martes, 26 de agosto de 2014

Peliexpress, new confort: las delicias de viajar por tierra en Venezuela


Viajar por tierra en nuestro país puede ser una experiencia bastante interesante, por los desafíos que entraña:  la escasa señalización, el estado deplorable de las vías, la eterna sensación de país en construcción en donde nunca se terminan las obras, en conclusión, hacen que recorrer las entrañas del país se convierta en turismo de aventura. Por lo general esos trayectos los hacemos en mi propio vehículo; sin embargo esta vez, dado al estado de deterioro que comienza a acusar el mismo, en parte por la escasez de partes pero, mea culpa, también por mi dejadez crónica, decidí darle un descanso al carrito y  hacerlo utilizando de las pocas empresas de transporte masivo que van quedando, Peliexpress.

Vaya decisión. El viaje de ida comenzó con buenos auspicios: con precisión británica, a las 10:30 AM comenzó el chequeo y la recepción del equipaje, y a las 11 en punto el autobús comenzó a moverse en pos de la carretera que conduce al oriente. El vehículo era amplio, cómodo, climatizado, y contaba con pantallas en donde un poco más tarde comenzaría a desfilar la selección fílmica que nos tenía dispuesta la empresa.

Llegamos sin mayores inconvenientes al lugar en donde hacen su escala los autobuses, e hicimos una pausa de media hora para comer. En lo que reanudamos la marcha, se escuchó un ruido y se sintió una especie de bajón, y el bus se detuvo a la orilla de la carretera. A continuación se bajó el conductor y comenzó a revisar algo impreciso para nosotros los espectadores en el interior del vehículo. Después reanudó la marcha a velocidad ínfima, y tras unos 20 minutos se detuvo en la entrada de un pueblo, y nos anunció que el autobús había sufrido una rotura en la suspensión trasera y no le iba a ser posible continuar su camino. Nos recomendó esperar en el interior de la unidad mientras llegara otro vehículo que nos trasladaría a nuestro destino. Sin embargo, a la media hora llegó una pequeña buseta, se trasladó parte del equipaje y de los pasajeros a ella, y continuamos nuestro viaje. En total, tardamos unas 7 horas y media en llegar

Tras un par de días en los cuales nuestros anfitriones nos trataron a cuerpo de rey y nos llevaron a ciertos sitios paradisíacos, nos dispusimos a emprender el regreso a la realidad. Llegamos al terminal con cierta anticipación con respecto a la hora sugerida para los trámites previos al embarque, previsión que resultó ser totalmente superflua dados los acontecimientos posteriores. Nuestra hora de salida nominal era las 12:30 pm, pero veíamos como el reloj se acercaba a ella sin que hubiera movimiento que indicara nuestro embarque. Fue cerca de las 12:40 cuando comenzaron a realizar el chequeo de los boletos y la recepción del equipaje. A todas estas no hubo ninguna indicación de algún vocero de la empresa que nos informara sobre el retraso.

Cerca de la una y cuarto llegó un autobús al terminal. Pensamos con alivio que esa sería la unidad que nos iba a trasladar a nuestro destino, pero no fue así. Del fondo del estacionamiento del terminal avanzó con lentitud un vetusto autobús, se acomodó en el andén, y vimos como nuestro equipaje era subido a él. Comenzaron las suspicacias: si el autobús estuvo siempre allí, ¿cuál era el motivo del retraso? Sin embargo nos embarcamos sin hacer preguntas. El interior del autobús olía raro, a una mezcla de desinfectante con aceite de motor quemado. Y la temperatura no se parecía ni de lejos a la del viaje de ida. En fin, nos resignamos a realizar una travesía algo incómoda, pero no sospechamos ni de lejos lo que sería en realidad ese viaje.

