martes, 29 de enero de 2019

La modernidad

En los años 50 nació un imaginario centrado alrededor del automóvil. Se comenzó a imponer un estilo de vida en donde el carro era el protagonista, y la vida se resolvía prácticamente sin salir del vehículo. Comenzaron a proliferar cosas como el autocine, el servicio a los carros en las fuentes de soda, e incluso aparecieron los primeros autobancos. En dicho imaginario, una persona podía hacer transacciones bancarias, consumir una cena y asistir a una función de cine, sin necesidad de bajarse de su automóvil. Era el súmum de la modernidad, y un arquetipo que duró hasta tal vez finales de los años 90, cuando terminaron de desaparecer los autocines, para desconsuelo de muchas parejas que conseguían intimidad a bajo costo y con cierta seguridad. Actualmente, el último vestigio que queda de esa concepción de ciudad es la taquilla de servicio al vehículo de algunas cadenas de comida rápida y de farmacias. 






En lo personal nunca le vi mucho atractivo a eso de comer dentro del carro, la verdad. Eran inevitables los derrames de salsas y refrescos, y el olorcito a hamburguesa se le pegaba a los asientos como no lo hacía ningún ambientador.





El autocine de la foto es el primero que se construyó en Venezuela, el Chaguaramos. La pantalla en donde se proyectaba la película era la pared posterior de un edificio en donde funcionaba la fuente de soda, pero también, aparentemente, había unidades habitacionales, cosa que se deduce por los tres balcones que se asoman en un lateral de la fachada. Siempre fantaseé con escribir algo sobre eso, un cuento en el cual los personajes de las películas aparecían en los apartamentos y se entrometían en la vida de la gente, pero luego Serrat sacó "los fantasmas del Roxy" y se me pasó.







Este autobanco precursor estaba situado en el Centro Profesional del Este, edificio emblemático de la modernidad caraqueña, en donde muchas empresas, sobre todo relacionadas con la arquitectura y la ingeniería, tuvieron su sede a partir de los años 50.


sábado, 12 de enero de 2019

Partir

Soy – ay, inculto de mí – un mal lector de poesía: casual, indisciplinado, y sobre todo ineducado. Eso no obsta para que pueda disfrutar de vez en cuando algún poemario. Hoy retomé “Partir”, de Alejandro Sebastiani Verlezza, editado por Carsten Todtmann y Luna Benitez, dentro de la colección de poesía de Oscar Todtmann. Lo hice en compañía de un puro y las notas de “The raven that refused to sing”, de ese artista relativamente desconocido que es Steven Wilson. A medida que me sumergía en esa atmósfera multisensorial, noté un paralelismo entre las tres experiencias: así como el humo se desplazaba por el aire, lo hacía la música, y las palabras de Alejandro se distribuían caprichosa pero armónicamente sobre las blancas hojas del libro. Una de las cosas que más me llamó la atención del poemario es precisamente esa: la cuidada diagramación, y el sapiente uso de las diferentes fuentes tipográficas. No es un artificio, o por lo menos no lo percibí así. Es una manera eficiente de transmitir el mensaje contenido en el libro. Sobre el contenido en sí no tengo la experticia suficiente para brindar algún tipo de análisis, pero me conmueve, en el sentido amplio de la palabra.

viernes, 11 de enero de 2019

Ya nadie escribe cartas

Ya nadie escribe cartas. El género epistolar, de ser una necesidad dictada por las medios de comunicación existentes, básicamente pluma papel y transporte, evolucionó hasta convertirse en un arte ampliamente explotado por la literatura. En esas cartas viajaban informaciones, reclamos, emociones y recuerdos. Uno se estrenaba bastante joven en esas lides, ya sea para comunicarse con los parientes lejanos (en el caso de nosotros, familia inmigrante) o para procurarse la atención de alguna muchacha de la cual estuviéramos fuertemente "enamorados", esa mezcla de atracción física e interés por conocer más íntimamente a la dueña de nuestros deseos que confudíamos con el amor. Entonces, con menor o mayor chapucería, escribíamos cartas insufladas de epítetos cuyo grado de intensidad variaba de acuerdo a la atracción ejercida por la destinataria, o el valor que tuviera el remitente. Indudablemente eran cartas cursis hasta extremos vergonzosos, y por lo general infructuosas, pero eso no impedía que repitiéramos la receta procurando mejorarla, con otra candidata. Con la aparición de la mensajería instantánea, ya sea a través de los sms, el antiguo messenger, el correo electrónico o más recientemente el whatsapp, se perdió definivamente ese arte. Es que la gente ya ni escribe: manda una sarta de emojis, o un "voice", y ya, se despacha la necesidad de informar sin pasar por el trámite de escribir. Ya nadie escribe cartas, y es una lástima.

