Hace
poco, una mañana desperté pensando en la muerte, y tuve una especie de micro ataque
de pánico. Fue una sensación casi física, una especie de estremecimiento que
recorrió todo mi cuerpo, al asimilar la idea que un día cualquiera yo
desapareceré para siempre, y no habrá más nada, para mí.
No
estamos preparados para la muerte. Por lo menos, en la civilización occidental.
A pesar de que es la única certeza que tenemos, a pesar de que las principales
religiones prometen vida más allá de la vida, o reencarnaciones, lo cierto es
que nadie quiere morirse. A menos de que tenga una enfermedad terminal, o
problemas tan graves que la única manera de salir de ellos sea la muerte. Y
entonces quienes reaccionan mal ante esa decisión son los deudos que pueda
tener la persona.
Dentro
de treinta años, la mayoría de mis coetáneos estará muerta. Dentro de cincuenta
años, los que hoy andan por los cuarenta muy posiblemente ya habrán fallecido.
Dentro de cien años, todas las personas que habitan hoy el planeta habrán
desaparecido, salvo uno que otro caso de extrema longevidad. Nuestro paso por
el mundo, comparado con la edad del planeta, ocupa un tiempo insignificante. En
el mejor de los casos, un siglo, que es apenas un pestañeo para la historia de
la humanidad.
Le
damos demasiada importancia, demasiado peso, a la muerte. Creo que es por la
incertidumbre. Después de todo, la vida es tangible, es lo único que tenemos.
¿Qué sucede al morir? Nadie que esté vivo lo sabe, y posiblemente nadie que
haya muerto tampoco, porque tal vez no haya más nada. E intuyo que, en el
fondo, casi todo el mundo lo sospecha, pues, de otro modo, encararía la muerte
no como una ocasión luctuosa, sino como un viaje a otro plano, en donde se
reiniciaría la vida desde cero. No es el caso para la mayoría de las personas:
por lo general los velorios son tristes, solemnes, fúnebres. Hay varias razones
para la tristeza, y una de ellas es saber que en algún momento seremos nosotros
quienes estaremos dentro del ataúd.
Sé que
es un tópico, y que es fácil decirlo, pero no deja de ser cierto: no deberíamos
preocuparnos tanto por la muerte, sino procurar sacarle el mayor provecho a la existencia.
La única manera de extender la vida más allá de la muerte, por lo menos en este
plano, es dejando alguna obra, o alguna huella en alguien. Empezando por los
hijos propios, por supuesto, quienes los tenemos, pero no limitándonos a ellos.
No nos hagamos demasiadas ilusiones, no obstante: dentro de doscientos años, y
creo que me fui muy lejos, nadie nos recordará. Y, después de todo, eso no
tiene ninguna importancia. De todas maneras habremos hecho nuestro aporte
imperceptible, minúsculo, pero necesario, a eso que llamamos civilización.
No hay comentarios:
Publicar un comentario