sábado, 25 de mayo de 2019

Bateador designado

Toda mi infancia y adolescencia transcurrieron en la zona de Sabana Grande. Nací en Bello Monte, y viví allí mi primera década. A comienzos de los 70 nos mudamos al edificio Bolivia, situado en la Avenida Libertador, entre la avenida Los Jabillos y la calle Negrín. Andaba yo por los once años, y comenzaba a ejercer cierta independencia que se manifestaba casi exclusivamente por medio de salidas a la calle, por los alrededores. Uno de los lugares predilectos quedada cruzando la anchísima (por la trinchera, que se atravesaba mediante una pasarela que estaba prácticamente frente al edificio) avenida Libertador: se trataba del Centro Comercial con el mismo nombre de la vía a la cual se asomaba, y cuya construcción estaba todavía en curso, creo recordar que en los detalles finales. Lo cierto es que sus estacionamientos todavía no inaugurados constituyeron un improvisado campo de juegos que nos permitió practicar varios deportes, siendo el predilecto siempre el de los bates, guantes y pelotas duras que comprábamos en la cercana Sabenca y forrábamos cuidadosamente con teipe negro, para tratar (infructuosamente) de proteger su superficie exterior, de cuero blanco cosido con hilo grueso, rojo. Las famosas “Spalding”, que de marca pasó a adjetivo para referirse a ellas. El beisbol era el juego que congregaba a la fauna preadolescente que hacía vida por los alrededores de la Libertador. Chamos de La Florida, La Campiña, de la misma Avenida, de la calle Las Flores que corre paralela a la antigua calle La Línea, de la Solano una cuadra más abajo, se asomaban a los vastos espacios -que luego se destinarían al estacionamiento de los vehículos visitantes del Centro Comercial- para organizar partidas de beisbol que duraban todo el día. De todos los muchachos que compartieron esos momentos con nosotros recuerdo particularmente a uno, cuyo nombre creo no haber sabido nunca. Por lo menos, de su boca no salió. No gozaba del don del habla. Algún acontecimiento en su temprana infancia lo había marcado de por vida. Nada se sabía con precisión, solo rumores que daban cuenta de una infortunada caída a los pocos meses de nacido,y que le procuró una lesión permanente en las vértebras del cuello. No sé si los rumores eran fundados, pero lo cierto es que el muchacho jamás pudo andar con la cabeza erguida. Le colgaba hacia un lado, como si no tuviese huesos que la sostuvieran. Como dije antes, no podía hablar. Lo más que hacía era emitir ciertos griticos cuando estaba emocionado, o excitado. Andaba siempre acompañado por otros dos muchachos, creo que eran sus primos. Luego supe que vivía en el Gran Colombia, casi al lado del edificio en donde quedaba nuestro apartamento. Nunca traté con él, la verdad sea dicha. No sabía cómo relacionarme, y me daba algo entre el temor y la pena. Me limitaba a ocupar los mismos espacios que ocupaba él, a mirar los mismos paisajes, a escuchar las mismas conversaciones de los mayores, y sus cuentos exagerados. Y pude atestiguar su momento de gloria. Un día lo invitaron a jugar pelota con nosotros. Parecía algo descabellado: era imposible que pudiera hacerlo. Pero el ingenio infantil elucubró la manera. Él sería una especie de bateador designado, solo que no batearía, sino que lanzaría la pelota con la mano, y correría hacia la primera base. Llegó el momento: se colocó sobre el home, tomó la pelota con su mano derecha, echó el brazo hacia atrás y luego, describiendo un arco casi perfecto, arrojó la bola sobre las cabezas de los infielders, y corrió como una exhalación hacia la esquina derecha del imaginario diamante. Unos pocos segundos duró su carrera, pero en mi recuerdo pasan como en cámara lenta: su cabeza bamboleando lado a lado, su flaco y desgarbado cuerpo ganándole la partida a la bola que regresaba el right fielder hacia la primera base, su pie izquierdo aterrizando safe sobre lo que fuera que hubiésemos puesto como sucedáneo de la almohadilla. Y, luego, la sonrisa de satisfacción que se dibujó en su cara, que pendía como siempre sobre uno de sus hombros.

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