lunes, 7 de enero de 2019

Siete de enero

El celular me inforrma que son las 8:14 del lunes 7 de enero de 2019. Sumido en la leve resaca producto de la celebración de Reyes, en donde tal vez se tomó una copa de más, reparo en la fecha: durante la infancia, ese era uno de los días agridulces del año. El regreso a clases, luego de las vacaciones navideñas. Suponía dejar atrás los días de ocio, que pasaban por la impaciente espera por el 24 y los regalos estacionados debajo del árbol, y luego los días de disfrute de los juguetes, sin mayor preocupación que sacarles todo el jugo posible durante esas par de semanas. Y reencontrarse con los amigos, tal vez luciendo en la muñeca el Nivada, o el Mulco, o más recientemente el Seiko, que los más afortunados recibían como regalo mayor en Navidad. Volver a madrugar, tal vez eso era lo más duro. Sin embargo, había un consuelo: a la vuelta de un mes, otro pequeño asueto dedicado al rey Momo, y cuarenta días más tarde toda una semana más de vacaciones. Pensándolo bien, nuestra vida era un archipiélago de festividades a las que llegábamos tras una pequeña travesía por el mar de las obligaciones.

viernes, 4 de enero de 2019

El acto de magia más asombroso del mundo

Puedo decir con precisión el día en que ocurrió: fue el 14 de junio de 1970. O por lo menos esa es la fecha que mis conexiones neuronales me hacen extrapolar, de los recuerdos que tengo alrededor del hecho que estoy a punto de narrar. Llego a esa conclusión pues sé con certeza que se trataba de un día de fin de semana, y que ocurría un acontecimiento deportivo importante, relacionado con el mundial de fútbol que se desarrollaba en ese momento en México: el partido de Italia con la selección anfitriona, en cuartos de final. Pero estoy divagando. Ese día me llevaron al circo. No sé cual circo; tal vez el de los Hermanos Razzore, que es uno de los nombres (o el único, salvo el de los Valentino, que no son de esa época) que recuerdo. No me llevó algún familiar, sino el padre de una amiga de mi hermana, que tenía otros dos hijos algo menores que yo y como una cortesía me invitó. Recuerdo una carpa, ni grande ni pequeña, unos tablones en donde se sentaba la gente, un vago olor a cotufas y algodón de azúcar, unos payasos más bien tristes. Y también recuerdo la cosa más extraordinaria que hubiese visto en toda mi vida, a mis diez años recién cumplidos. Sonaron unos redoblantes, y el locutor del circo anunció la siguiente atracción: el mago. Su nombre, por supuesto, no lo retuve. Pero sí lo que ocurrió a continuación: sobre la pista estaban dos cajones alargados, y dos muchachas, del mismo tamaño, vestidas de la misma manera. Un top amarrado sobre la barriga, dejando al descubierto el ombligo, y unos pantalones estilo odalisca. La rubia estaba vestida de azul, y la morena de rojo. A continuación, cada una se introdujo dentro de uno de los cajones, y el mago, con una enorme sierra, procedió a serrucharlas por todo el medio de esos ataúdes. Una vez terminado el sangriento (en mi imaginación, pues no creo que haya habido algún efecto especial de sangre chorreando) acto, separó las dos mitades de cada cajón, y ensambló la mitad superior del primero con la inferior del segundo , y viceversa. Luego, abrió ambos cajones, saliendo del primero una rubia con top azul y pantalón rojo, y del segundo una morena con top rojo y pantalón azul. No podía creer tanto portento. Sabedor de haber sido testigo de un acto de magia tan fabuloso, caí en un mutismo solemne. Cuando llegué a mi casa, después de esa experiencia tan impactante, me conseguí con mi padre más contento que un chiquillo en el circo, pues el equipo de sus sueños, la squadra azzurra, le había ganado a Mexico  4 a 1, pasando a semifinales. Creo que a ambos nos costó conciliar el sueño esa noche, por el mismo motivo pero en circunstancias distintas.