lunes, 12 de diciembre de 2016

Cuentos de guerra

Las penurias que se pasan en la vida a veces nos hacen pensar que la situación por la que se está atravesando es lo peor que nos puede ocurrir. Pero siempre hay chance de empeorar. Y poniendo en perspectiva las cosas, podemos darnos cuenta de que la historia de la humanidad está llena de avatares terribles, y cíclicos.

Esto viene a cuento porque hace poco hice un comentario sobre las condiciones de vida de mi mamá en la segunda guerra mundial, y cómo sus padres se la ingeniaban para hacerles más llevaderas las existencias a sus tres hijos, sobre todo en la época decembrina. Y escribir eso me trajo a la memoria un relato que solía contar mi madre. Ella, junto con sus dos hermanos, fueron llevados a un sitio lejano de la ciudad, en las montañas vecinas. Eso porque Verona, la ciudad de donde provenían era, por su ubicación estratégica en la geografía italiana, el lugar por donde pasaban las vías férreas que comunicaban el norte con el sur, y fue un blanco predilecto para los bombardeos. Contaba mi madre que veía a sus progenitores muy de vez en cuando, pues ellos no podían abandonar la ciudad ya que debían trabajar a pesar de la guerra. Desde el sitio en donde estaban tenían visual hacia Verona. Y fueron testigos de un espectáculo a la vez fascinante y terrible: para bombardear durante la noche, iluminaban la ciudad con unos enormes globos aerostáticos que actuaban como espejos que reflejaban de la luz producida por potentes reflectores apuntados hacia ellos. Era una visión casi metafísica, y dentro de su horror, hermosa. Podían ver claramente la ciudad, y también los cientos de bombarderos que dejaban caer su carga mortífera sobre zonas de algún interés estratégico, pero por supuesto sin que faltaran los daños colaterales. Como es natural, la pregunta que nunca se hicieron en voz alta, por no hacer falta, era: ¿Estarán todavía vivos mis padres? ¿Se habrán salvado otra vez del bombardeo?

Este es uno de los cuentos que echaba mi madre. Tal vez el más vistoso, pero no el más duro. Quién sabe cuántos se habrá reservado, ya sea por pudor o por no querer remecer aún más el pasado.