda del mundo del rock, a la que se le popularizó con el mote de "el club de los 27". Ese apelativo hace alusión a la edad fatídica para algunas estrellas de la música, que en  el apogeo de su popularidad, en pleno auge de sus capacidades artísticas, fallecieron prematuramente, por lo general debido a un estilo de vida vertiginoso y peligroso. Los nombres son harto conocidos, y forman parte de la cultura pop por derecho propio: Jimi Hendrix, Jim Morrison, Janis Joplin, y más recientemente Kurt Cobain y Amy Winehouse. Todas estrellas encumbradas cuya muerte anticipada no permitió conocer su definitivo potencial, pero las encumbró al firmamento rockero.

En Venezuela se está inaugurando otro club de índole parecida, pero no de estrellas musicales de 27 años, sino de guerreros de 17 años. Los soldados de franela, como se llaman entre ellos. 17 años, uno menos que la mayoría de edad. Adolescentes. La semana antepasada fue Neomar Lander. Hoy le tocó el turno a otro.

Esta mañana, mientras estábamos en la concentración de Parque Cristal, pudimos ver a varios grupos de los muchachos de la resistencia, de esos soldados de franela. Venían bajando por las escaleras mecánicas, haciendo bulla, con sus distintivos escudos, máscaras y demás aperos indispensables para su peligrosa labor, y la gente los aplaudía. Me embargó un sentimiento mixto, de admiración y angustia, y la incertidumbre de no saber si regresarían todos completos esta tarde. Se me formó, literalmente, un nudo en la garganta y sentí aflorar cierta humedad en mis ojos. Mi presentimiento lamentablemente se materializó. Cayó uno, Fabián Urbina, 17 años también. Otro nombre que no debemos olvidar, otro joven que ofrendó lo más importante que tenía para el rescate de Venezuela. Otro miembro de nuestro desgraciado club de los 17.

Fabián murió de un disparo en el tórax. Aquí no caben interpretaciones ni especulaciones sobre la causa de la muerte, como ocurrió con la de Neomar. Y se sabe quién accionó armas de fuego hoy. Me figuro que todos han visto fotografías similares a la que encabeza este post. La de un militar, protegido con su armadura de Robocop y su escudo de plexiglass sobre el cual puede caer si acaso una pedrada, o a lo sumo un cohetón, disparando su arma de reglamento sobre una muchedumbre de jóvenes desarmados y protegidos por escudos de mdf. Esas imágenes que ya deben darle la vuelta al mundo dan cuenta de que Venezuela, en estos momentos, es una sangrienta dictadura que reedita los horrores de las tiranías clásicas del cono sur americano. 

Ayer eran jóvenes pujantes, intrépidos, indignados.
Mañana serán un nombre en una plaza, o tal vez una calle.
Descansen en paz y sepan perdonarnos.

Y sepan también de nuestro agradecimiento eterno.

jueves, 8 de junio de 2017

Neomar, los 17 años y las aves carroñeras


En la vida cada etapa tiene su razón de ser, sus retos y sus encantos. Los primeros años son de formación para el resto de la existencia; en ellos aprendemos las técnicas básicas de supervivencia social, los rudimentos que luego nos permitirán afrontar con alguna solvencia las circunstancias y las dificultades que aparecerán en nuestro transitar. Pero también son años para vivir lo que más tarde se nos negará: la tranquilidad de la inocencia, y cierta irresponsabilidad jovial.

Recuerdo mis 17 años como uno de los períodos más felices que he vivido. Terminaba el bachillerato, ese último año de poco estudiar y mucho planificar el bonche ceremonial de grado, y me esperaba un par de meses de vacaciones antes de entrar a la universidad, el portal hacia la definitiva madurez (eso imaginaba en el momento, luego entendí mi gran ingenuidad). Las únicas preocupaciones giraban en torno a las salidas, a los viajes a la playa, a los sábados de cine o de fiestas, a las noviecitas. Cosas intrascendentes, como debería ser. Salvo la eventual decepción amorosa, o deportiva, no tenía mayores motivos de queja. Nunca tuve que preguntarme si habría comida en casa, o si, de enfermarme, se conseguirían las medicinas necesarias en la farmacia. Esas eran cosas que se daban por descontadas. 

Hoy los niños de 17 años tienen otro tipo de preocupaciones. Ellos sí se preguntan si hay comida en su casa, ellos sí se preocupan cuando se enferman ya que saben que tal vez el remedio para su dolencia no estará disponible en ningún anaquel. Para ellos el futuro es una enorme interrogación. Nada se da por descontado. La posibilidad de continuar los estudios, de independizarse, de tener una vida normal parecen ser quimeras inalcanzables estos días. En consecuencia, actúan. Dejan de hacer cosas de niños y asumen actitudes y compromisos enormes para su edad. Lo hacen con el desparpajo, el arrojo y la inconsciencia propios de la pubertad, cuando la adrenalina y las hormonas pueden más que el temor. Y están dejando el pellejo en las calles. Algunos tienen suerte y regresan a sus casas. Otros, como Neomar, caen abatidos un miércoles, día de la semana que parece albergar una maldición dada la cantidad de casos ocurridos en él.