El primer inconveniente ocurrió a los 40 minutos de haber salido: el autobús se paró en una estación de servicio a repostar gasolina, momento que fue aprovechado por un vendedor de tostones que recorrió todo el pasillo de la unidad anunciando vociferante su mercancía, con especial énfasis hacia los pasajeros que intentaban tomar una siesta. Cuando el señor terminó su venta, y se llenaron los tanques de combustible, reanudamos la marcha. A todas estas comenzó a desarrollarse un fuerte aguacero, lo que obligó al conductor a aminorar la velocidad. De repente el autobús se detuvo con brusquedad, y vimos un camión volteado de medio lado, a la orilla de la carretera. Nuestro chofer se bajó con ímpetu a auxiliar al desventurado conductor del camión, pero no hizo falta pues el hombre salió por sus propios medios de su vehículo. Luego del incidente el chofer trató de reanudar el trayecto, pero comenzamos a escuchar sonidos extraños y movimientos bruscos, y el autobús comenzó a marchar con dificultades. Rodamos otros 10 o 15 minutos, cuando se volvió a detener, y el chofer se bajó a revisar algo en la parte lateral de la unidad. Tuvimos un deja vu del viaje de ida. Pero esta vez sería bastante peor. El conductor se asomó al interior del autobús y nos anunció que no era posible continuar el viaje en él. Acto seguido condujo muy despacio hasta un comedero de la carretera, y como en una escena de cine mudo lo vimos tras los cristales quitarse la franela, sumergirse cual buzo debajo del chasis y emerger al poco rato para llamar por celular. Tras unos momentos la gente comenzó a bajarse a buscar refrigerios en el lugar, conducta que tras cierto tiempo imitamos. Eran ya las 4 de la tarde, y habíamos cumplido apenas un tercio del recorrido. Comenzaron los cuchicheos habituales, y los más enterados comenzaron a dar partes contradictorios. No hubo vocería oficial hasta más tarde, cuando el chofer nos anunció que venía saliendo una unidad para recogernos y llevarnos a nuestro destino. Eso significaba una espera de un par de horas siendo optimistas. Nos resignamos a nuestra suerte, y contamos con la buena disposición de la familia que regenta el humilde paradero en donde nos tocó detenernos, quien se la ingenió, con apenas una cocinita casera, para darnos de comer arepas y pescado frito a las 40 personas que estábamos varadas allí. Por suerte había profusión de tomacorrientes y varios pasajeros aprovechamos para recargar nuestros celulares, que nos harían falta para mantenernos en contacto con quienes nos estaban esperando en casa. De pronto apareció un autobús de la misma empresa, y suspiramos con alivio pensando que por alguna magia se habían resuelto nuestros problemas antes de tiempo. Pero no, se trataba del viaje siguiente al nuestro que tenía unos 10 puestos vacantes, que fueron tomados por los pasajeros  más avispados. Nunca supe cuál fue el criterio para asignar dichos puestos, supongo que funcionó el amiguismo o la viveza criolla; pero ya estaba resignado a esperar lo que hubiera que esperar.

Pasaron las dos horas, y veinte minutos más, cuando por fin llegó el reemplazo. Para no prolongar demasiado este relato que ya va siendo bastante largo, terminamos de llegar, ateridos gracias a la eficacia del acondicionador de aire, a eso de las 10 de la noche. En total necesitamos unas 8 horas y media, sin contar la hora de retraso, para llegar.

No sé cuál es la probabilidad de que se averíen los vehículos tanto en el viaje de ida como en el de vuelta; tal vez haya sido una racha de mala suerte. Sin embargo creo que mucho de descuido, de falta de mantenimiento adecuado, debe haber. También poco ayuda la situación del país y el tema de los repuestos automotores. Pero asombra la falta de logística adecuada para atender estas situaciones. No hay un servicio de reparaciones inmediatas para las cosas que se pudieran resolver (en el caso del segundo viaje, el chofer comentó que se trataba de una manguera rota, cosa que un mecánico tal vez hubiera podido reparar en el sitio). Lo cierto es que estas empresas tienen bajo su responsabilidad la vida de centenares de personas que a diario confían en ellas para transportarse a lo largo del país, y no hacen mucho para prever situaciones como ésta. Es por ello que el slogan que adorna el autobús, que se puede apreciar en la fotografía que encabeza este texto, suena a cruel ironía.

martes, 12 de agosto de 2014

Adiós, Robin Williams



Ayer, un poco después del mediodía, vi que Sergio Monsalve, con su estilo frontal, irónico e incisivo, publicó en su muro una reseña poco favorable sobre The angriest man in Brooklyn. Así como otras personas, comenté sobre el declive cada vez más pronunciado de la carrera de Robin Williams. Cerca de las 7 de la noche la noticia comenzó a retumbar a todo lo largo de las redes sociales: Williams había sucumbido a la depresión que lo aquejaba desde algún tiempo, y puso fin a su vida. Por un buen par de horas Facebook no dejó de mostrarme manifestaciones de dolor por la muerte de Robin. Casi sin excepción, todos los comentarios eran de tristeza por la pérdida, y también de alabanzas hacia él. Es patente la marca que dejó en nosotros.

