lunes, 16 de septiembre de 2019

El lenguaje de las máquinas

Este viernes que acaba de pasar se celebró el día del programador. Se escogió esa fecha, el 13 de septiembre, porque corresponde al día nro. 256 del año, es decir, 2 elevado a la octava potencia, que es lo que se puede representar en un byte de información. La programación es la principal actividad profesional que he desarrollado en mi vida, la que puso comida en la mesa familiar durante estos 30 y picote de años que han pasado desde que empecé a trabajar, y por lo tanto le tengo gratitud, por mucho que ahora me sienta tentado a dejarla de lado buscando desarrollar otros intereses más afines a mis aspiraciones actuales. Pero, como sea, más de la mitad de mi vida se me ha ido sentado tras un teclado y una pantalla, que comenzó siendo de fósforo blanco, luego verde, más tarde ámbar, hasta convertirse en polícroma. En todo ese tiempo tuve oportunidad de desarrollar aplicaciones para los más variados intereses y actividades, tanto económicas como benéficas. En los 80 y los 90 todos querían tener un sistema, por lo tanto éramos muy buscados. Uno de los primeros encargos que tuve, trabajando para ENIAC, fue el de traducir un programa codificado en alguna versión de lenguaje ensamblador, o lo que se conoce como "lenguaje de máquina", que corría en unos dinosaurios Olivetti y que se encargaba de calcular los cortes a realizar sobre los cristales ópticos para alcanzar la fórmula prescrita por el oftalmólogo o por el optometrista. Lo único que me dieron como insumo fueron unos rollitos de papel amarillento, envueltos en una liga, en donde estaban impresos los programas fuente a traducir. Salvando las distancias, me sentía como los arqueólogos que tuvieron que traducir los papiros del mar muerto. Así que trabajé no recuerdo cuanto tiempo descifrando esos jeroglíficos. Los traduje a lenguaje Basic, que era el que corría en los computadores HP que iban a sustituir a las vetustas Olivetti. Creo que el sistema operativo de esos computadores era CPM, en todo caso un predecesor del MS-DOS. Debo confesar que no me di demasiada mala vida: traduje los programas instrucción a instrucción, sin tratar de optimizar nada. Tal vez, con la experiencia que tengo ahora, lo hubiese hecho de otra manera. Pero tanto el hecho de la novatería como la espada de Damocles de la fecha de entrega sobre mi cabeza, me obligaron a buscar la vía más expedita. Como sea, el proyecto llegó a puerto, y por algunos años todos los cristales que montó Óptica Caroní en sus anteojos se cortaron gracias a las instrucciones de "mi" programa.

martes, 10 de septiembre de 2019

Domingos en la Cota Mil


No sé cuánto tiempo tiene la costumbre de cerrar la avenida Boyacá, que nunca dejaremos de nombrar como la conocimos desde el principio, Cota Mil, los domingos por la mañana. Sé que se hace por lo menos desde finales de los años 80; recuerdo haberme quejado en esa época con algunos compañeros de trabajo, que comentaban haber circulado por ella en horas vedadas al tránsito automotor, como una gran gracia. Lo cierto es que en diferentes épocas de mi vida he aprovechado la oportunidad de caminar por esa vía, destinada a la circulación rápida de los vehículos, y que por obra de la sensatez de algún gobernante se convierte por unas cuantas horas dominicales en un amplio bulevar peatonal, que permite contemplar las mejores vistas de la ciudad, y además inspeccionar de cerca, en pequeñas escapadas, la gran montaña fetiche de los caraqueños. No es raro encontrarse, en esos paseos, con evidencias de la ferocidad de la noche: restos de cauchos que semejan largas lenguas, negras y enrolladas; un parabrisas completo, pero a la vez vuelto añicos, que conserva su integridad solamente por la película plástica que lo cubre, abandonado en una cuneta; animalitos que no cruzaron a tiempo y, abiertos en canal, son presa de las aves carroñeras que comen como danzando, en un festín macabro. Hubo una época en la cual los letreros de señalización eran utilizados por tiradores furtivos como blanco, tal vez probando su puntería desde el carro en movimiento, pero hace tiempo que eso no ocurre más, por fortuna. Todo eso contrasta con la actividad deportiva y recreativa que realiza la nutrida audiencia que religiosamente dedica la mañana del domingo a oxigenarse con el aire limpio que baja del Ávila. Soy taciturno por naturaleza, así que en mis recorridos no intercambio más que las palabras indispensables con mi acompañante eterna, que en cambio es locuaz y se encarga de mantener la conversación viva. Yo voy pendiente de otras cosas: del paisaje, del estado de la vía, y (como buen vouyerista de la palabra) también recojo los fragmentos de conversaciones que se escuchan en los diversos grupos que vamos dejando atrás, en nuestra vigorosa caminata (la mía, Mary va al trote) que cada día conquista más distancia en la avenida.