Esa noche, la noche del fatídico miércoles 7 de junio, tratando de entender lo que estaba sucediendo, entré a Twitter y escribí en el buscador el nombre del muchacho muerto. Y tras leer unos cuantos tuits me di cuenta de que en ese escenario se libraba otra batalla, virtual pero no menos feroz que la que se estaba viviendo en la calle. La batalla por la responsabilidad de la muerte de Neomar. Y sentí asco de nosotros como sociedad. Asco por quienes le sacan rédito político a este hecho tan lamentable. Asco por quienes consideran a Neomar como una moneda de cambio y no un niño que murió por participar en una guerra que no era su responsabilidad. Especial gravedad representan las declaraciones de personeros del régimen, que estando aún caliente el cuerpo del niño lo calificaron de terrorista, guarimbero y cosas peores. Una segunda muerte, en el plano moral, es lo que pretendían darle. Lo último que leí es que, como zamuros, sendas comisiones del CICPC y del Ministerio Público se estaban peleando los despojos de Neomar a las puertas de la clínica en donde por fin falleció, abrogándose la propiedad de ese cuerpo descuartizado por algo tan mortífero que le abrió el pecho en una exhalación, que no le dio tiempo de saber qué había pasado. Hay preocupación por demostrar que el muerto no es de ellos. Vaya estupidez, vaya falta de humanidad. Ayer murió un niño haciendo cosas mayores que él, porque la situación del país se las impuso. Eso es lo único importante aquí.

Neomar no pudo regresar a su casa esa noche. No le tocó esa fortuna. Ahora es un cadáver en espera de las experticias forenses que den luz sobre lo que en realidad ocurrió. Sea lo que sea, es injusto. Profundamente injusto, carajo. Los niños deberían jugar, caerse a latas, echar vaina desde el amanecer hasta la noche. No deberían estar metidos en esta guerra.

martes, 6 de junio de 2017

Es por esto por lo que luchamos



Había perdido la costumbre de escuchar música mientras estoy en el pc. En un tiempo no fue así, ya que hace algunos años me dediqué a buscar material grabado aprovechando las posibilidades de internet, y armé una discreta colección; sin embargo, en la medida en que se fue degradando por obsolescencia el sonido nativo de mi laptop, también se fue desvaneciendo mi interés por la música que tenía almacenada en ella, y eventualmente la olvidé.

Por cosas de lo que rotulamos bajo el título genérico de “el destino”, mudé lo que pomposamente llamo mi estudio- en realidad poco más que la laptop, papeles varios, algunos libros  y juguetes anti estress -  a una habitación de la casa que se desocupó por el viaje de su ocupante, y tuve acceso a un modesto sistema de sonido al que pude conectar mi computador. Y así fue como recordé toda la música que durante tanto tiempo había acumulado, y procedí a rescatarla del olvido. Material muy disímil: desde salsa brava, la de Fania en sus buenos momentos, pasando por cantautores italianos,  rock progresivo y thrash metal considerablemente ruidoso. Todo escrupulosamente guardado en carpetas individuales (para una de las pocas cosas que soy ordenado es la música, ya sea análoga o digital).

Uno de los discos que ahora escucho con más frecuencia es “The King is dead”, de la banda estadounidense The Decemberist. Me cuesta trabajo catalogarlo: está a mitad camino entre el folk,  el barroco y el progresivo. Pero es muy bueno, para mi gusto. Uno de sus temas, Calamity song, tiene como video clip la representación del episodio de la partida de Escathón en “La broma infinita”, de Foster Wallace, tal vez la parte más jocosa del libro (recuerdo reír en voz alta mientras lo leía, para perplejidad de quien estuviera alrededor mío en ese momento). Pero no es de esa canción de la que quiero hablar, sino de otra que también está incluida en ese álbum: “This is why we fight”.  Por lo general no le presto atención a las letras de las canciones, sobre todo si son en algún idioma distinto al español o al italiano. Me da pereza tratar de entender, o buscar la letra en internet. Asumo que la voz es un instrumento más. Me aprendo el nombre solamente si me interesa volver a buscar el tema. Pero en el caso de esta canción, su título no puede dejar de llamarme la atención.

This is why we fight: es por esto por lo que luchamos. Demasiado adecuado al momento histórico que estamos viviendo. La baraúnda de acontecimientos es tal que nos arropan las circunstancias, nos indignamos puntualmente o nos enaltecemos por alguna victoria puntual, y corremos el riesgo de perder el foco. Nos estamos jugando tal vez lo más preciado que puede tener un ser humano: la libertad.  No podemos olvidar esto. El problema no es el GN que gasea o roba celulares. Tampoco es el autobús quemado en la vía. No es la arremetida brutal de las fuerzas opresoras contra las marchas pacíficas. Tampoco lo son los centenares o millares de presos. Ese no es el problema, en todo caso es una consecuencia. El problema está en el centro del poder. En la cúpula que ha podido concentrar todas las atribuciones, que ha sabido cómo manipular las instituciones para seguir al mando a pesar de no tener siquiera el 20% de apoyo popular. En la camarilla que, una vez constatada su imposibilidad de ganar cualquier otra elección, se encargó de anular a la Asamblea Nacional, de congelar todos los procesos electorales, y ahora quiere imponer, de la misma manera en que lo hizo Mussolini en Italia, una constituyente corporativa, espuria, al margen de los deseos de la población que clama por un cambio en la dirección del país. En la pretensión de instaurar un gobierno totalitario, en donde el pueblo no tenga voz ni voto. Aunque en el proceso ya lleven más de 60 jóvenes asesinados y varios centenares de heridos. A ellos parece no importarle el costo de sus intenciones hegemónicas; parece que tienen demasiado que perder también. Pero tienen en frente a más de veinte millones de personas que los quieren fuera del poder. Por esto, y no por otra cosa, es por lo que luchamos. No lo perdamos de vista.