No pude dejar de experimentar cierto sentimiento de culpa por aquel comentario que hiciera horas antes. Es cierto que en los últimos años su carrera tuvo un bajón inexplicable, pero en compensación nos dejó más de una docena de películas absolutamente imprescindibles. Comenzando con la que para mí es la más significativa, y la que lo definió como actor cómico, sí, pero también de carácter. Me refiero a The world according to Garp, fechada en 1982, en donde interpreta a un personaje que llega al mundo casi que de manera forzada, por el simple deseo de su madre de experimentar la maternidad a costa de un hombre deshauciado, que en el momento del orgasmo lo único que pudo pronunciar fue precisamente la palabra Garp y con ella fue bautizada la cría que resultó de ese encuentro obligado. Creo que en esa película se comenzó a ver el tremendo potencial de Williams, tanto para la comedia como para el drama y el melodrama. Porque a pesar del tono humorístico que impera en la cinta, vaya que suceden cosas trágicas. Y Robin, con su media sonrisa y la expresividad de sus ojos, supo comunicar los sentimientos de manera muy efectiva. A partir de ese momento comenzó a coleccionar éxitos de taquilla: para mencionar solo algunos, recordaré The fisher king, Good morning Vietnam, Dead poets society,  Awakenings, Hook, Mrs Doubtfire, Jumanji, Good will hunting (que le valió su Oscar), What dreams may come, One hour photo, Insomnia, y la que para mí fue su última película decente, The final cut, de 2004. Todas esas películas, y muchas más, cimentaron su reputación de gran actor a lo largo de dos décadas largas de sacarla consuetudinariamente del parque. Quién hubiera dicho que ese actor que comenzó a hacerse notar por el gran público gracias a su personificación de un extraterrestre bastante torpe, que nos grabó en el cerebro su "nano nano", se convertiría en ese monstruo de la actuación que veríamos luego.

¿Qué le pasó después? No puedo saberlo, sino conjeturar. Tal vez malas decisiones de sus agentes, tal vez no le hicieron las ofertas correctas. El hecho es que participó en películas mediocres, como el bodrio llamado RV, la lacrimosa e insoportable August rush, y en la franquicia de Night at the museum, que no es que sea fatal pero no pasan de ser películas para preadolescentes, o para quemar una tarde de domingo. No vi más nada con él, tal vez inconscientemente quise ahorrarme presenciar una vez más la caída de alguien que fue ídolo. Ahora me da miedo ver su última actuación. Quisiera que haya sido una digna despedida para una carrera tan meritoria, pero tengo el pálpito de que no fue así, y de que él mismo se dio cuenta de eso, y tal vez su depresión fue en aumento por sus fracasos laborales. Quien sabe qué ocurre en la mente de los suicidas. El comentario más acertado que leí  la noche de ayer fue el de Lennys Rojas, quien dijo que Williams no resultó ser el hombre más amargado de Brooklyn, sino el más triste.

Supongo que los canales de televisión comenzarán a pasar ciclos en homenaje a Robin, y por un tiempo nuestras pantallas se verán inundadas de imágenes de sus películas más taquilleras. Y un poco después, ya la gente dejará de mencionarlo, y solamente en algún que otro Oscar, o Globo de oro, se le nombre de pasada. O le hagan un homenaje, como la entrega de un premio póstumo. Que llegará muy tarde, por lo menos para él.

sábado, 2 de agosto de 2014

El número 7



Los números, las series, las combinaciones, ejercen una fuerte influencia sobre mí. Tal vez sea alguna parafilia, con seguridad benigna ya que no sufro de ludopatía, más bien es al revés. Me aburren a muerte los juegos de mesa, y los de cartas en particular. Tal vez la única excepción sea el dominó, pero eso lo juego muy eventualmente y nunca hay dinero sobre la mesa.