domingo, 8 de septiembre de 2019

The night


Esta mañana terminé de leer la novela “The night”, de Rodrigo Blanco Calderón, la más reciente ganadora del prestigioso premio Vargas Llosa. Traté de leerla desprejuiciadamente, buscando no contaminarme por todo lo bueno y lo no tan bueno que había escuchado sobre ella, sobre todo de no dejarme influenciar por el hecho de su fama, que ya se puede llamar internacional. Quise que fuera el libro quien se defendiera por él mismo.
Y lo logró.
Es difícil encasillar esta obra en un género determinado. Es una novela detectivesca, sí. Pero también una novela psicológica. Y una novela lúdica. Por supuesto, y voy a decir una perogrullada, es una novela nocturna. Es todo eso, amalgamado a fuego lento, inmerso en una banda sonora muy particular: la de la agrupación Morphine, liderada por Mark Sandman -personaje “en off” de la novela- que, si no la han escuchado, los invito a que se den el gusto. Estamos frente a un collage, que recoge casos sumamente escabrosos de la crónica roja nacional, varios personajes emblemáticos conocidos por la opinión pública, libros existentes, anécdotas conocidas, anécdotas inventadas, que da como resultado un tejido en el cual nos podemos reconocer, dolorosamente.
Varias cosas me vienen a la mente al repasar las páginas que acabo de concluir. Voy a mencionarlas así, sin ningún orden determinado. Una de ellas es la intuición de que algunos párrafos del libro tienen un auditorio predeterminado, que es la gente que hizo o hace vida todavía en los pasillos de la escuela de Letras de la UCV. Como si Rodrigo hubiese insertado un código oculto, que pasa desapercibido frente al lector común, pero es interpretado a cabalidad por aquellos a quienes está destinado. Tal vez no sea así, pero me gusta pensar en ello. Otra, que me llama la atención como escritor, es la elección de los nombres, o más bien la identificación de los personajes. Para decirlo de manera maniquea, los “buenos” aparecen bajo su nombre real. En cambio, los “villanos” y las “víctimas” salen bajo un pseudónimo, a pesar de que al final del libro, en los agradecimientos, algunos de ellos aparecen con su nombre real. Otra cosa que aprecié fue cierta obsesión por los detalles, sobre todo los escabrosos, y allí no puedo dejar de pensar en David Foster Wallace y su novela “La broma infinita”, que comparte ese aspecto con “The night”. También entreví, en la parte del libro dedicada a Darío Lancini, cierta admiración nostálgica por los años de la lucha armada en Venezuela, los violentos 60, y sus consecuencias. Tal vez sea yo quien en realidad sienta esa nostalgia, ese “sé que estuvo mal, pero me hubiese gustado vivirlo”. La narración detallada de ese período me acerca a esa reflexión.
No soy un lector rápido, ni disciplinado. Dejo que cada obra me lleve a su ritmo. El viaje que emprendí con “The night” tuvo una cadencia lenta al principio, pero poco a poco fue acelerándose hasta adquirir una velocidad frenética, buscando un final que, lo sabía por adelantado, no iba a conseguir. Y tal vez ese sea uno de los grandes aciertos de esta novela.

jueves, 5 de septiembre de 2019

El café de cada día

En Caracas hay tantas máquinas de hacer café como panaderías, restaurantes, bares y, valga la redundancia, cafés. Y el número de baristas es un múltiplo de esa cantidad. Las marcas más repetidas son nombres que nos acompañan a los aficionados al café desde siempre: Faema, Gaggia, Rancilio. Partiendo de la premisa de que el principio de operación de dichas máquinas es el mismo, valga decir, agua caliente que pasa con determinada presión a través de un filtro que contiene café, es notable la diferencia de sabor que se obtiene en los diferentes locales. Yo tomo café negro, sin ningún aditivo salvo una cucharadita de azúcar, que dependiendo del lugar, denomino "negrito corto" o "espresso". El sabor del café de panadería es amargo, requemado. De consistencia densa, casí que una crema. Medio vasito, o menos, es suficiente para que la sensación me acompañe toda la mañana. Ese es el que pido como "negro corto", y por lo general me lo tomo como una medicina, sin mucho protocolo, para salir rápido de ese trámite. En cambio, en los lugares con un poco más de sofisticación, pido un "espresso". El "espresso" es más delicado; el aroma del café sobresale por encima de las notas amargas del líquido, y por lo general uno queda queriendo más, otro poco de ese sabor tan especial, que invita a la conversación, o a la meditación si se está sin compañía.En casa, hacemos el café en la insuperable greca, esa de las mil batallas, que solo exige de cuando en cuando el cambio de la empacadura de goma, que antes duraba décadas pero ahora se desgasta en pocos meses. Allí la cosa depende de la suerte que se tenga en conseguir café bueno. Con tantas marcas extrañas que hay por allí, de existencia efímera, es difícil casarse con alguna. Los tiempos de el Imperial, el Fama de América, del Peñón, del San Antonio, ya pasaron. Ahora abundan los cafés que proclaman ser premium, o arábiga, o artesanales, pero de la etiqueta a los hechos hay mucha distancia. Lo cierto es que el café, como sea, es un placer irrenunciable. Los momentos de tomar café son de los más esperados, dentro de la cotidianidad.