Ayer cumplí años de casado, 27. Exactamente la mitad de mi edad actual. Y me di cuenta de que el número siete ha sido significativo a lo largo de mi vida. Nací en el año 60, y por ello el dígito final del año en curso coincide con el de mi edad. Cada década de mi vida ha tenido algo especial en el séptimo año.

Comienzo con el año séptimo de mi vida: a menudo se dice que la conciencia se adquiere a los 7 años, o por lo menos eso fue lo que siempre decían mis mayores. En ese año 1967 ocurrió un acontecimiento que estremeció la vida de todos los caraqueños: el gran terremoto de Caracas. Tal vez sea el primer hecho que recuerde con lujo de detalles: el grito "terremoto" en boca de mi madre, el movimiento del piso (estaba en una quinta planta), los adornos cayendo de las mesas, el ruido ensordecedor, mi padre agarrándome por la cintura y corriendo escaleras abajo son cosas que tengo grabadas de manera indeleble en la memoria.

1977 fue el año de mi graduación de bachiller. Gran acontecimiento en lo personal y en el reducido círculo familiar. Tal vez el momento en que sentí que comenzaba alguna responsabilidad real, como lo era la universidad. Presenté el examen de admisión en la Simón Bolivar, y para mi sorpresa lo pasé y obtuve un cupo en esa universidad que quedaba en los confines de Caracas. Tuve que aprender a moverme fuera de mi entorno habitual, la zona de Bello Monte - Sabana Grande - La Florida, para desplazarme hasta Sartenejas. Al principio usaba el autobús de la Universidad, pero con el tiempo terminé moviéndome en cola, mucho más cómodo y divertido.

Diez años después realizaba el acto tal vez más importante de mi vida adulta: el matrimonio. Después de un noviazgo lo suficientemente largo, que rozó los 6 años, en 1987 decidimos que ya era hora de formalizarnos. Para la época yo había desertado de la Bolívar para terminar mis estudios en el IUT RC, y trabajaba en Latinoamericana de Seguros, la del "aquí estamos aquí seguimos" más mentiroso del mundo. Pero en ese momento todavía estaba lejos la debacle financiera que arrastró consigo también a ese grupo financiero, y se podía hacer carrera allí. No recuerdo con certeza cuál cargo ocupaba, era algo así como analista de sistemas I, o algún escalafón por el estilo. Ganaba 8.000 Bs. Con ese sueldo nos era suficiente para darnos nuestros gustos de recién casados y llevar una vida tranquila. No sabíamos que a la vuelta de 4 años todo cambiaría debido a una mala decisión.

1997 fue e año de mi regreso a la actividad aseguradora. Como mencioné antes, cuatro años después de mi matrimonio tomé una decisión que posteriormente se reveló errada: renuncié a mi empleo y junto con otros 3 compañeros de trabajo formé una empresa de desarrollo de software. Teníamos un software administrativo que pensábamos iba a ser el boom, pero no contábamos con la debacle que se le venía encima al país. Ese período entre 1991 y 1997 fue muy comprometido económicamente: ya habíamos tenido nuestras 2 hijas, y en varias oportunidades nos vimos ahogados. Por suerte se me apareció una persona que había trabajado conmigo en Latinoamericana, para ofrecerme una oportunidad en otra empresa de seguros, Mercantil. A partir de ese momento logré enderezarme y las penurias económicas quedaron atrás.

Y llegamos al último año 7, hasta el momento: 2007. Ese año movió muchas cosas. Mi madre decidió vender su apartamento para irse a vivir al litoral, con lo que perdimos la casa en la que nos reuníamos los que conformamos nuestro pequeño núcleo familiar. Ese lugar estuvo cargado de comilonas, afectos, desafectos, peleas campales y reconciliaciones estruendosas, momentos siempre regados por buenos vinos y licores variados. Pero como todo, esa era terminó. Gracias a esa venta tuve la oportunidad de mudarme a mi vez, a mi actual residencia, un sitio con mayor espacio y tranquilidad de la que me brindaba mi anterior apartamentico en la California. Ah, este es el séptimo año de esta nueva etapa, por cierto.